Rotundamente lo afirmo: este
libro no sólo me gusta, sino que me resulta inverosímil pensar en algún lector
que lo pudiera recibir con hostilidad o siquiera con indiferencia, si atendemos
tan sólo al detalle de que está construido a base de paradojas, que sabe pulsar
como pocos ese placer malsano de nuestra condición antitética, que constituye
quizá la única de nuestras miserias que nos resistimos a aceptar como tal y que
estamos dispuestos no solo a no rechazar sino a alimentar decididamente. Antes de
intentar analizar las referidas al sentimiento amoroso o al propio símbolo
poético de la noche, que sustentan no solo la calidad del libro sino su
evidente originalidad respecto a los modelos de la literatura previa que
resultan más obvios para el lector,
habría que constatar las que conciernen a su propia construcción formal o la referencialidad
cultural que maneja. Un ejemplo claro: las continuas alusiones a la música que
puntean todo el itinerario noctámbulo de estos versos (Brezmes sabe que la noche
es música, y que tanto da que sea un blues arrabalero de motel de
carretera como la armonía divina de las
esferas que aseguraba escuchar Fray Luis). Tom Waits, Nick Cave, Patti Smith o
Amy Winehouse evocan al instante sentimientos turbios, gargantas aguardentosas,
querencias por la visceralidad y el regodeo en el drama existencial de los
desclasados, pero, sin renunciar a ese poso de “dirty realism”, parece claro
que la estética, aun involuntariamente lograda, del libro, es “pop”, en rasgos
como el gusto por la concisión, la esencialidad del lenguaje, el rechazo de la
aparatosidad retórica y, en general, la habilidad de sugerir una evidente
hondura a través de la ironía y una carencia de ambición que regala un
encantador aire de inconsciencia a sus mejores logros, epatando, en efecto, al
pop minimalista o naif de grupos como Young Marble Giants o la brillante huella
autóctona del llamado “sonido Donosti” (un poema como “Maneras de perder el
tiempo”, parece una canción de Le Mans: un listado de trivialidades de la
cotidianidad que, súbitamente, se desdice, se hace perturbador al revelar el
subtexto de desencanto que oculta).
Y por lo que se refiere a la noche, basta decir que esa imagen (que se nos antoja tan previsible, tan extenuada ya), sustenta por sí sola una de una de las mayores cualidades del poemario: el saber afirmarse en la encrucijada entre el peso de la tradición y la reinvención subjetiva de la misma. Estos versos profundizan en la filosofía romántica de la superioridad jerárquica de lo nocturno sobre la insustancialidad de la vida diurna, que quizá sigue teniendo en el “Canto a la noche II” de Novalis su manifiesto más elocuente y emocionante: frente a la evidencia de la mediocridad y el desencanto que acechan con la llegada del sol, la noche, por más que conserve sus connotaciones tópicas de ámbito tétrico, de infierno privado donde se extingue el amor y el deseo puede revelarse como agresión (“No leíste los cuentos”, “Tres deseos”) confirma su preeminencia en ser el reino de la posibilidad, de la fabulación hipotética de otra vida en condiciones de dignidad y libertad que la convierte en más paradójicamente real que lo propiamente vivo (“Lo real es aquí”, se sentencia en “Perdidos”). Entre los “dones” que apuntalan su sublimidad esencial, podemos citar su propia naturaleza de espacio de duermevela, de densa irrealidad en que las muescas del dolor se diluyen (“Para leer con blues de fondo”), el ser una coartada para lo erótico, deslizado con una humildad que apenas si se atreve a palpar con timidez la salvación en el deseo (“Amor y mitología”) y que resulta coherente con la lucidez sobre su cualidad fantasmagórica (“Lo que pasa”) o su provisionalidad (“La luna y el lago”) que se ha alumbrado, una revancha íntima contra la opresión burocrática o institucional (“Baja productividad”) o la simple discreción amiga a la que confiar ese pudor (o tal vez deberíamos decir vergüenza) que impone reconocer que no se es feliz (“El crimen”). Pero, con todo, la clave de la singularidad del libro no radica en esta reformulación de la aristocracia de espíritu de la noche, sino en un matiz que el que aquí escribe no recuerda haber leído, o al menos desarrollado.de manera tan explícita y rica en matices, ni el citado Novalis, ni en Villaurrutia, ni en San Juan de la Cruz ni en cualquier otro maestro del arte del “nocturno”: que la noche resulte tan manifiestamente atractiva respecto a la vida que