Entre la desapasionada objetividad de un reportaje
periodístico y una prosa tanto o mejor quientaesenciada que la de grandes de la
narrativa contemporánea como Hemingway o Fitzgerald, que desprende un talento
innato para hilvanar la fluidez narrativa con la lentitud meditativa del
ensayo, transcurre este excelente retrato de una pandemia mitad clásica (no en
vano siguen siendo las ratas, como en aquella horrible Peste Negra del medievo,
el agente patógeno fundamental) y mitad contemporánea en su retrato de la
incomunicación y la impostada sensación de optimismo vital que transmiten el
progreso y la conciencia de modernidad. Camus se marca una panorámica magistral
de todas las sensaciones y estados de ánimo que pueden sucederse en una
comunidad humana acechada por un peligro
que le obliga a mirar de frente su fragilidad: las inflexiones del
terror y la esperanza, la tensión entre el egoísmo y la implicación solidaria
(encarnada en el joven Rambert, visitante ocasional por motivos de trabajo del
Orán, durante buena parte de la novela totalmente precintado al exterior, que
se niega a asumir como propia una suerte determinada por el puro azar hasta que
va comprendiendo el dolor como factor clave para la integración en una comunidad
humana), el fanatismo religioso que se va descomponiendo ante el triunfo de la
enfermedad y la muerte que vacían y relativizan cualquier intento de buscarle
un significado moral, el horror que elimina cualquier intento de evaisón o
distorsión fabuladora de su crueldad cebándose en los más débiles (para Camus,
y lo dijo reiteradamente en toda su obra, nunca pudo existir prueba más
irrefutable de la inexistencia de Dios que el sufrimiento de un niño) el amor o
el afecto como difusas formas de redención que parecen remitir a medida que la
desgracia va exigiendo una creciente insensibilidad como requisito de supervivencia.
Apuntalando tanta (y tan bien contada) hondura, el logrado
perfil psicológico de tres caracteres inolvidables: el médico Rieux, lo más
parecido a un filósofo estoico que ha fundamentado su sabiduría en la
experimentación del dolor y que de milagro consigue sostenerse en la
equidistancia entre una indiferencia aparente
y el desgarro que le circula íntimamente; el cronista francés Tarrou,
quien desde niño afronta su propio y
descarnado conflicto interior por ser hijo de un juez que emitía sentencias de
muerte hasta persuadirse que no es posible defender ideario ético alguno sin
incurrir en alguna forma de agresión al otro, certeza que lo va convirtiendo
progresivamente en un inmovilista, en alguien que solo puede registrar el
sufrimiento pero no afrontarlo y el ciudadano Cottard, que abre un ángulo
insólito acerca del conflicto central al representar al hombre asolado por la
culpa y cercano a su final físico y moral hasta el punto de que no puede sino
incidir (hasta el mismo centro de la locura, la que le hace acabar muriendo en
un tiroteo con las fuerzas del orden una vez remita la peste) en la euforia que
le provoca la sensación de sentirse perpetuamente a salvo que siempre
reconforta al que ha asumido voluntariamente el fracaso:
“Se apoya sobre la
idea, que no es tan tonta como parece, de que un hombre que es presa de una
gran enfermedad o de una profunda angustia queda por ello mismo a salvo de
todas las otras angustias o enfermedades. “Ha observado usted- me dice- que no
puede uno acumular enfermedades? Supongáse que tuviese una enfermedad grave o
incurable, un cáncer serio o una buena tuberculosis; no pescará usted nunca el
tifus o la peste: es imposible. Y la cosa llega más lejos. No habrá visto nunca
morir a un canceroso de un accidente de automóvil”.
¿Alguna pega? Bueno, no se hasta qué punto se debe dar
crédito a las críticas de “galocentrismo” (yo me niego: nunca aceptaré que un
hombre al que considero inteligente, más aún profundamente brillante, pueda
incurrir en ideas o comportamientos racistas) que recibió Camus al ambientar su
novela en una ciudad real, en una colonia francesa en el mundo árabe… y no
incluir ningún personaje relevante de esa cultura o religión. Supongo que,
simple y llanamente no quería arriesgarse a disertar sobre algo que en buena
medida desconocía… y esto por supuesto es otro detalle de distinción y
sabiduría que agradecerle.
En fin… leí por primera vez esta novela cuando tenía poco
más de veinte años y no me dijo absolutamente nada; de hecho, creo que no
llegué ni a la mitad. Confirmado una vez más: como poco, mis treinta primeros años
de vida han sido una absoluta pérdida de tiempo.