ERICH MARIA REMARQUE: "Sin novedad en el frente"

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Sin novedad en el frente. Y qué novedad podría haber en un frente de guerra. Tal concepto de queda reservado para nuestras mediocres, resguardadas y autosatisfechas vidas de burgueses progresivamente apáticos que, precisamente por desarrollarse en el límite de la vaciedad, están predispuestas a considerar cualquier acontecimiento que se salga de la atonía generalizada como una posibilidad de abrirse a la felicidad o la aventura. No puede haber sorpresa alguna cuando la cotidianidad se ha convertido en terror, anestesia de la piedad o el instinto vital  y muerte.  Creo que esta es la mejor novela que se ha escrito sobre la I Guerra Mundial, más esencializada y sin las caídas ocasiones en el panfletarismo de la, por otra parte excelente, Johny cogió su fusil de Dalton Trumbo; menos lograda estéticamente pero más coherente en la eliminación de tramas sentimentales innecesarias que Adiós a las armas de Ernest Hemingway (adoro las virtudes del estilo preciso y limpio del viejo marino pero su manera de representar a las mujeres me resulta sencillamente irritante).

No es su mérito menor el que sea capaz de retratar con la misma intensidad virulenta el odio y la compasión, pulsiones necesarias para componer una panorámica de la guerra como lo que realmente es, una vivencia capaz de abarcar el conjunto total de la potencialidad de lo humano. El odio para los padres biempensantes de la patria, para los maestros, para los adultos que ejercieron sobre ellos una conciencia de superioridad moral cuyo único resultado efectivo fue conducirlos al matadero (si bien Paul, el protagonista, acaba contemplando su adiestramiento militar con la misma benevolencia dramática con que Lázaro de Tormes recordaba los golpes de su amo ciego: un aprendizaje duro pero imprescindible para desarrollar el embrutecimiento que requiere la supervivencia entre la sordidez más absoluta), para los mediocres que, alzados de repente a una posición de poder que sus limitaciones nunca les permitieron ni soñar, ejercieron  una brutalidad que sólo sembró resentimiento(impresionantes las escenas en que los reclutas traman su revancha, física y psicológica contra el jefe de tropa Himmeltoss, un cartero convertido en tirano en el mismo instante en que otro necio tuvo la ocurrencia de colgarle una charretera en el pecho). 

La compasión para las víctimas legítimas, las mismas que están fatalmente condenadas a cambiar su caridad por egoísmo (el mismo que les lleva a ver la muerte del compañero como una posibilidad de aumentar la ración de campaña o adquirir unas botas nuevas)  pero que también son capaces de salvaguardar la lucidez necesaria para reconocer que lo que les opone al “enemigo” es solo un rencor ficticio alimentado por intereses espurios, una mentira que no anula la certeza de encontrarse ante un igual y por tanto entregarse libremente a la empatía. (como los Zapo y Zepo de aquel delicioso pic-nic bélico de Fernando Arrabal).Impresionante a este respecto el uso narrativo que Erich Maria Remarque realiza del motivo del sexo, bien como un instante de redención empañado por la urgencia de la necesidad (la escena en que unas jóvenes aldeanas caen en la prostitución como último recurso desesperado para no morir de hambre) o para manifestar la solidaridad entre los que asisten cada día al acecho de su pronta desaparición(como cuando los soldados permiten a un compañero  agonizante tener relaciones sexuales con su esposa en la misma sala de un hospital, escenario tétrico de muertes sucesivas, amputaciones y experimentos de médicos tétricos que sienten la euforia de poseer una materia prima por la que nadie les exigirá responsabilidades, dirigido por una orden religiosa).

La novela no deja decaer un solo momento el pulso de una intensidad que le permite convertirse, más que un anecdotario personal, en el manifiesto de defunción de una generación entera  en la que, como en Austchwitz, no podía haber supervivientes porque los que regresaron lo hicieron aún más muertos que los recibieron honores en sus ataúdes, no se toma un instante de alivio ni en el retrato de realidades a priori más amables como los días de permiso, que solo sirven, además de para comprobar el lamentable estado de los civiles no directamente implicados en el conflicto, corroborar la sensación de extrañamiento ante una vida anterior irrecuparable que, de continuar, convertirá a su dueño en simple espectador, un figurante que la afrontará con la misma indiferencia que las ajenas con las que ya no es posible la comunicación…..como le sucediera al protagonista de aquella “El desierto de los tártaros de Buzatti) Y el final… no lo revelo aquí pero supone la consumación de un “in crescendo” dramático  que redondea la perturbación intimidante que sugiere todo el conjunto.