persiste tras su extinción, no puede invitarnos a una enajenación en sus paraísos o una evasión que quisiéramos extender a perpetuidad, sus virtudes exigen (por más que sea inevitable la pataleta de resistencia que expresan textos como “La vida otra vez”) el requisito imprescindible de un retorno a la realidad en que habrá de verificarse la solidez de sus estrategias de consuelo; idea que se reitera en varios momentos del libro (“La pregunta”, “Los otros”), y especialmente en su tercera sección, “La vida otra vez” y que revela además que su título no sólo resulta válido en lo estético, sino técnicamente preciso, en cuanto que la noche no nos proporciona una “segunda piel”, un tiempo alternativo que superponer al que nos aboca a la humillación, sino tan sólo unos “tatuajes”, unas marcas que nos permiten transitar la autenticidad vital y regresar a la existencia mejor pertrechados para afrontar el pulso al desencanto en que se nos ha enquistado. Esta es la mayor y más emocionante paradoja de estos versos, una afirmación, hecha de mala gana pero no por ello menos firme, de la vida, a partir de la imagen tópica de su negación (la propia noche, claro) que resulta más conmovedora después de que se haya apuntado una lucidez sobre el regreso que supone afrontar el vértigo que impone la constatación de la irrealidad de toda esperanza (“Schezerade”). También lo sentimental aparece teñido de esta ambigüedad inquietante: el amor es ante todo perturbación, dolor consumado que obliga al autor a jugar a menospreciarlo o reducirlo a sus símbolos vencidos (“El amor”), relativizar su fracaso en la ironía o en una ficción en que el idealismo se ha contaminado de afán de venganza (“La cita”) o incluso fabular con su irrealidad redentora (“Ficciones”) pero a la vez persiste la conciencia de haber triunfado, que incita tanto a exhibirlo orgullosamente como una victoria de la resistencia ante el fracaso (“El secreto”) como a preservarlo como una confidencia íntima a causa de la conciencia de su fragilidad (“Nocturnidad y alevosía”).
¿”Grietas” en este libro? Sí, pero más debidas a lo que calla que a lo que afirma, al peso abrumador de cuanto se echa de menos en él : un mayor desarrollo de líneas poéticas sólo sutilmente apuntadas, como el uso del culturalismo con un valor paródico (muy pertinente, a este respecto, que el autor del prólogo sea precisamente Luis Alberto de Cuenca), capaz de hilvanar alegorías domésticas sobre el desamor o la incomunicación (“Vidas paralelas”, “Penélope”), el tema de la “alteridad” como una distancia para plantear conflictos personales que apuntan no tanto al cansancio de existir como al fastidio de autoconvencerse de que es un acto significativo además de inevitable (“Mi vida”)o una metapoesía a lo Pizarnik, sobre la palabra y su potencialidad para hacer cundir cuanto enuncia, pero sin su propensión dramática (para la argentina, decir “pan” o “agua” nos condenaban irremediablemente al hambre y la sed), creando un debate desprejuiciado sobre el tema (“Salvo ese nombre”), en el que, sin embargo, se sugiere la sospecha de una inanidad de todo acto lingüístico (“El cómplice”) que determina fatalmente que la pose y los gestos sean la única herencia corroborable de la literatura (“Los últimos días del poeta”). El sutil tratamiento de lo onírico en este sorprendente poemario puede inicialmente llamarnos a engaño, pero ojo, no hay aquí sueños visuales, sino la presencia constante y soterrada de ese mundo de lo inaprehensible “donde todo es posible, hasta nosotros mismos”, por más que la ironía que trufa muchos de los poemas logre poner distancia del drama: las cosas importantes suceden allí, ene se territorio del que regersamos al despertar, para reencontrarnos con esta vida gris en donde el recuerdo es la única herramienta eficaz contra el desconsuelo de lo perdido. “No se achique usted tanto, señor Rodríguez, agrada la modestia, pero no el propio menosprecio”, decía el profesor Mairena-Machado para reprender a un alumno que profesaba la humildad con frenesí patológico,….. sí, el Sr. Brezmes también se nos ha achicado hasta el límite del agravio, como si de un Robert Walser redivivo se tratara,..., pero aquí hay un gran libro, uno de esos a los que se puede perdonar el que se haya recortado él solo el vuelo, porque transparenta una heterodoxia de imaginación, de lúcida singularidad y rotundo oficio, en que la buena literatura por venir ya no puede ser sólo promesa sino profecía autocumplida."
