CARLOS MARZAL: "Los pobres desgraciados hijos de perra"

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Desde las primeras páginas, queda claro que el presente es el libro de un poeta metido a narrador. Aunque lo parezca, no es este un juicio de valor peyorativo; de hecho, el resultado final es más que notable: cierto que faltan el sentido de la espontaneidad, la habilidad de dejar fluir a la prosa sin estancarla en digresiones, el don de la economía narrativa (muchas, demasiadas páginas para instantes que no las merecen… sobre todo en Una fórmula mágica, que acaba resultando excesivo pese las cualidades de capacidad crítica desde el humor corrosivo que nos trae a la mente aquella novela final, su peculiar “feria de las vanidades”, de Truman Capote que nunca pudimos leer)  pero a cambio ganamos en calidad estética, en placer de la palabra pulida y, esencialmente, en una capacidad de reflexión de insólita hondura.  Aparte de momentos en que dichas cualidades salvan lo anecdótico de lo narrado y lo convierten en materia literaria más que estimable (el caso más significativo es Leche de búfala, que entre paseos líricos por Roma y reflexiones de sutil encanto decadentista apuntala la inicial vaciedad de la historia del ingreso del autor en un hospital italiano y su fraternidad con un peculiar hindú cuyos ronquidos mantienen en vela a toda la planta), este aliento del buen (excelente) poeta se percibe especialmente en las piezas de aire más autobiográfico: Con un poco de suerte, impecable en su semblanza de la juventud como tiempo de la inconsciencia expresada simultáneamente con actos de soberbia y desafío al mundo  en la que se va larvando un desengaño que un día se revela de forma fortuita y trágica, Tierras hondas, que más, que por su condición de relato de la iniciación sexual, interesa por la caracterización de las diferencias genéricas y sexuales desde la meritoria perspectiva de una virilidad que, sin perder rotundidad, sabe ser empática y reconocer la evidente superioridad afectiva y ética de las mujeres o El primer tren de la mañana, con el aire perturbador de esa historia en que la ilusión de recobrar el tiempo perdido a través del sexo culmina en el confesionalismo, en la evidencia de los desgarros de quien ha tenido que seguir adelante tratando de convencerse, a sí mismo y a los demás, de que ha sobrevivido a ellos. Con todo, buena parte de los mejores momentos del libro son los que se salen de la propia peripecia biográfica de Marzal y pueden ser clasificados de “relatos” en un sentido más tradicional del término que parece, si no excluir, al menos rebajar o complementar con sustancia más propiamente narrativa, los matices poéticos y ensayísticos con que el autor los ha concebido: Casa nuestra, acertado retrato del cerco progresivo de su teórico mundo afectivo contra un hombre cuyas cualidades intelectuales no  amortiguan el veredicto de debilidad (y con ella el desprecio ) que le han impuesto los demás, Empuñadura Oeste de derecha, historia de rivalidades tenísticas cuyo subtexto es la cita impiedad juvenil contra cualquier indicio de flaqueza desde la incapacidad de intuir el propio destino o Intimidad, impecable en su caracterización del escritor célebre ya anciano que, entre la aceptación general, con aire servil e hipócrita, que el mundo le tributa, no puede sino caer en una conciencia de soledad de la que será fortuitamente rescatado por un encuentro capaz de repuntar el deseo que creía ya extinguido. Especial mención me merece la que considero, sin duda alguna, lo mejor del conjunto, un cuento de cuya excelencia el propio Marzal debió ser consciente desde el principio, como parece revelar el detalle de que tuviera “vida independiente” al margen de este volumen (enviado a los famosos premios NH de relatos, en los que obtuvo uno de los premios): Medio folio, antagonismo entre el artista que lo es (y por tanto es consciente del rigor y la disciplina que exige ser creador) y el que sólo pretende aparentarlo que, cuando parece prestarse al maniqueísmo, a la historia plana del bueno-malo y el humilde-vanidoso, sorprende con un final en que el “héroe” recibe un justo castigo por su pusilanimidad (¿es posible que la bondad y la discreción puedan existir sin la cobardía como contrapunto fastidioso?) y el lector se ve arrastrado a una compasión por su rival que ya no contaba con experimentar.  

