Aunque sea algo tristemente habitual en el devenir de
nuestras letras, duele que especialmente esta, una de las mayores obras
maestras de la novela española de posguerra y de todo el siglo, atesore una de
las historias más elocuentes de la vergüenza del mundo editorial español:
ganadora del Nadal en 1960 y del premio
de la Crítica en 1961, desavenencias de Pinilla con la editorial Destino (una
disputa llena de actos miserables, como el que no se informara al autor de una
adaptación cinematográfica alemana que nunca llegó a ver y de la que no
recibió, claro está, ni un duro) mantuvieron el libro descatalogado durante
décadas, privándole su oportunidad de establecerse como clásico y lectura
influyente para los narradores posteriores y, peor aún, determinando un
silencio y una desaparición de Pinilla del mundo cultural y editorial del que
sólo se resarciría, tarde pero de forma deslumbrante, ya a comienzos del S.XXI
con la monumental trilogía Verdes valles, colinas rojas. Las ciegas
hormigas es una de esas obras esenciales que marca la evolución del
realismo social español hacia una nueva novela que, respetando su vocación de
denuncia (se incide aquí no sólo en las condiciones míseras de supervivencia de
las clases humildes rurales sino en su opresión por parte de organismos de
poder que refuerzan la preponderancia abusiva del mundo institucional y
económico), la conduce a metas de mayor ambición estética, aportándole un
componente experimental que evita su desgaste. Como en tantas obras de Pinilla,
el referente fundamental es Faulkner y más concretamente su clásico Mientras
agonizo: semejanzas formales (el uso del perspectivismo como técnica
narrativa, aunque dando preponderancia a la figura de Ismael como narrador
central y dejando a otro protagonista, Sabas Jáuregui, “sin voz”, un elemento
en el que Aramburu cifra lúcidamente quizá la única debilidad de la novela, no
demasiado importante a la luz de otros logros: la introducción de audacias
poéticas y filosóficas que serían legítimas en la voz autoral pero que encarnadas
en algunos personajes dan lugar a cierta falta de verosimilitud) y temáticas
(la presencia perturbadora de un cadáver que determina la actuación y la
interioridad de los personajes) así lo evidencian, aunque queda claro que el
vasco no es un imitador mimético; basta decir que casi ( para mí sin el casi)
supera a su modelo y que además lo personaliza evitando muchas audacias
formales (el hermetismo que imponen los cambios radicales de perspectiva, el
monólogo interior o el desorden o la yuxtaposición de secuencias temporales) a
favor de una concepción más clásica y realista del género novelístico. La clave
del libro radica en las diferentes maneras que tiene cada personaje de enfocar
y tratar de sobrevivir a unas condiciones extremas, tanto en lo material como
en lo emocional: Sabas Jáuregui, prototipo del “hombre del caserío”, conducido
a una total autismo emocional a causa de su aislamiento, se vuelca en una
ambición y una mitificación del trabajo y el deber que destruye los lazos
afectivos con los suyos (aun cuando, como señala Aramburu, su comportamiento no
será nunca despótico ni tiránico) a excepción de su hijo menor, Ismael, unidos
durante toda la obra por una oscura fascinación y sentimiento de adhesión
irracional; Cosme, el hijo mayor, que mantiene cierto grado de autonomía
gracias a su trabajo como obrero industrial, en una obsesión por su pequeño
mundo de ocio (concepto ofensivo para el padre) de sus aficiones como cazador y
su escopeta, a la que profesa una devoción casi erótica y uno de los elementos
con los que Pinilla realiza uno de sus deslumbrantes juegos de simbolismo
polisémico (la escopeta será, para la abuela, signo de vergüenza y egoísmo
cuando intente entregarla por su cuenta a Antón para no perder el carro de
carbón y para el propio Cosme de redención final cuando acceda a venderla para
pagar el entierro de su hermano), Fermín, oligofrénico torturado por su
inutilidad para la vida práctica y su condición de “diferente”, tras sentir por
única vez en su vida el respeto de los demás como ganador de una competición
deportiva vive, aislado en el desván por el sentimiento de impotencia de una