Y por lo que se refiere a la noche, basta decir que esa imagen (que se nos antoja tan previsible, tan extenuada ya), sustenta por sí sola una de una de las mayores cualidades del poemario: el saber afirmarse en la encrucijada entre el peso de la tradición y la reinvención subjetiva de la misma. Estos versos profundizan en la filosofía romántica de la superioridad jerárquica de lo nocturno sobre la insustancialidad de la vida diurna, que quizá sigue teniendo en el “Canto a la noche II” de Novalis su manifiesto más elocuente y emocionante: frente a la evidencia de la mediocridad y el desencanto que acechan con la llegada del sol, la noche, por más que conserve sus connotaciones tópicas de ámbito tétrico, de infierno privado donde se extingue el amor y el deseo puede revelarse como agresión (“No leíste los cuentos”, “Tres deseos”) confirma su preeminencia en ser el reino de la posibilidad, de la fabulación hipotética de otra vida en condiciones de dignidad y libertad que la convierte en más paradójicamente real que lo propiamente vivo (“Lo real es aquí”, se sentencia en “Perdidos”). Entre los “dones” que apuntalan su sublimidad esencial, podemos citar su propia naturaleza de espacio de duermevela, de densa irrealidad en que las muescas del dolor se diluyen (“Para leer con blues de fondo”), el ser una coartada para lo erótico, deslizado con una humildad que apenas si se atreve a palpar con timidez la salvación en el deseo (“Amor y mitología”) y que resulta coherente con la lucidez sobre su cualidad fantasmagórica (“Lo que pasa”) o su provisionalidad (“La luna y el lago”) que se ha alumbrado, una revancha íntima contra la opresión burocrática o institucional (“Baja productividad”) o la simple discreción amiga a la que confiar ese pudor (o tal vez deberíamos decir vergüenza) que impone reconocer que no se es feliz (“El crimen”). Pero, con todo, la clave de la singularidad del libro no radica en esta reformulación de la aristocracia de espíritu de la noche, sino en un matiz que el que aquí escribe no recuerda haber leído, o al menos desarrollado.de manera tan explícita y rica en matices, ni el citado Novalis, ni en Villaurrutia, ni en San Juan de la Cruz ni en cualquier otro maestro del arte del “nocturno”: que la noche resulte tan manifiestamente atractiva respecto a la vida que persiste tras su extinción, no puede invitarnos a una enajenación en sus paraísos o una evasión que quisiéramos extender a perpetuidad, sus virtudes exigen (por más que sea inevitable la pataleta de resistencia que expresan textos como “La vida otra vez”) el requisito imprescindible de un retorno a la realidad en que habrá de verificarse la solidez de sus estrategias de consuelo; idea que se reitera en varios momentos del libro (“La pregunta”, “Los otros”), y especialmente en su tercera sección, “La vida otra vez” y que revela además que su título no sólo resulta válido en lo estético, sino técnicamente preciso, en cuanto que la noche no nos proporciona una “segunda piel”, un tiempo alternativo que superponer al que nos aboca a la humillación, sino tan sólo unos “tatuajes”, unas marcas que nos permiten transitar la autenticidad vital y regresar a la existencia mejor pertrechados para afrontar el pulso al desencanto en que se nos ha enquistado. Esta es la mayor y más emocionante paradoja de estos versos, una afirmación, hecha de mala gana pero no por ello menos firme, de la vida, a partir de la imagen tópica de su negación (la propia noche, claro) que resulta más conmovedora después de que se haya apuntado una