Un título como “Hablo contigo” expresa, obviamente, una
voluntad firme de supremacía de la comunicación sobre ese peligro de la
reflexión solipsista que por definición siempre está bordeando el género
poético. Pero ese “tú” al que se apela, indistintamente de que sea el lector o
la persona amada que ejerce de eje cohesionador de un libro que se dispersa
voluntariamente hacia los motivos esenciales de la fabulación lírica, no debe
llevarse a engaños: voluntad de diálogo no se traducen en “facilidad”, en la
transmisión inocua de una visión del mundo de
en que el receptor puede prescindir de cualquier agudeza de observación
o tensión intelectual que se le imponga como un esfuerzo. La palabra de
Cubelos, aunque regida por un sólido
principio de “pureza” que le permite servirse casi exclusivamente de términos
“nucleares”, rehúye el coloquialismo, la incurrencia en lo anecdótico, es
exigente aunque nunca caiga en la complacencia hermética de tantos compañeros
de oficio, requiere ese llamado “lector de segundo grado” que a la vez que
recibe, recrea, ensambla ese círculo perfecto al que aludían los críticos de la
Estilística en que el texto regresa a su primera literalidad tras un tránsito
por el circuito racional y emotivo de su destinatario en que queda sometido a
una “tergiversación” que es la condición
necesaria para una lectura definitiva más plena y rica.
Entrando ya en su misma entraña, creo que la idea central de
estos versos no es sino el amor, visto en su condición de materia humana
primitiva, y que por tanto queda
enlazado con la pulsión instintiva hacia lo telúrico y los elementos esenciales
de la naturaleza (aire, fuego, agua) cuya esencia intenta el poeta desvelar al
mismo tiempo que la del amor, desde la euforia contenida, equilibrada pero no
por ello contada con menos convicción hímnica,
de quien sabe que se le ha concedido a la vez un goce y un enigma en el
que hacer aventura sus días. La palabra parece la única herramienta que podría
revelarse eficaz para esa ejercicio de desentrañamiento de la realidad (no en
vano en un poema se la llama “munición” se la equipara a la bala que por medio
del acto de agresión hace que la existencia de la víctima se integre en la de
su verdugo) se afronta con una actitud
paradójica entre la sensación de vértigo del temor de hallarla opaca, tan
incapaz de absorber el tuétano mismo de lo vivo como de comunicarlo, un simple
código para la transcripción de
fantasmagorías (Mientras escribo algo
mientras escribo nada en realidad) o, a la inversa, encontrarla tan
pletórica de materia sugestiva que podría intimidar la vulnerabilidad de
quienes se atreven a poner a prueba su potencialidad reveladora. Por eso ante
ella se manifiesta una sensatez preventiva que al instante se desdice en un
ejercicio de afirmación y audacia( Si se
rompieran toda su transparencia/acabaría por matarnos/Ahora, pronunciálas)
Por medio del lenguaje, el autor quiere conocer, pero no que ese saber se
convierta en una parálisis, en un regodeo estático en cada uno de los
deslumbramientos, sino que sean un estímulo vitalista visto desde la humildad
que le sugiere que el único triunfo posible de un hombre es seguir caminando (Entonces/ caminamos desnudos/ somos o
estamos, respirando/cuanta saliva regresa./Uno permanece/Pero también vive). Finalmente, y a medida que avanza el poemario, el
conflicto parece decantarse hacia la euforia, se establece una comunión gozosa
entre la vida y el signo que se ha
trazado para tantear en su misma entraña, escribir, observar y estar en la
naturaleza componen el mismo rito
iniciático, aquel en que el hombre ha acabado
de perfilar los contornos de su identidad y ha entrado en contacto íntimo con
el sustrato de su primera inocencia, tal y como afirman los versos de
“Acuérdate:
Observa
este aire limpio,
el
sendero del agua
que
dura
entre
los charcos; mira
este
suelo brillante donde pisas.
Como
si la calle
se
asomara a tus ojos, apenas
por
primera vez.
Acuérdate
de esto; ese mar
de
tu infancia,
los
ríos de juventud,
tienen el
mismo origen:
Incluso
las realidades naturales más ajenas a nosotros, como las nubes, tan a menudo percibidas poéticamente como
deidades cuyo hábitat conforma toda esa trascendencia que nos ha sido negada,
parecen querer romper el límite de su aislamiento celeste y trocar lo sublime
por la confidencialidad con lo frágil que es acercarse a nosotros:
Palabras
de algodón de azúcar,
esponjosas,
de tormenta o de nieve.