primera experiencia erótica frustrada (con su tía Berta, que intentó seducirlo
para utilizarlo por su ansiedad de ser madre); el tío Pedro elige el alcohol
como forma de evasión por su complejo de hombre estéril y carente de
virilidad y hasta la pequeña Nerea cifra
sus esperanzas de supervivencia emocional en la salvación (que degenera en
fracaso, como el resto de su familia) de unas crías de gatos en la que
demuestra alternativamente coraje y crueldad (el ahogamiento de la gata en el
pozo). Como en la novela de Faulkner, ese ensimismamiento dramático no puedo
sino traducirse en una profunda individualidad y en un concebir al otro como
medio para consumar los propios fines: la abuela, obsesionada por su frágil
supervivencia, insta al robo del carbón pese al peligro que la empresa comporta
para los suyos, Nerea delata la presencia de su hermano Bruno (huido del
servicio militar a causa de su obsesión por una mujer cuya infidelidad deberá
finalmente afrontar) para no poner en peligro
a sus gatos, entre otra infinidad de ejemplos que podrían aportarse. El
frágil equilibrio de los personajes se romperá una noche en que la noticia de
que un barco inglés cargado de carbón ha encallado en la costa suscite la
codicia de toda una comunidad sumida en la carencia de los medios materiales
más elementales. Entre la controversia de los suyos (el egoísmo de la abuela
frente a la protección maternal de Josefa, la madre), Sabas consigue implicar a
los varones de la familia ( el hecho detonante es que Fermín , ansioso por
conseguir el respeto de la figura paterna, acabe obedeciendo y arrastrando por
tanto a los demás en su subordinación) en una aventura que se consumará de
forma trágica cuando Fermín muera tras despeñarse por un barranco a causa de
las pésimas condiciones ambientales y un error humano de Pedro. Este hecho saca a la luz no sólo la tozudez
sino la profunda deshumanización de Sabas quien obliga a los suyos a concluir
el trabajo, ocultar el carbón extraído de la persecución de la policía y, como
en una versión de Antígona a lo vasco, a no enterrar el cuerpo del hijo para no
poner en evidencia sus actividades ilegales, hecho que (a excepción de Ismael y
la abuela, obsesionada con el carbón) va convirtiendo el desapego de su familia
en odio íntimo y desencadena otra trama, la de los intentos del inspector
García por descubrir el mineral robado, que Pinilla resuelve con solvencia de
aficionado y conocedor del género policíaco (las pistas sucesivas que va
encontrando el policía, como los sacos de carbón perdidos por Bruno en la casa
de Purita, a quien se lo había arrojado como signo de desprecio por su
infidelidad o por Pedro, cuando intentaba cambiarlo por alcohol en la taberna)
y gran intensidad, en los episodios de odio y agresión física de toda la
comunidad a la familia, a la que acusan de conchabarse con las fuerza de orden
público para delatarlos y salvaguardar su carbón. El camino hacia la debacle
final de las ambiciones de Sabas está magistralmente dosificado por parte del
autor: una primera “rebelión” de Josefa, cuya indignación por la muerte de su
hijo había adoptado extremos casi existenciales (su rechazo de Dios), delatando
la presencia del cadáver ante su confesor por sentimiento de culpa, que
anticipa la definitiva ante las autoridades de Pedro, ansioso de desahogar su
odio, lleno de envidia por la rotundidad viril de la que carece y su propio
remordimiento por su implicación en el accidente que ocasionó la muerte de
Fermín, un descalabro que no mina la inflexibilidad de Sabas, como se revela en
la escena final en que, contemplando un hormiguero junto a su hijo Ismael,
asume y alecciona a su hijo en su destino similar al de estos animales:
sostener una filosofía de sacrifico y esfuerzo entre una condición extrema de
vulnerabilidad. En conclusión, una novela absolutamente redonda y digna de
devoción mítica cuyo rescate por Tusquets supone quizá la más valiosa
reivindicación literaria de los últimos años, enriquecida además por un prólogo
donde Pinilla expone la problemática de la novela y un lúcido epílogo final
donde Aramburu describe impecablemente interioridades psíquicas de los
personajes, rasgos del estilo y la voz narradora y adhesiones (el citado y obligatorio
cotejo con Faulkner) literarias.