Leo en la solapa que esta obra narrativa, alzada además por una versión cinematográfica que se convirtió en clásico inmediato, constituyó un “extraordinario éxito internacional”. Mentira. Todo el mundo leyó esta novela pero nadie pudo o quiso entenderla si no intelectualmente (no es especialmente difícil)desde luego a un nivel vital (de poco sirve comprender intelectualmente a un escritor si no se le permite ponerse a dialogar con la emoción o la peripecia vital propias). De lo contrario nunca hubiese existido una II Guerra Mundial. Ni probablemente ninguna otra. 

ANTONIO CUBELOS MARQUÉS: "Hablo contigo"

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Un título como “Hablo contigo” expresa, obviamente, una voluntad firme de supremacía de la comunicación sobre ese peligro de la reflexión solipsista que por definición siempre está bordeando el género poético. Pero ese “tú” al que se apela, indistintamente de que sea el lector o la persona amada que ejerce de eje cohesionador de un libro que se dispersa voluntariamente hacia los motivos esenciales de la fabulación lírica, no debe llevarse a engaños: voluntad de diálogo no se traducen en “facilidad”, en la transmisión inocua de una visión del mundo de  en que el receptor puede prescindir de cualquier agudeza de observación o tensión intelectual que se le imponga como un esfuerzo. La palabra de Cubelos,  aunque regida por un sólido principio de “pureza” que le permite servirse casi exclusivamente de términos “nucleares”, rehúye el coloquialismo, la incurrencia en lo anecdótico, es exigente aunque nunca caiga en la complacencia hermética de tantos compañeros de oficio, requiere ese llamado “lector de segundo grado” que a la vez que recibe, recrea, ensambla ese círculo perfecto al que aludían los críticos de la Estilística en que el texto regresa a su primera literalidad tras un tránsito por el circuito racional y emotivo de su destinatario en que queda sometido a una “tergiversación”  que es la condición necesaria para una lectura definitiva más plena y rica.

Entrando ya en su misma entraña, creo que la idea central de estos versos no es sino el amor, visto en su condición de materia humana primitiva,  y que por tanto queda enlazado con la pulsión instintiva hacia lo telúrico y los elementos esenciales de la naturaleza (aire, fuego, agua) cuya esencia intenta el poeta desvelar al mismo tiempo que la del amor, desde la euforia contenida, equilibrada pero no por ello contada con menos convicción hímnica,  de quien sabe que se le ha concedido a la vez un goce y un enigma en el que hacer aventura sus días. La palabra parece la única herramienta que podría revelarse eficaz para esa ejercicio de desentrañamiento de la realidad (no en vano en un poema se la llama “munición” se la equipara a la bala que por medio del acto de agresión hace que la existencia de la víctima se integre en la de su verdugo) se afronta con una  actitud paradójica entre la sensación de vértigo del temor de hallarla opaca, tan incapaz de absorber el tuétano mismo de lo vivo como de comunicarlo, un simple código para  la transcripción de fantasmagorías (Mientras escribo algo mientras escribo nada en realidad) o, a la inversa, encontrarla tan pletórica de materia sugestiva que podría intimidar la vulnerabilidad de quienes se atreven a poner a prueba su potencialidad reveladora. Por eso ante ella se manifiesta una sensatez preventiva que al instante se desdice en un ejercicio de afirmación y audacia( Si se rompieran toda su transparencia/acabaría por matarnos/Ahora, pronunciálas) Por medio del lenguaje, el autor quiere conocer, pero no que ese saber se convierta en una parálisis, en un regodeo estático en cada uno de los deslumbramientos, sino que sean un estímulo vitalista visto desde la humildad que le sugiere que el único triunfo posible de un hombre es seguir caminando (Entonces/ caminamos desnudos/ somos o estamos, respirando/cuanta saliva regresa./Uno permanece/Pero también vive). Finalmente,  y a medida que avanza el poemario, el conflicto parece decantarse hacia la euforia, se establece una comunión gozosa entre la vida y  el signo que se ha trazado para tantear en su misma entraña, escribir, observar y estar en la naturaleza  componen el mismo rito iniciático, aquel  en que el hombre ha acabado de perfilar los contornos de su identidad y ha entrado en contacto íntimo con el sustrato de su primera inocencia, tal y como afirman los versos de “Acuérdate:

Observa este aire limpio,
el sendero del agua
que dura
entre los charcos; mira
este suelo brillante donde pisas.
Como si la calle
se asomara a tus ojos, apenas
por primera vez.
Acuérdate de esto; ese mar
de tu infancia,
los ríos de juventud,
tienen el mismo origen:

Incluso las realidades naturales más ajenas a nosotros, como las nubes,  tan a menudo percibidas poéticamente como deidades cuyo hábitat conforma toda esa trascendencia que nos ha sido negada, parecen querer romper el límite de su aislamiento celeste y trocar lo sublime por la confidencialidad con lo frágil que es acercarse a nosotros:

Palabras de algodón de azúcar,
esponjosas, de tormenta o de nieve.
Palabras escogidas, livianas:
nos miran
desde su propia altura,
que piden
conjugarse en plural.
(“Nubes”)

 Con o sin palabras, su misma agudeza observadora le proporciona una amplia trama, marcada por ese sentido de la esencialidad que preside todo su oficio poético, simbólica para ir marcando hitos en el trayecto cognitivo de su descubrimiento: como los pájaros,  iguales a  nosotros al ser  una muesca frágil sobre el tiempo, inconscientes de las mismas pulsiones que determinar su existir y maltratados por un azar en que fluye un devenir que apenas sí deja desvelar su mecánica, el ser una forma de belleza tan débil que convierte el deseo mismo de su  posesión en violencia  (los versos finales de uno de sus poemas, ¿Por qué tuvo que morir en sus manos? nos remiten a aquel Luis Pimentel que, sintiendo la agonía de un pájaro entre sus dedos no pudo sino un preguntarse un Señor, ¿por qué en nuestras manos palpita el crimen), una existencia efímera y sin embargo lo bastante sólida como para dejar a su paso alguna huella fiable de una trascendencia que puede y debe ser ontológicamente superior a las vidas particulares que la alientan pero que nuestra ceguera perceptiva parece amenazar a un silencio en que se relativiza su misma existencia:

Solo un rastro de nidos, en rutas migratorias,
dan testimonio o fe de nuestro paso.
Nadie los verá jamás.

Tanta lucidez es inseparable de una percepción general de la naturaleza, similar a la que actúa como subtexto en otros poetas contemporáneos (y, por cierto, miembros también de esta común camada tigresca) como Miguel Ángel Curiel y que podríamos definir como una “dimisión de las atribuciones falsas que se asigna a sí misma la racionalidad. Antonio Cubelos es otro poeta plenamente persuadido de que, frente al resto de criaturas del mundo,  la posesión de la inteligencia no lo legitima para ser parte directriz de la naturaleza y moldearla a la satisfacción de algún instinto de dominación y poder, sino que, a la inversa, cree en una inversión jerárquica  en que acepta dejarse aleccionar para que le sean sugeridas las huellas de una progresiva definición personal. Y en definitiva, parece que el objetivo último y legítimo de la existencia, y de tal idea sobre todo el poema “A media altura” constituye un manifiesto inmejorable,  es que hombre y naturaleza se fundan en una materia cuyos límites particulares se hayan difuminado, un mantillo de origen en que se encarne esa aspiración suya a la esencialidad más absoluta:

Las huellas
que te cruzan, ojalá,
ojalá
que dibujen un árbol:
para tenderte
a la sombra
desnudo como un pájaro
en la tierra.
(“Estar herido”)

El autor está firmemente persuadido a prescindir de su identidad para ser parte de ese magma primigenio que integra la desnudez de todas las cosas que ama, a establecer un pacto de conciliación con lo natural en que ni siquiera estará dispuesto a precisar distinciones jerárquicas entre lo vivo y lo inerte (muy significativamente, una piedra también le sirve como alegoría de sí mismo, siente también con ella una armonía interior que le posibilita decir: Ahora, a punto de lanzarla/te sabes más en ella:/te alejas de tus manos,/unes las dos orillas.) y, más aún, a convertirlo en una pulsión de entrega de intensidad cristianas (no en vano, se utiliza la expresión “tomad y comed”) desde la certeza de quien sabe que su intimidad puede transformarse en múltiple alimento de amor, naturaleza y palabra y que, como en el milagro del pan y los peces al que apunta la referencialidad del poema “El invitado”,  toda entrega equivale a una multiplicación infinita de los dones que quiso compartir la anchura del corazón que los ofrenda:

Norte, Sur
-éste es mi cuerpo-
Este, Oeste
-tomad y comed-
Así nado
despojado entre azules:
en la saliva primera
en la sutil transparencia
sin palabras.

Lo cual es tanto como mostrarse disponible de forma indefinida para el más absoluto hedonismo,, por saber que el tránsito hacia nuestra desaparición es una dinámica de signos contrarios en que se van alternando angustia y placer:

Mientras haya
un perfume no preguntes. Anúdate
las manos y destila
su palabra en la boca: Alicia
en su metáfora. Lanza
cuanto yace dispuesto y recoge
ligero hasta la sombra. En la memoria
de materia ninguna te harás hombre:
solo
apresar el corazón, justo debajo,
en donde el propio
corazón se caiga.