Palabras
escogidas, livianas:
nos
miran
desde
su propia altura,
que
piden
conjugarse
en plural.
(“Nubes”)
Con o sin palabras, su misma agudeza
observadora le proporciona una amplia trama, marcada por ese sentido de la
esencialidad que preside todo su oficio poético, simbólica para ir marcando
hitos en el trayecto cognitivo de su descubrimiento: como los pájaros, iguales a
nosotros al ser una muesca frágil
sobre el tiempo, inconscientes de las mismas pulsiones que determinar su
existir y maltratados por un azar en que fluye un devenir que apenas sí deja
desvelar su mecánica, el ser una forma de belleza tan débil que convierte el
deseo mismo de su posesión en
violencia (los versos finales de uno de
sus poemas, ¿Por qué tuvo que morir en
sus manos? nos remiten a aquel Luis Pimentel que, sintiendo la agonía de un
pájaro entre sus dedos no pudo sino un preguntarse un Señor, ¿por qué en nuestras manos palpita el crimen), una
existencia efímera y sin embargo lo bastante sólida como para dejar a su paso
alguna huella fiable de una trascendencia que puede y debe ser ontológicamente
superior a las vidas particulares que la alientan pero que nuestra ceguera
perceptiva parece amenazar a un silencio en que se relativiza su misma
existencia:
Solo
un rastro de nidos, en rutas migratorias,
dan
testimonio o fe de nuestro paso.
Nadie
los verá jamás.
Tanta lucidez es inseparable de una percepción general de la
naturaleza, similar a la que actúa como subtexto en otros poetas contemporáneos
(y, por cierto, miembros también de esta común camada tigresca) como Miguel
Ángel Curiel y que podríamos definir como una “dimisión de las atribuciones
falsas que se asigna a sí misma la racionalidad. Antonio Cubelos es otro poeta
plenamente persuadido de que, frente al resto de criaturas del mundo, la posesión de la inteligencia no lo legitima
para ser parte directriz de la naturaleza y moldearla a la satisfacción de
algún instinto de dominación y poder, sino que, a la inversa, cree en una
inversión jerárquica en que acepta
dejarse aleccionar para que le sean sugeridas las huellas de una progresiva
definición personal. Y en definitiva, parece que el objetivo último y legítimo
de la existencia, y de tal idea sobre todo el poema “A media altura” constituye
un manifiesto inmejorable, es que hombre
y naturaleza se fundan en una materia cuyos límites particulares se hayan
difuminado, un mantillo de origen en que se encarne esa aspiración suya a la
esencialidad más absoluta:
Las
huellas
que
te cruzan, ojalá,
ojalá
que
dibujen un árbol:
para
tenderte
a
la sombra
desnudo
como un pájaro
en la
tierra.
(“Estar
herido”)
El autor está firmemente
persuadido a prescindir de su identidad para ser parte de ese magma primigenio
que integra la desnudez de todas las cosas que ama, a establecer un pacto de
conciliación con lo natural en que ni siquiera estará dispuesto a precisar
distinciones jerárquicas entre lo vivo y lo inerte (muy significativamente, una
piedra también le sirve como alegoría de sí mismo, siente también con ella una
armonía interior que le posibilita decir: Ahora, a punto de lanzarla/te sabes más en ella:/te alejas
de tus manos,/unes las dos orillas.) y, más aún, a convertirlo en una
pulsión de entrega de intensidad cristianas (no en vano, se utiliza la
expresión “tomad y comed”) desde la certeza de quien sabe que su intimidad
puede transformarse en múltiple alimento de amor, naturaleza y palabra y que,
como en el milagro del pan y los peces al que apunta la referencialidad del
poema “El invitado”, toda entrega
equivale a una multiplicación infinita de los dones que quiso compartir la
anchura del corazón que los ofrenda:
Norte,
Sur
-éste
es mi cuerpo-
Este,
Oeste
-tomad
y comed-
Así
nado
despojado
entre azules:
en
la saliva primera
en
la sutil transparencia
sin
palabras.
Lo
cual es tanto como mostrarse disponible de forma indefinida para el más
absoluto hedonismo,, por saber que el tránsito hacia nuestra desaparición es
una dinámica de signos contrarios en que se van alternando angustia y placer:
Mientras
haya
un
perfume no preguntes. Anúdate
las
manos y destila
su
palabra en la boca: Alicia
en
su metáfora. Lanza
cuanto
yace dispuesto y recoge
ligero
hasta la sombra. En la memoria
de
materia ninguna te harás hombre:
solo
apresar
el corazón, justo debajo,
en
donde el propio
corazón
se caiga.
