En “Libro de las cartas”, y más concretamente en su parte
central (y yo diría también esencial, “Cuaderno de las cartas de Ayala”) no sé
si se trata de un efecto buscado a propósito o no pero se encuentra un
equilibrio entre la tradición del “cancionere” petrarquista clásico (el acuñado
por Dante, el propio Petrarca (o mejor habría que decir antes por Propercio y
los elegíacos…) y después asimilado con tal calidad que no cabía hablar de imitación
en Garcilaso y Lope, un poeta carca para bien cuando él quería) y sus
relecturas en la modernidad, llenas de la nueva savia del registro coloquial,
las referencias a la cotidianidad (que en realidad ya contemplaba el modelo
original italiano, con su tendencia a comentar las “minucias” en la convivencia
de los enamorados) y hasta la ironía (no hay en “Libro de las cartas” tanta
intención lúdica, ni sarcasmo…el desgarro impone crudamente sus leyes) de, por
ejemplo, (y se me ocurre por ser un libro nunca lo suficientemente leído ni
reivindicado, me temo) “Jacinta la pelirroja” de José Moreno Villa. Tiene este
libro de la citada tradición petrarquesca el “vario stillo” (heterogeneidad
aplicable tanto a tonos como a formas e incluso métrica, por la presencia del
soneto) y sobre todo la sensación de terca fidelidad a un mismo amor que en
este caso resulta conmovedora por ser una vivencia siempre frágil, al borde su
desaparición, en que el acecho del final contamina cualquier momento de
previsible plenitud; de hecho, podría casi resumirse el libro como un
inventario de formas de autosugestión, de propio convencimiento del autor sobre
la inminencia del fin para protegerse (y ya se intuye que de forma totalmente
inútil) de una separación que será temprana y rotunda, como parece corroborar
el tono de súplica de la última carta. No hay, en cambio, “arrepentimiento”
como en el “soneto prólogo” de los clásicos: la aridez emocional sufrida
durante el mismo hacerse de la pasión lo convertiría en un elemento retórico. Finalmente,
hay que consignar que, pese a la primera tentación de considerarlos añadidos al
núcleo central, hay “vida” en las periferias de este libro: nada de lo dicho
podría entenderse sin la “Canción para cuando llegue el desgaste” (un poema
magnífico en sí mismo, al margen de su condición de precursor del tono del
resto de los poemas) con su rabiosa apelación a la felicidad grabada en la
memoria o la simple conmiseración ante la primera intuición del desastre y
“Nueve canciones para Karen” (una cita inicial de Rosalía de Castro y
concretamente de “En las orillas del Sar”… ) supone un sorprendente giro final,
no sólo por su visión más eufórica de la visión amorosa, sino por razones
puramente formales, por la sabiduría que demuestran en la asimilación de los
modelos métricos y rítmicos tanto de la poesía popular como de sus relecturas
contemporáneas. Esto no es un elogio gratuito: versos como pues eres de mi boca/como yo de tu hechizo,/como tú de mi falda/como yo
de tu espino o Frágiles telas,/¡que
tus manos las salten¡/¡Que busquen en mis centros/el contacto del aire,/tu piel
contra mi piel/rodeados de nadie me parecen directamente sacados del
“Cancionero y romancero de ausencias” de Miguel Hernández.
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