ERRI DE LUCA: "Montedidio"

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Con un pie en los sórdidos, aunque traspasados de belleza, aguafuertes de la Nápoles posterior a la IIGm de una Ana María Ortese (el referencial y en su día polémico, sobre todo por motivos “internos” del mundo literario, El mar no baña Nápoles) y la prosa fragmentaria y poética para afrontar entramados históricos y sociales problemáticos de una Herta Muller, este primer contacto con el más intelectualmente atípico (su carácter autodidacta, sus experiencias como obrero de la construcción, conductor de vehículos humanitarios en el conflicto de los Balcanes hasta una exclusiva y apasionada dedicación a la narrativa para forjar una obra extensa y ampliamente reconocida en su país y el extranjero) y quizá brillante narrador italiano de su generación no decepciona en absoluta y lo convierte en de indefinida visita obligatoria. Lo más meritorio de este libro, más un conjunto de prosas poéticas con sutiles pero a la vez firmes hilos de costura que permiten simultáneamente un fluir espontáneo y la imposibilidad de rechazarlos como un caos incoherente y deslavazado,  es que, pese al marco doloroso en que se desarrolla (el propio barrio natal de Luca, el Montedidio de Nápoles marcado por la impronta de una guerra perdida que ha dejado debilidad psíquica y miseria material, las desigualdades sociales y el abuso sobre los más vulnerables y las propias circunstancias personales del protagonista-autor, un día a día marcado por la obligatoriedad del trabajo física (y la obligada madurez que conlleva) a edad temprana, la enfermedad y finalmente la orfandad con la muerte de la madre) no transmite en absoluto sensaciones trágicas y deprimentes sino, a la inversa, la dignidad con que las afronta el protagonista  (y uno no puede sino intuir que el propio Luca también) los convierte  en un erial cotidianamente traspasado de magia. Así, el trabajo y el consecuente abandono de los estudios no son un trauma sino entrega voluntaria, “claudiorodriguiana” no solo a su propio entorno sino a la vida y el mundo se ensancha a diario en la capacidad de encontrar el sentido en lo más mínimo y anecdótico (el boomerang que le regala su padre, que se convierte casi en una posibilidad de vuelo espiritual simétrico al que germina en el anterior de su buen amigo Rafaniello), el descubrimiento del amor y el erotismo con la joven vecina María (un personaje extraordinario, fuerte, resolutiva, que lleva la iniciativa en su temprano noviazgo y  ha convertido sus sentimientos y primeras prácticas sexuales con el protagonista en su acceso a la libertad y su rotunda autoafirmación como mujer y pobre orgullosa de serlo tras pasar por la humillación de la prostitución con el casero que amenazaba con su desahucio y el de sus padres), la contemplación de la solidez afectiva del matrimonio de sus padres y el íntimo placer de protección ante el mundo que le crea (y que persiste incluso en el desmoronamiento final) y sobre todo la sabiduría, precoz, totalmente intuitiva teniendo en cuenta su edad, de saber identificar y establecer lazos afectivos con las personas que permiten la preservación de la dignidad entre tanto desastre: el maestro de su taller, Errico, el portero Ciccio, su propio progenitor pero, muy especialmente, Rafaniello, el otro gran hallazgo de caracterización del libro, hombre de origen judío  que sabe que a la verdad humana solo se accede por la persistencia en la piedad tras la experimentación extrema del dolor y por ello arregla zapatos gratuitamente para los pobres tras trágicas experiencias personales durante la guerra y mantiene intacta, en la fabulación de sus viaje a Jerusalem y las metafóricas alas que le rebullen buscando libertad dentro de su joroba, la trascendencia que es conciencia interior pero cuyo reflejo salva el mundo a diario. Ni siquiera al final, entre momentos que podrían predisponer a la tentación a la tragedia que no os quiero contar aquí, el libro se resigna a ser melancolía previsible:  no solo deja en pie la esperanza sino, más importante todavía, atestigua que si el dolor se enquista en nuestras vidas a perpetuidad con no menos terquedad lo hacen sus posibilidades redentoras, con el único peaje de que se haya conservado algo de la inocencia que a todos se nos dio y nos apresuramos en malvender. 

PETER CAMERON: "Algún día este dolor te será útil"