Al margen de estas consideraciones que podríamos considerar
el núcleo semántico fundamental del libro, quiero al menos hablar de otros dos
motivos temáticos, más circunstanciales, con menos peso en la cosmovisión
general que transmite el poemario, pero que considero fundamentales para
apuntalar cuáles son los sustentos de su asombrosa calidad. El uno es la
“quietud”, la prevalencia de atmósferas que sugieren calma o serenidad, , en consonancia con un estilo que rehúye cualquier tipo de manierismo
formal o expresividad trágica, aparece
continuamente reiterada como el estado anímico idóneo para convertirse en el ámbito
de la revelación, desde la certeza de que toda la realidad, como también un
hombre, solo accede a decir la verdad de sí cuando evita las manifestaciones
extremas y se aplica a su fluir espontáneo:
Hace
frío, y llueve, y hay
una
extraña paz: parece
el
deshielo de un ángel.
Toda
la tarde se resume así.
Esa
sed expectante, a la que no pongo nombre:
no sé si
un parpadeo. Si algún ala.
(“No sé”)
Al otro lo podríamos denominar la visión del amor como
un “juego de espejos”, una mecánica equívoca que es al mismo tiempo
incitación y huida en que los amantes se ven desde una óptica mediatizada por
la subjetividad de otro que no puede garantizarles la contemplación de algo
real y por ello determina que el final espontáneo de todo acto de amor sea la
corroboración de la pérdida de identidad (hecho/un
manojo de llaves/me pregunto quién soy, sentencia el final de uno de sus
textos), hasta el punto de que la existencia abolida de cada uno quede enlazada
en una suerte de muerte conjunta a la que puede accederse con la misma pulsión
de melancolía (Pienso también/que mis
propios recuerdos/habrá quien los haga suyos sin motivo, se afirma en las
líneas finales del poema que rubrica el libro). Se da así nuevo aliento a ideas
tópicas de la tradición amorosa como el de la transfiguración de los amantes,
su confusión en otra alteridad a que han contribuido ambos con su ansiedad
erótica y su fabulación creadora:
Eres
origen y fin de todas
las
miradas: la tuya -mirando
hacia
lo lejos-, y la mía,
mirándote
recortada
en
la ventana. Yo mismo
soy
observado por ti: en la cortina
abierta,
sin quererlo,
eres
tú misma ojo. Cae la noche
y
la ausencia
parpadea
en tu espalda. Desaparezco
acercándome
a ti: a ciegas,
abrazo su
pupila.
(“A
ciegas”).
Como referencia final al estilo del poemario, no puedo sino
suscribir la primera intuición sobre el oficio poético de su autor que tuve al
conocerlo por primera vez con el excelente “Julia,agosto, septiembre”: leer a
Antonio Cubelos, decía entonces, para
recordar que quizá la clave de la mejor poesía está en el don de la precisión,
más aún, que, en este oficio de todos, estar lo más cerca posible de una
depuración esencial de la palabra es también estar lo más estratégicamente
cerca posible de la aprehensión de una verdad.
Aparte de ese citado talento para dar con el término exacto, con el que
mejor materializa la filiación natural entre idea y sentimentalidad, que quizá haría que, como
al Pedro Salinas de “La voz a ti debida”, el maestro Juan Ramón Jiménez le
acusara de plagio por nutrirse con el mismo acerbo de términos esenciales de
los que un poeta no puede prescindir si quiere transparentar la hondura, creo
que este “Hablo contigo” evidencia incluso mejor que el anterior otra virtud
inherente de su maestría sobre la palabra como es la sutileza. Un ejemplo que
creo revelador: la enunciación carnal más rotunda, aquella que celebra el
erotismo como lo que en esencia es, un
triunfo absoluto del presente, se afronta a partir de su simbología más delicada,
las manos, alegoría universal de la entrega,
que apunta simultáneamente al placer y a la fatalidad elegíaca tras su
abolición con una intensidad sugestiva que sobrepasa la que previsiblemente
podría lograrse con un léxico sexual más explícito y por ello más obvio. Y con
este logro de maestría poética... ya solo queda leer al propio autor.
Si
dejo así mis manos dibujan tu inicial.
Prefiero
no moverme.
Todavía
gotean.
Todavía
son memoria.
Caen
blandamente,
y recogen un cuenco
parecido
al silencio.
Ahora
sé en qué piensa un pájaro
que
enmudece su trino.
Cosas
de las que hablo; cosas serias
como
una mejilla
que
encuentra su lugar.
Por
instinto un aroma.