Esta trilogía, de la que esta novela es un pistoletazo de
salida inmejorable, no sólo es uno de los proyectos más ambiciosos de la
literatura del S.XX, sino un triunfo del esfuerzo y la humildad, un delicioso
acto de chulería de un autor que se sacude años de postergación mediática y
enfrentamiento con las editoriales para reivindicar su puesto entre los cuatro
o cinco mejores narradores de la época en lengua castellana. Durante años de
ostracismo en su caserío de Getxo, Pinilla fue dando forma a este su “Cien años
de soledad”, comparación admisible por entidad literaria y similitudes de
planteamiento (el recurso de las sagas familiares) aunque con menos presencia
(mínima, pero la hay) de ese componente mágico y ficticio integrado con el más
estricto realismo, puramente social y político en muchas páginas. Y no es el
mérito menor señalar que Pinilla consiguió la novela que los nacionalistas
furibundos de su tierra nunca quisieran leer, la que desvela implacablemente
que el integrismo vasco es, desde su más inmediato origen, no sólo fanático
sino conservador, clasista y enemigo del progreso en todas sus formas.
Los múltiples aciertos de este libro comienzan por su propio
título, una expresión que resume perfectamente ese País Vasco de finales del
S.XIX, escindido entre la persistencia atávica de una estructuración social jerárquica
ligada a la mitificación de la tierra y su amenaza de alteración por vía de las
nuevas realidades (movimiento obrero y todas sus consecuencias) del reciente
mundo tecnológico e industrial. Ese anacronismo que se ve progresivamente cercado
tiene su expresión casi simbólica en el personaje de Cristina Oiandia, la
marquesa, que repudia el progreso personificado en su propio esposo, el
industrial Camilo Baskardo y avanza progresivamente hacia posturas de
nacionalismo cerril e integrista, por supuesto basadas en Sabino Arana, que
oprimen igualmente a sus dos hijos, Martxel y Jaso, con los que desarrolla un
“vasquismo” demente que alterna entre lo ridículo (intentar reconstruir en
Getxo los caseríos originales y los linajes de ese pueblo vasco ancestral en
que se focaliza el componente místico que quieren ver en sus ideas, buscar a la
modelo de un cuadro cuya belleza consideran una personificación de la belleza
del alma vasca) y lo directamente miserable (el hecho de dinamitar la relación de
Fabi, la hija menor, con un ex militar de la guerra Cubana por el pecado
imperdonable de ser “maketo”, equivalente vasco del charnego catalán), hasta
que la revelación del espíritu clasista de la madre (cuando prohíbe la relación
de Martxel con la hija de los, entonces empobrecidos, Altubes) determine la
huida del uno y el encastillamiento en el odio del otro. Por detrás de estas
maniobras se encuentra un personaje que pasa directamente a la categoría de los
inolvidables de la literatura española: la innominada Ella (el repudio a tener
un nombre es su primer y sintomático acto de rebeldía), una criada de origen
desconocido que impresiona desde el principio por su frialdad (se deshace nada
más nacer del hijo del que estaba embarazada) y que socava la norma más
estricta de la comunidad, la que niega al “maketo” la posibilidad del poder y
el ascenso social y económico con una inteligencia y una capacidad de
manipulación que muchos consideran literalmente endiablada: desde la creación
del primer equipo de fútbol de Getxo a sus ataque a las dos principales
familias terratenientes del lugar, los Baskardo (consiguiendo engendrar un hijo
bastardo, Efrén, de Don Camilo y martirizando de por vida a la desquiciada
Cristina, sobre todo cuando se hace mudar junto a ella) y los Altube (ganándose
