Sin duda una de las más agradables
sorpresas en la cosecha lírica del pasado año que, para mí, además de remitir a un
mito poético cuya fascinación sin embargo nunca me he atrevido a afrontar
líricamente (por culpa de Sánchez Robayna, ahora ya estoy “zarpas a la obra”)
tiene el valor añadido de suponer la rehabilitación en el interés por un autor
por el que nunca he sentido demasiado
pese a su merecida fama de excelente poeta: sin duda, se trata de mi
progresivo acercamiento, intelectual y afectivo, a los “hombres del silencio”.
Más allá de las filiaciones biográficas y subjetivas (el autor es natural de
Las Palmas), este cuaderno es un diario “nombeliano” (que bien merece mi amigo
que se le consagre un género) en el que el motivo central de la isla da pie a
un conjunto de fragmentos caleidoscópicos cuyas costuras ya se han anticipado
sabiamente en la cita inicial: Imaginé un
día algo semejante a un saber insular. Era un saber hecho no de contenidos
positivos, de datos o inferencias lógicas, sino de intuiciones, de
percepciones, de olores, de sabores, de epifanías. Un saber de los sentidos. No
era una sabiduría, sino una misteriosofía. En efecto, ya se ha apuntado lo
esencial: la isla suscita la reflexión abstracta e intelectual (La experiencia del límite- el límite que las
aguas representan- es consustancial a la experiencia de la isla. Todo está
circuido o cercado. De ahí una peculiar experiencia del espacio. ¿Cuál?. El
espacio como límite, el espacio como frontera) pero sobre todo la
imaginación, la celebración sensorial y a menudo intensamente carnal (la
isla-cuerpo), su imposición como entidad enigmática que se transmite por medio
de mitos que no conocía y que me han despertado una enorme fascinación (todo lo
relativo a la isla inexistente (o no) de San Borondón a la que, curiosamente, aludía
el Sr Chinarro en su último disco) y, principalmente, todo un diálogo con la
tradición (cultural, en sentido amplio, ya que muchas de las referencias no son
estrictamente literarias ni poéticas) en el que por medio de un símbolo de
índole universal se salta por encima de épocas y orientaciones estéticas para
fundirlas en el enganche de las imágenes esenciales que además, en este caso,
apuntan a la esencial heterodoxia del arte verdadero (la isla es anomalía,
excentricidad, apertura a lo exótico y aventurero) y a los cimientos de la
reflexión metapoética (la isla-palabra). Por lo que respecta a la breve
antología poética con la que Sánchez Robayna acompaña su cuaderno, regalo
infinitamente delicado con el lector de buena parte de los autores y obras citadas,
decir simplemente que bien se le podría quitar el calificativo de “insular”
para convertirse en simple y llana
antología: apunta lo mejor de los más grandes: Andrew Marvell y su delirio de
locus amonenus barroquizado (“Visión de las Islas Bermudas”), W.B Yeats
demostrando como se puede revitalizar y modernizar ciertos tópicos literarios
sin traicionar su esencia (el “beatus ille” de “La isla en el lago de
Innisfree”), la cualidad enigmática y el maridaje entre isla y drama
sentimental del excelente “Las islas” de
Hilda Doolittle, la filiación a un sensorialismo irracional en “El muro” de
Saint John Perse, la revelación de la esencia del aventurero en “Islas” de
Blaise Cendrars, una capacidad de imaginación
y creación de imagen que (ahora sí) puede emocionar en Breton (“Me han
dicho que son negras las playas”), un curioso híbrido entre orientalismo
exótico y cierto todo moderno de protesta civil en “Domingo en la isla de
Elefanta” de Octavio Paz y un epigrama de cualidad atmosférica estremecedora
(“Esto es Sicilia”) de un autor al que hay que conocer pero ya: Adam
Zagajewski. Pero por encima de todos, “Las islas” y Cernuda: vale por sí mismo
para evidenciar como llegó al hueso de la poesía de Kavafis y la hizo más
grande si cabe: un tono narrativo como lírica esencializada y en sordina, la
experiencia sensorial y erótica, la orla de trascendencia que el sexo da al
canto elegíaco y alguno de esos versos, que en efecto, son isla: ¿No es el recuerdo la impotencia del deseo?.
Además, esta breve selección me permite apuntar el nombre de algunos poetas
prácticamente desconocidos para mí que conviene investigar: Alonso de Quesada,
plástico, intenso y sugerente en Tierras
de Gran Canaria, Pedro García Cabrera con un logrado maridaje entre lo
insular y lo utópico en Un día habrá una
isla o Bartomeú Rosselló Porcel en su superposición del anhelo del sueño y
el ideal en A Mallorca, durante la Guerra
Civil. Un libro en realidad inagotable (cómo lamento no habérmelo comprado,
por una vez la biblioteca pública de Cuenca, que tan pocas alegrías me da, me
da una que realmente no quería) que me regaló, él solito, un fin de semana de
felicidad intensa hasta extremos de culpabilidad.
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