PACO MORAL: "Libro de las cartas"

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En “Libro de las cartas”, y más concretamente en su parte central (y yo diría también esencial, “Cuaderno de las cartas de Ayala”) no sé si se trata de un efecto buscado a propósito o no pero se encuentra un equilibrio entre la tradición del “cancionere” petrarquista clásico (el acuñado por Dante, el propio Petrarca (o mejor habría que decir antes por Propercio y los elegíacos…) y después asimilado con tal calidad que no cabía hablar de imitación en Garcilaso y Lope, un poeta carca para bien cuando él quería) y sus relecturas en la modernidad, llenas de la nueva savia del registro coloquial, las referencias a la cotidianidad (que en realidad ya contemplaba el modelo original italiano, con su tendencia a comentar las “minucias” en la convivencia de los enamorados) y hasta la ironía (no hay en “Libro de las cartas” tanta intención lúdica, ni sarcasmo…el desgarro impone crudamente sus leyes) de, por ejemplo, (y se me ocurre por ser un libro nunca lo suficientemente leído ni reivindicado, me temo) “Jacinta la pelirroja” de José Moreno Villa. Tiene este libro de la citada tradición petrarquesca el “vario stillo” (heterogeneidad aplicable tanto a tonos como a formas e incluso métrica, por la presencia del soneto) y sobre todo la sensación de terca fidelidad a un mismo amor que en este caso resulta conmovedora por ser una vivencia siempre frágil, al borde su desaparición, en que el acecho del final contamina cualquier momento de previsible plenitud; de hecho, podría casi resumirse el libro como un inventario de formas de autosugestión, de propio convencimiento del autor sobre la inminencia del fin para protegerse (y ya se intuye que de forma totalmente inútil) de una separación que será temprana y rotunda, como parece corroborar el tono de súplica de la última carta. No hay, en cambio, “arrepentimiento” como en el “soneto prólogo” de los clásicos: la aridez emocional sufrida durante el mismo hacerse de la pasión lo convertiría en un elemento retórico. Finalmente, hay que consignar que, pese a la primera tentación de considerarlos añadidos al núcleo central, hay “vida” en las periferias de este libro: nada de lo dicho podría entenderse sin la “Canción para cuando llegue el desgaste” (un poema magnífico en sí mismo, al margen de su condición de precursor del tono del resto de los poemas) con su rabiosa apelación a la felicidad grabada en la memoria o la simple conmiseración ante la primera intuición del desastre y “Nueve canciones para Karen” (una cita inicial de Rosalía de Castro y concretamente de “En las orillas del Sar”… ) supone un sorprendente giro final, no sólo por su visión más eufórica de la visión amorosa, sino por razones puramente formales, por la sabiduría que demuestran en la asimilación de los modelos métricos y rítmicos tanto de la poesía popular como de sus relecturas contemporáneas. Esto no es un elogio gratuito: versos como pues eres de mi boca/como yo de tu hechizo,/como tú de mi falda/como yo de tu espino o Frágiles telas,/¡que tus manos las salten¡/¡Que busquen en mis centros/el contacto del aire,/tu piel contra mi piel/rodeados de nadie me parecen directamente sacados del “Cancionero y romancero de ausencias” de Miguel Hernández. 

ANNE TYLER: "Reunión en el restaurante Nostalgia"