para su casa al más “freak” del clan: un clásico “gordo vasco” (como el mítico
Arteche…) al que, entre plato y plato de su talento culinario, consigue sacar
el dinero de la venta de las propiedades de la familia). A su lado, la no menos
enigmática Madia o Magda quien, tras ser utilizada inútilmente como un nuevo
peón para sus estrategias de ambición de Ella, cuyo parentesco con la misma
nunca llega a desvelarse, (el intento de
seducir al Altube mayor, Saturnino, indiano enriquecido que regresa a la
tierra natal), protagoniza un tímido
intento de rebelión intentando integrarse como una más del clan tras el
matrimonio con otro Altube, Roque, aunque finalmente el prejuicio clasista de
la familia le hace caer de nuevo en las garras de su dueña original y con ella
lo poco del patrimonio de los Altube que aún no poseía. El final de la novela
reserva el triunfo definitivo de Ella por medio de su hijo Efrén, el bastardo
del clan de los Baskardo, quien desde el principio muestra un talento digno de
su madre en la capacidad de medrar (negocios primerizos como una funeraria o
una excéntrica compañía de seguros con la que estafa a buena parte de la
población) y en cuyo enaltecimiento confluyen el simple azar (la posesión de un
barco de Jaso Baskardo por medio de Ángelo, hijo del indiano y empleado suyo, a
quien se lo había regalado por puro afán de hacer daño a su padre) y la
enemistad definitiva entre la familia Baskardo: tras años de odio y alejamiento
de la madre, el retorno de Martxel (huido a Ceilán durante años como peculiar
misionero) determina un nuevo recaída de este y su hermano a la tiranía
nacionalista de la madre y la decisión final de que Camilo (inducida por hechos
como el intento de asesinato de su propio hijo Jaso por impedirle que asesinara
a su hermano bastardo en uno de sus numerosos duelos) primero reconozca la
paternidad de Efrén y finalmente haga recaer toda su herencia en Cándido, su
nieto por la rama no legítima, hecho que no sólo mata literalmente a Cristina
(que, a su vez, había ya acometido la mayor transgresión posible dejando sus
propiedades en manos de Román, el “maketo” casado con su hija Fabi, todas sus
propiedades por el distanciamiento y la certeza de la inutilidad de sus propios
hijos) sino que se interpreta como el inicio de una nueva etapa histórica y
social, los “hombres del hierro”, que entierran la antigua civilización vasca
ligada a la mitificación de la tierra. Las evoluciones de Ella nos son contadas
en todo momento por dos narradores externos: el profesor Don Manuel y el joven
Asier Altube, entre los que media no sólo la diferencia de ideología que
corresponde a generaciones distintas sino la presencia traumática de una mujer,
la también maestra Mercedes, de la que ambos han estado enamorados. Y será el
maestro, desde su esencial humildad, el
único de todo Getxo en alcanzar una victoria, aunque sea meramente simbólica y
moral, sobre el entramado de manipulación de Ella y sus descendientes: salvar
en una cacería a un macho de llama (traídos al País Vasco por el indiano,
claro) y posteriormente a su híbrido descendiente (una peculiar mezcla de llama
y mulo) que obsesiona a Efrén por constituir el único momento de su existencia
(y de la de su madre) en que no se han cumplido puntualmente sus ansias de
éxito absoluto en todo. A lo que hay que
añadir la rebelión de Elisenda, hija menor de Efrén ya apellido Baskardo, quien
huye de la mansión familiar tras engendrar un hijo de un soldado desconocido de
la guerra civil, personajes todos ellos a desarrollar en las siguientes partes
de la trilogía.