Al margen de estas consideraciones que podríamos considerar el núcleo semántico fundamental del libro, quiero al menos hablar de otros dos motivos temáticos, más circunstanciales, con menos peso en la cosmovisión general que transmite el poemario, pero que considero fundamentales para apuntalar cuáles son los sustentos de su asombrosa calidad. El uno es la “quietud”, la prevalencia de atmósferas que sugieren calma o serenidad,  , en consonancia con un estilo  que rehúye cualquier tipo de manierismo formal o   expresividad trágica, aparece continuamente reiterada como el estado anímico idóneo para convertirse en el ámbito de la revelación, desde la certeza de que toda la realidad, como también un hombre, solo accede a decir la verdad de sí cuando evita las manifestaciones extremas y se aplica a su fluir espontáneo:

Hace frío, y llueve, y hay
una extraña paz: parece
el deshielo de un ángel.
Toda la tarde se resume así.
Esa sed expectante, a la que no pongo nombre:
no sé si un parpadeo. Si algún ala.
(“No sé”)

Al otro lo podríamos denominar la visión del amor como un  “juego de espejos”,  una mecánica equívoca que es al mismo tiempo incitación y huida en que los amantes se ven desde una óptica mediatizada por la subjetividad de otro que no puede garantizarles la contemplación de algo real y por ello determina que el final espontáneo de todo acto de amor sea la corroboración de la pérdida de identidad (hecho/un manojo de llaves/me pregunto quién soy, sentencia el final de uno de sus textos), hasta el punto de que la existencia abolida de cada uno quede enlazada en una suerte de muerte conjunta a la que puede accederse con la misma pulsión de melancolía (Pienso también/que mis propios recuerdos/habrá quien los haga suyos sin motivo, se afirma en las líneas finales del poema que rubrica el libro). Se da así nuevo aliento a ideas tópicas de la tradición amorosa como el de la transfiguración de los amantes, su confusión en otra alteridad a que han contribuido ambos con su ansiedad erótica y su fabulación creadora:

Eres origen y fin de todas
las miradas: la tuya -mirando
hacia lo lejos-, y la mía,
mirándote recortada
en la ventana. Yo mismo
soy observado por ti: en la cortina
abierta, sin quererlo,
eres tú misma ojo. Cae la noche
y la ausencia
parpadea en tu espalda. Desaparezco
acercándome a ti: a ciegas,
abrazo su pupila.
(“A ciegas”).

Como referencia final al estilo del poemario, no puedo sino suscribir la primera intuición sobre el oficio poético de su autor que tuve al conocerlo por primera vez con el excelente “Julia,agosto, septiembre”: leer a Antonio Cubelos, decía entonces,  para recordar que quizá la clave de la mejor poesía está en el don de la precisión, más aún, que, en este oficio de todos, estar lo más cerca posible de una depuración esencial de la palabra es también estar lo más estratégicamente cerca posible de la aprehensión de una verdad.  Aparte de ese citado talento para dar con el término exacto, con el que mejor materializa la filiación natural entre idea  y sentimentalidad, que quizá haría que, como al Pedro Salinas de “La voz a ti debida”, el maestro Juan Ramón Jiménez le acusara de plagio por nutrirse con el mismo acerbo de términos esenciales de los que un poeta no puede prescindir si quiere transparentar la hondura, creo que este “Hablo contigo” evidencia incluso mejor que el anterior otra virtud inherente de su maestría sobre la palabra como es la sutileza. Un ejemplo que creo revelador: la enunciación carnal más rotunda, aquella que celebra el erotismo  como lo que en esencia es, un triunfo absoluto del presente, se afronta a partir de su simbología más delicada, las manos, alegoría universal de la entrega,  que apunta simultáneamente al placer y a la fatalidad elegíaca tras su abolición con una intensidad sugestiva que sobrepasa la que previsiblemente podría lograrse con un léxico sexual más explícito y por ello más obvio. Y con este logro de maestría poética... ya solo queda leer al propio autor. 

Si dejo así mis manos dibujan tu inicial.
Prefiero no moverme.
Todavía gotean.
Todavía son memoria.
Caen
blandamente, y recogen un cuenco
parecido al silencio.
Ahora sé en qué piensa un pájaro
que enmudece su trino.
Cosas de las que hablo; cosas serias
como una mejilla
que encuentra su lugar.

Por instinto un aroma.