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Con un estilo que recuerda al de una Eudora Welty crepuscular (sin ningún tipo de suspicacia ni utilización peyorativa del término), concretamente la de La hija del optimista (si bien creo que la presente novela es mejor que la de la oriunda de Jackson, capaz de hacerlo mucho, muchísimo mejor, aunque fuera ese título el que se llevara los laureles de la mala conciencia por su talento en buena parte menospreciado), esta obra es la predilecta de su autora, ganadora de prácticamente todos los premios de relevancia de la literatura norteamericana (Pen, el National Book) y creadora de libros ya clásicos y popularizados por adaptaciones cinematográficas como El turista accidental. Al comienzo de la obra, asistimos a los últimos instantes de la vida de Pearl  Tull, que rememora un pasado sentimental marcado por un matrimonio abocado desde el comienzo a la incomunicación (de escalofrío su intención de “tener siempre un hijo de reserva” como pura expresión del vértigo de soledad de su existencia) que finalmente la convierte en una mujer abandonada,  sometida a la tensión de educar en soledad a tres hijos que la convierte periódicamente en una madre tiránica y dominada por la histeria que va larvando una convivencia llena de resentimientos tan hondos como sólo pueden ser los nunca reconocidos. El centro emocional del libro, y donde la autora toca techo en su talento para la caracterización psicológica, es el antagonismo entre los hermanos Cody y Ezra, imposible de separar de la mitología de los caínes y los abeles con todo su riesgo de simplificación: el mayor expresa tempranamente su desgarro con buenas dosis de agresividad, especialmente en una obsesión por hacer daño a Ezra, a quien no puede perdonar que su talante afable y su apocamiento vital le hagan centro de una cantidad de afecto (especialmente maternal y femenino) que cree merecer más y al que desprecia por su debilidad, que alcanza extremos patológicos cuando, tras una estudiada estrategia de fingimiento sentimental, consigue arrebatarle a Ruth, su prometida, hecho que constituirá la rúbrica para la incapacidad vital del hermano menor, ya definitivamente recluido en su dedicación a su restaurante (del que consigue ser finalmente dueño tras empezar como empleado de una mujer viuda, otra de tantas que cae rendida a su aire de desvalimiento)que se ha ido configurando a lo largo de la novela no sólo como el símbolo de la incomunicación y el desencuentro íntimo de la familia (el detalle recurrente de las comidas o cenas nunca concluidas, interrumpidas por peleas, ataques de histeria o reproches de rencor a destiempo) sino de sus propios límites para relacionarse con el mundo y dirigir su propia vida. En una implacable lección de vida y lucidez, Cody no podrá ser sino víctima de su mismo odio cuando lo perpetúe dramáticamente en su hijo Luke, que llega incluso a fugarse de casa con la intención de irse a vivir con su tío y su abuela (hay en este momento una brevísima y muy sugerente “novela dentro de la novela”, una “road movie” llena de encanto a propósito de los excéntricos personajes que se encuentra el joven mientras hace autostop por las carreteras estadounidenses), justo las personas estigmatizadas por el desprecio de su padre, en quien ha intuido certeramente la concepción de su matrimonio y su vida familiar como un simple pulso de vanidad y su rechazo a causa de sus compatibilidades de carácter con el hermano odiado. Al lado del “cuerpo entero” que alcanzan los personajes de Cody y Ezra (y, en menor medida pero también de forma notable, de Pearl), la hermana menor, Jenny, parece un tanto desdibujada, si bien se retrata de forma certera su refugio, antitético al del hermano mayor, en la timidez y la introversión intelectual, germen de una vida sentimental problemática en la que se le arrebata prematuramente su única posibilidad de verdadero afecto (Josiah, un magnífico secundario, amigo y socio personal de Ezra, marcado de forma más aguda por la debilidad física y mental, hasta el punto de hacerlo inconcebible como pareja como su madre, que dinamita radicalmente su incipiente relación), pasa por un matrimonio erróneo con un “nerd” de personalidad neurótica y castrante hasta su expresión de las carencias freudianas en otro casamiento con un hombre cargado de una familia numerosa y del trauma del abandono de su mujer. Aún se reserva Tyler un final de alta intensidad climática que aquí no os revelo... aunque adelanto que es  quizá el único momento de la novela en que puede empatizarse finalmente con Cody (y el lector, o yo por lo menos, lo estaba deseando, rendido de forma involuntaria a su visceralidad de "criminal blando" a lo personaje de James Dean) con la que, por si quedaba alguna duda para el lector poco avistado, Tyler no hace sino corroborar su capacidad para crear personajes de trazado redondo y con una infinidad de matices emocionales.