El otro gran bloque narrativo de la obra es la génesis del
movimiento obrero vasco ligado al proletariado de los altos hornos o las
fábricas metalúrgicas, que el autor tiene el acierto de encarnar en una serie
de personajes que siguen sosteniendo el conflicto tradición-modernidad que hila
estas páginas: el enamoramiento de Roque Altube, un ser en principio naif e
inocente, con la activista revolucionaria Isidora, integrada en un mundo de
lucha obrera del que él se siente íntimamente hostil y extraño por su
consideración de su entorno rural como una Arcadia feliz al margen del tiempo
en el que se obceca en permanecer. Tan distintas querencias entre uno y otro
determinan el abandono de Roque nada más nacerle su primera hija, Teresa,
aunque siempre quedará en él un poso de culpa permanente que le llevará actos
llenos de poder simbólico, como su filiación a un sindicalismo tibio de línea
nacionalista y conservadora dirigido por Cristina durante sus años de mujer
empresaria o la escena en que obliga a un sacerdote a exhumar a un compañero de
lucha política de Isidora muerto y enterrado en la tierra “no sagrada” con que
se escarmentaba a los proscritos. Y a propósito del viaje de Don Manuel en
busca de Teresa, caída en la prostitución, se nos ofrece no sólo la evolución
del movimiento obrero con el paso de los años (el intento de persistir en la
ilusión de cambio pese a que la utopía se haya ido despedazando con la
incapacidad de vencer a los explotadores) sino una lúcida reflexión sobre cómo
el intento de desplazamiento del orden social y político burgués no supone
también, por desgracia, un derrumbamiento de su moral podrida: al igual que los
privilegiados a los que odian, también los obreros darán la espalda a Isidora
por ser madre soltera y determinarán que , a su muerte, su hija tenga que
hacerse prostituta ante la imposibilidad de integrarse como una más en la
comunidad. Sólo Manuel conseguirá, en parte, su regeneración personal y que
respete los ideales de su madre, aunque para Teresa, como para antes su padre
Roque Altube, su fidelidad sólo la merezca el amor (el casi patológico que
llega a sentir por su protector) y no ningún credo político.
Quizá la única grieta del libro, y es más un prejuicio
personal que otra cosa, esté en que cierto exceso de ambición narrativa lleve a
Pinilla a dotar a su libro del cierto “bronce épico” que se supone debe tener
todo relato de sagas, con ciertas historias sobre la civilización vasca
ancestral (algunos retroceden hasta la época anterior al establecimiento del
cristianismo, cuando aún persistían todo tipo de antiguas creencias paganas en
esta tierra) en cuyo pasado se anclan fanáticamente muchos de sus personajes.
Aunque en estos pasajes demuestre el autor una capacidad fabuladora inagotable (por
ejemplo, la historia de la rivalidad de dos antiguos vascos por una monumental
pieza de madera que aparece en el mar sobre la que sobrevuela un cierto halo
místico como supuesto altar mayor original de la catedral de San Pedro de Roma)
no dejan de resultar un alarde un tanto innecesario).
Tienen los excelentes cuentos de Ramiro Pinilla (una
producción por desgracia escasa en este género, sólo los relatos de estos dos
libros que aparecen ahora juntos, tras la recuperación de su figura para la
crítica y el público lector, en Tusquets, después de su humilde difusión
inicial en Luis Haranburu editor o su sello particular, Libropueblo) la doble
cualidad de fascinar a un hipotético primer lector suyo, como inmejorable
introducción a su mundo literario, sus personajes prototípicos y sus constantes
temáticas, y de encantar aún más al ya iniciado (y por tanto previamente
fascinado), que asiste a la forja progresiva del material narrativo que
desembocaría en uno de los monumentos literarios más imponentes del S.XX
español (y ahora por fin se está reconociendo así), la trilogía Verdes
valles, colinas rojas… amén de otras tantas novelas que es de esperar se
irán desgranando poco a poco sin que sea preciso la tarea de arqueología
literaria y mala conciencia a que da lugar la muerte de un autor menospreciado
en su momento.