lucidez sobre el regreso que supone afrontar el vértigo que impone la constatación de la irrealidad de toda esperanza (“Schezerade”). También lo sentimental aparece teñido de esta ambigüedad inquietante: el amor es ante todo perturbación, dolor consumado que obliga al autor a jugar a menospreciarlo o reducirlo a sus símbolos vencidos (“El amor”), relativizar su fracaso en la ironía o en una ficción en que el idealismo se ha contaminado de afán de venganza (“La cita”) o incluso fabular con su irrealidad redentora (“Ficciones”) pero a la vez persiste la conciencia de haber triunfado, que incita tanto a exhibirlo orgullosamente como una victoria de la resistencia ante el fracaso (“El secreto”) como a preservarlo como una confidencia íntima a causa de la conciencia de su fragilidad (“Nocturnidad y alevosía”).
¿”Grietas” en este libro? Sí, pero más debidas a lo que calla que a lo que afirma, al peso abrumador de cuanto se echa de menos en él : un mayor desarrollo de líneas poéticas sólo sutilmente apuntadas, como el uso del culturalismo con un valor paródico (muy pertinente, a este respecto, que el autor del prólogo sea precisamente Luis Alberto de Cuenca), capaz de hilvanar alegorías domésticas sobre el desamor o la incomunicación (“Vidas paralelas”, “Penélope”), el tema de la “alteridad” como una distancia para plantear conflictos personales que apuntan no tanto al cansancio de existir como al fastidio de autoconvencerse de que es un acto significativo además de inevitable (“Mi vida”)o una metapoesía a lo Pizarnik, sobre la palabra y su potencialidad para hacer cundir cuanto enuncia, pero sin su propensión dramática (para la argentina, decir “pan” o “agua” nos condenaban irremediablemente al hambre y la sed), creando un debate desprejuiciado sobre el tema (“Salvo ese nombre”), en el que, sin embargo, se sugiere la sospecha de una inanidad de todo acto lingüístico (“El cómplice”) que determina fatalmente que la pose y los gestos sean la única herencia corroborable de la literatura (“Los últimos días del poeta”). El sutil tratamiento de lo onírico en este sorprendente poemario puede inicialmente llamarnos a engaño, pero ojo, no hay aquí sueños visuales, sino la presencia constante y soterrada de ese mundo de lo inaprehensible “donde todo es posible, hasta nosotros mismos”, por más que la ironía que trufa muchos de los poemas logre poner distancia del drama: las cosas importantes suceden allí, ene se territorio del que regersamos al despertar, para reencontrarnos con esta vida gris en donde el recuerdo es la única herramienta eficaz contra el desconsuelo de lo perdido. “No se achique usted tanto, señor Rodríguez, agrada la modestia, pero no el propio menosprecio”, decía el profesor Mairena-Machado para reprender a un alumno que profesaba la humildad con frenesí patológico,….. sí, el Sr. Brezmes también se nos ha achicado hasta el límite del agravio, como si de un Robert Walser redivivo se tratara,..., pero aquí hay un gran libro, uno de esos a los que se puede perdonar el que se haya recortado él solo el vuelo, porque transparenta una heterodoxia de imaginación, de lúcida singularidad y rotundo oficio, en que la buena literatura por venir ya no puede ser sólo promesa sino profecía autocumplida."
(La presente reseña no hubiese sido posible sin la colaboración del autor del poemario, Alfonso Brezmes, que aportó precisiones y comentarios que permiten ahondar en sus costuras más íntimas. Gracias a él y al afecto que convierte la crítica en el género dialogal que nunca debería dejar de ser).