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No cometeré el error de empezar equiparando esta novela a “El guardián del centeno” de Salinger, que bien se ha ganado ser el referente casi inevitable para comentar cualquier novela (y no solo americana) que aborde los traumas del tránsito de la adolescencia a la vida adulta: esta es igual o de buena, o mejor. James Sveck, es un chaval que acaba de terminar el instituto, tímido, incapaz no sólo del contacto sino de reconocerse su propia sexualidad,  casi sociápata pero, como tantas personas de su perfil, llenos de ansia de comunicación frustrada. A punto de empezar la “nueva vida” de la universidad, ha proyectado en un aspiración al ascetismo (retirarse a una zona rural de Estados Unidos para vivir solo y tener un trabajo modesto que le permita leer el mayor número de horas posible) su extrañamiento ante la amenaza del mundo institucionalizado (del que ya tiene una traumática experiencia en su participación en “El aula norteamericana”, uno de esos empalagosos certámenes para estudiantes brillantes para adocenar sus mentes y dejarlos listos para el matadero del sistema, del que no podrá sino huir literalmente hasta tener que ser buscado por la policía) y, sobre todo,  de una falta de asideros en un entorno afectivo en que solo el afecto de su abuela se le aparece como el único acceso a la autenticidad. Y en realidad poco más hay que pueda servirle: ni la vida sentimental de unos adultos cuya agobiante soledad les lleva a cometer errores o fabular idealismos irrisorios (el absurdo matrimonio de su madre divorciada con un ludópata, el desespero de John, el negro homosexual con el que trabaja en el museo de su madre, por encontrar pareja, al que, en uno de esos actos que delatan la desorientación y el absurdo vital, acabará haciéndole daño tras fingir una identidad suplantada en internet en la que parece repuntar su propia ansiedad por encontrar su identidad afectiva), el esnobismo que representan la galería de arte en que su madre le obliga a trabajar, un auténtico catálogo de despropósitos de ese arte moderno que necesita explicaciones simbólicas para ocultar su mediocridad (las grandes “obras maestras” que albergas son cubos de basura y esos irritantes engendros del “arte pobre”) o su hermana Gilian, envanecida tras su relación con un profesor universitario casado (y progresivamente irritante y mezquina en su comportamiento) y un padre yuppi y satisfecho de su condición de triunfador, que se hace operaciones de cirugía estética y compra zapatos caros a la vez que intenta dárselas de comprensivo y padre moderno y disimular inútilmente su indiferencia, o los placebos tramados por esa sociedad para huir de su absurdo (las sesiones con la psicóloga Adler, llenas de momentos cercanos al “diálogo de besugos” (pero también de intuiciones de no premeditada hondura por parte de James, al reflexionar sobre su soledad o los límites del lenguaje para expresarse) y en las que el autor probablemente toque techo al abordar el tema de la memoria del 11S en los neoyorquinos, denunciando valientemente su conversión en tópico necesariamente traumático (es para la psicóloga, pregunta obligatoria y clave a tener en cuenta para explicar su desnortamiento) y su conversión en pretexto para un victimismo complaciente que, claro está, siempre puede utilizarse para justificar las faltas éticas de la vida social y política. El final es quizá un tanto descafeinado e impide que la novela sea completamente redonda (le ponemos “solo” un 9) pero aquí no os lo revelo... . En cuanto a cuestiones formales, una novela totalmente yanqui en cuanto de bueno (mucho) puede tener el concepto: quizá poco “arty” en el uso de la lengua, de nulo o escaso lirismo, pero lleno de espontaneidad, talento para la ironía y esa sensación de estar desde la primera línea ante algo verdadero de las mejores páginas de Carver, Wolff o el citado Salinger. Le guste al autor o no, de cabeza al “aula norteamericana”. 

Pedro Antonio González Moreno: "Anaqueles sin dueño"