Recuerda, oh, recuerda (1975) es un libro impecable,
tanto en la ejecución formal de los relatos como en su disposición estructural,
que pone en pie toda una historia mítica de la familia Baskardo, pieza clave
del Getxo convertido en una metáfora simultánea de su tierra de origen y del
total de la condición humana con ecos del Macando de García Márquez que tanto
influyó en él, que abarca desde lo más primitivo y ancestral ( el inicial
“Nombre”, que quizá resulta un tanto excesivo al remontar
su genealogía hasta los mismos tiempos de las cavernas y “El viaje”, que
con el motivo de la introducción de una religión pagana en una comunidad
primitiva ya muestra ese carácter peculiar de los Baskardo (concretamente los
que luego conoceremos como los Baskardo de Sugarkea) como un clan atávico,
reticente a integrarse en el tejido social y la evolución espontánea de los
tiempos, ligado fanáticamente a la
tradición y negador de toda idea de progreso) hasta su consumación apoteósica
en “El megatafio”, con el hijo de Efrén Baskardo, donde la familia alcanza la
cima de su poder económico y social, convertido prácticamente en ídolo pagano
tras suicidarse en una de sus fábricas y quedar su cadáver dentro de una
inmensa pieza de metal que se exhibirá públicamente. El relato titular
“Recuerda oh, recuerda” es la pieza central, la que ocupa prácticamente todo el
libro y será retomada casi por completo en el primer volumen de Verdes
valles, colinas rojas: el joven Manuel ,futuro profesor del pueblo, tras un
encuentro revelador con el macho del ganado de llamas salvajes que trae uno de
los Altube desde América, se posiciona junto a los indomables Baskardo de
Sugarkea (el ya nonagenario Kume y su
hijo Gain) para iniciar una cruzada por su salvación que va alcanzando
dimensiones épicas de enfrentamiento entre la naturaleza (entendida como una
fidelidad al instinto frente a la
artificiosidad del mundo moderno en que la violencia no es sino una manifestación
de inocencia) y la opresión del mundo civilizado integrado significativamente
por personajes de la Iglesia (el párroco Don Estanis) y la nueva burguesía
ambiciosa y capitalista (por supuesto Efrén, el nuevo gerifalte Baskardo nacido
de la ilegitimidad), pulso que se resolverá décadas después, cuando ya la
supremacía de los fuertes haya convertido la ligazón a la naturaleza en algo
poco menos que anecdótico, al conseguir el ya adulto Manuel la salvación del
último superviviente del ganado de animales, un extraño híbrido entre caballo y
llama con el que Efrén, aún resentido por la única traba en que el mundo ha
puesto a su soberbia, pretende desahogar su resentimiento. Aparecen ya
apuntados en estas páginas los personajes de Ella, la marquesa Oiandia, el
gordo Altube, Magda… “libro seminal” lo llamaron algunos críticos. Y siendo este un relato de tal calidad, puede
llegar a palidecer al lado de la inmensa joya que es “El pez”, que podría
servir casi de síntesis de toda la mejor inventiva de su autor: la matriarca
centenaria de un clan aristocrático enzarzado en luchas intestinas y envanecido
en la mitificación de su pasado (la Doña
Toda que también da nombre a una de las novelas de Pinilla)que desea tener
contacto con el mar antes de morir y hace que la traigan a su palacio una
inmensa ballena (ese motivo temático, tan del gusto del autor vasco, de los
hombres que se entregan a empresas totémicas que exigen una confrontación de su
energías con las fuerzas más salvajes y primitivas de la naturaleza, similar al
que había dado esencia a Las ciegas hormigas) y la óptica de los jóvenes
buscando su identidad en la transgresión de las jerarquías sociales y
económicas: el adolescente Sator Baskardo, capaz de abandonar su clan y su
comunidad guiado a la vez por la fascinación erótica por la “joven de piel
blanca”, bisnieta de Doña Toda y única posibilidad de perpetuar los genes
ancestrales y el ímpetu de la aventura y la propia joven, enamorada de un
“agote” (equivalente primitivo del posterior “maketo” como hombre menospreciado
por las jerarquías por sus orígenes humildes) con el que finalmente logra
fugarse tras engendrarle un hijo entre la conmovedora complicidad del propio
Sator (otro motivo típicamente “pinilleniano”: la perpetuación de un apellido
ilustre a través de una “bastardía” que supone simbólicamente el fin de una
época histórica… como representa el nacimiento del hijo de Camilo Baskardo y
Ella).
Primeras historias de la guerra interminable (1977)
puede quedarse un tanto minúsculo al lado del anterior pero tiene el innegable
interés de ofrecernos la peculiar mirada de Pinilla sobre el desarrollo y las
consecuencias brutales de la Guerra Civil, tema que también será parte
fundamental en las últimas partes de la citada “trilogía vasca” (justo los que
no te has leído…). Los relatos iniciales “Julio del 36” y “Una lección de
historia”, representativos del protagonismo que alcanza el autor la óptica
juvenil, imprescindible para desvelar el auténtico sentido de los
acontecimientos en cuanto tiene de inocente y desprejuiciada, se centran en la
antítesis entre los muchachos que se ven abocados a prestarse como carne para
matadero de la contienda aun previendo su final frente al drama, quizá no
menor, de los que se ven obligados a quedarse y sentir nostalgia por la acción
y la dinámica de los tiempos en que no participan por taras personales (es el
caso de, frente a su hermano Marcos, alistado como miliciano entre la
hostilidad o la adhesión de su familia (el “orgullo viril” del abuelo frente a
la redención materna, de Asier Altube, condenado a ser espectador pasivo por su
invalidez). El resto de los cuentos suele ubicarse cronológicamente ya en el
final de la guerra y denuncia valientemente la soberbia de los vencedores, su
cruel tarea de represión y demonización de los adversarios vencidos
aprovechando la sumisión de un pueblo intimidado por el ejercicio de la
brutalidad, perdedores que aún pueden alcanzar una mínima revancha aunque sea
“espiritual” (“Coro”, sobre la fascinación que suscitan entre las gentes un conjunto
de presos cantando en la iglesia al que las fuerzas vivas habían obligado a
humillar) o gracias al impulso vital de los típicos jóvenes levantiscos de
Pinilla (en “Cópula”,la hija de Efrén Baskardo, Elisenda, que conecta con esa
empatía por la naturaleza aún expresa en forma de brutalidad frente al mundo
convencional de los ancestros de la familia y acaba fugándose y teniendo un
hijo con el miliciano republicano que la había violado y después esperado
pacientemente su reencuentro entre la crueldad de los campos de concentración y
los trabajos forzados) pero que quedan habitualmente rendidos al sadismo de sus
vencedores (escalofriante “Euskera ez”, en el que la represión lingüística, por
medio de una anciana a la que se impide comunicarse con su hijo preso y
condenado a muerte en vasco, sabe apuntar a una inhumanidad plena hacia el
derrotado). Mucho más que un relato sobre la Guerra Civil es el formidable “La
Chipinita”, quizá el mejor del conjunto, donde el conflicto se antoja poco más
que el telón de fondo para el drama íntimo de la “solterona” ansiosa por afirmarse ante sí misma y ante el
pueblo por medio del amor, lo que le lleva a manipular y chantajear
emocionalmente a un soldado del bando “nacional” hasta obligarlo, sabedora de
que será pronto abandonada, a un suicidio destinado a teñir de una falsa aura
romántica la memoria de su desgraciada existencia (enterrada junto al “amado”
tras hacerlo perecer junto a ella forzando un accidente de automóvil).