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Suscita este nuevo libro de Pedro A. González Moreno, nada más empezar a leerlo, una “pega” que en realidad será la última que podrá planteársele: se echa de menos, en la dedicatoria inicial, que no se especifique quiénes son Pedro José y Enrique Moreno y por qué es pertinente dedicarles estos poemas. Creo que en este libro, además de una dedicatoria, es necesaria una advertencia para “espantar” a dos tipos de lectores de potencial igualmente nocivo: el “sensacionalista” y el “culturalista” que busque el dato erudito sin prestarse al esfuerzo de ahondar en la realidad humana que lo ocasiona. Revelando quiénes son los citados se revela de entrada que esta no es lírica culturalista (que puede ser, por otra parte, tan digna como cualquier otra), que si el poeta ha elegido el tema del suicidio es porque se corresponde con su fondo vital más sangrante  y hondamente sentido y le servirá, ante todo, para profundizar en viejas obsesiones que han ido tomando forma en libros anteriores (la muerte, el paso del tiempo, el arraigo en la afectividad que intenta salvarlos y la poesía como posicionamiento ético y vital ante esa incertidumbre). En cuanto al contenido de la obra, digamos primero lo más importante: Anaqueles sin dueño es un tratado sobre la piedad lo que, si faltaran otros méritos, lo convertiría de entrada en un libro digno, sobre todo porque no se resigna a ser conciencia propia, delicadeza individual, sino que aspira a crecer en los otros y crear en el lector una necesidad de empatía. Esta llamada ininterrumpida a la conmiseración es el eje del libro y la clave que nos permite interpretar la gran cantidad de prismas desde que se afronta el hecho del suicidio: el que el acto “luctuoso” reciba una intensa poetización que lo salva de su sordidez (la muerte de Goytisolo en El salto es casi éxtasis o rapto místico: La perfección./Herir el aire,/trazar la línea exacta del regreso/abrazarse el abismo para saber si algo/continuará elevándose), que se apele a la comprensión del dolor íntimo del asesino de sí mismo (Pero París no mata, nunca mata/tampoco la estricnina. Sólo mata el desprecio/Y el dolor. Y el olvido), que el suicidio se justifique como un acto estético (De la turbia belleza), ético (destinado a salvaguardar a la vida de su tránsito a la indignidad, como ya nos instruyó Séneca, en El ruido de un sable o Sólo deriva) y hasta epistemológico (el deseo de saber, de ir “más allá” de las apariencias de la realidad que en Orillas del Ouse da una sugestiva vuelta de tuerca a un tema tan hecho lugar común como el suicidio de Virgina Woolf: ¿Cómo será la última mirada desde dentro/del agua? ¿Cómo el último/brillo, ya sin color, de la materia,/la levedad de un cuerpo que va hundiéndose), el que se eleve al suicida a la categoría de símbolo de la condición humana (Con nombre de erosión), el que, pese a dejarse arrastrar en ocasiones por el decadentismo o la fascinación del delirio y la enfermedad (Desde los terraplenes del insomnio, Calendario roto), se imponga cierta esperanza con la presentación de un mundo sensible hacia el que va a morir (los puentes  de París sobrecogidos por la desaparición de Celan)o que se reivindique el auténtico (aunque frágil) amor a la vida de estos poetas, mostrando las últimas oportunidades que son capaces de concederle a la existencia antes de arrancársela (Se ha asomado primero a la ventana/para ver si aún el mundo/sigue siéndole ajeno/y ha visto un turbio mapa de calles donde huele/a pólvora de despedidas, antes del  pistoletazo de  Larra) o que finalmente, se presente el sucidio como un acto tan “fácil” que parece casi exigido por la propia inercia del vivir (Una llama en el agua). Un poema excelente como Último amanecer, sobre Sylvia Plath, serviría de síntesis de todo lo anterior: la muerte en una mañana de sol como “antídoto” al tono lúgbre esperable, la directa implicación del autor (si es preciso nos ahorcaremos con la misma soga), el último acto de amor inútil del desayuno a los niños….sencillamente impresionante. Las muescas de pura  humanidad son tantas, y tan brillantemente defendidas, que la posible indolencia y cinismo del autor quedan sin cobijo posible y no tienen más remedio que firmar su rendición. Junto a lo comentado, el lector atento y mínimamente versado en la poesía del autor encontrará múltiples guiños a su mundo creativo, ya sea a nivel de ideas (la manifestación de la decepción ante un oficio poético que es pura ortopedia de la vida que no ha sabido reproducir, en Formas de la negación o La noche del visionario) o de simples imágenes (en la descripción del interior de Costafreda como un caserón desolado de Danza de fantasmas no podía faltar un desván(…)con su olor a baúles, con su danza de sombras/ y su lenta deriva/de cosas muertas…). En cuanto a técnicas compositivas, es necesario comentar estrategias tan hábiles como la creación de poemas a partir de versos suministrados por los autores que se retrata, con lo que se consigue, por lo menos, estas dos certeras dianas: la generosidad de permitir a los poetas participar de su propio epitafio y dotar al libro de una densa atmósfera dramática de “continuación” de la obra poética que decidieron abortar, cuyas fisuras va completando el autor con un poso de tristeza impotente. Y, al igual que en los poemas del breve Dodecaedro, son frecuentes los casos de “contagio”, el que la semblanza de un determinado poeta lleve implícita la asimilación de sus señas de identidad creativas (en Instrucciones para no perderse en un sueño, el versículo, los elementos irracionales y oníricos o la concepción del poeta como “visionario” se ajustan al retrato de un surrealista, los elementos de vanguardia lúdica pero traspasada de compromiso social al de Maiakovsky en La rosa  nueva). Consignar finalmente que, una vez más, la estructura del libro vuelve a ser la más sabia: antes de la sucesión de baldas y autores malogrados, el Prólogo ha introducido el sobrecogimiento que aguarda al lector con esa presentación de esa librería como un organismo “vivo” a costa del desgarro nunca salvable de quienes la pueblan, Estantería y Anaqueles sin dueño, que alguien podría rechazar como simple reiteración de lo que va exponerse, quedan justificados en la posición introductoria que ocupan (son anticipo, no repetición) y en la altura emocional de su imaginería (…están todos/los que bebieron sed y nunca se saciaron/los que bebieron frío y escupieron cal viva/los que alumbraron con alcohol las noches/baldías de su almohada (…)o los que prefirieron, sorbo a sorbo,/beberse el aire hasta sentir por dentro/el roce de la luz, su quemadura) y el Epílogo se hace depositario del hermanamiento emocional mostrado durante todo el libro con la decisión del poeta de enrraizarse en esos muertos pese a la hipotética perturbación que aporten a su vida, gesto que, sencillamente, los reintegra de nuevo entre los aún vivos: Al llegar cada tarde, cuando vuelvo del mundo/salen a recibirme con sus manos, aún tibias/que nunca se acostumbran a morirse del todo; y a veces me preguntan/cómo sigue la vida por la calle,/si la avena está alta o si germina/el último poema que dejaron escrito…Un último escalofrío para uno de los pocos libros auténticamente redondos (en contenido, forma y estructura) que nos ha regalado la última poesía española