FERMÍN LÓPEZ COSTERO: "La fatalidad"

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FERMÍN LÓPEZ COSTERO, La fatalidad, Ed. Nazarí, Granada, 2014.
Los afortunados lectores de la anterior entrega poética del berciano Fermín López Costero, el excelente “Memorial de las piedras” (Melibea, Talavera de la Reina, 2009) se encontrarán nada más abrir este nuevo poemario con la sugestiva sorpresa de no tanto un cambio de estilo ( si bien este es notable en la preeminencia de una palabra más directa, coloquial, sin el puntual hermetismo a que se prestaba en el anterior la presencia de una irracionalidad que aquí también aparece, pero más dosificada) como de “cadencia”, cómo el desbocamiento del versículo evoluciona a un ritmo más contenido, sincopado, apuntalado en la eficacia con que se utilizan recursos como el encabalgamiento, de tal manera que el libro da buenos argumentos para refutar el tópico que afirma que cada poeta tiene una música intransferible… pero a menudo también fatalmente inmutable.
Junto a la citada variación estilística que supone, es este un libro que apuntala su calidad en el talento de subvertir tradiciones líricas enquistadas (y si se asumen, como en “Otoño” o, sobre todo, en “La fatalidad” (¿mejor poema del conjunto?), quedan reinventadas por una intensidad emocional capaz de hacerlas nuevas. El poeta sabe que la emoción es la regeneración de todo…en cuanto supone profundizar en la subjetividad y la subjetividad es original por definición porque sustenta la radical singularidad de la mirada al mundo que todos representamos (como don indisociable del simple existir)…o simplemente porque se expresa con imágenes de esta brillantez: y trastorna mi mente con los sones de una flauta/fabricada con la tibia de un ahorcado): Ahí está la reinvención de algunos “topoi” de la expresividad dramática del Romanticismo, primer referente literario que asalta al lector al empezar a leerlo: en “El indigente” el mendigo esproncediano ha ascendido a voz que atestigua y registra la miseria humana, no sólo es una máscara desde la que expresar un desgarro íntimo que le lleva alinearse vitalmente con los marginados, en “La casa deshabitada”, la cualidad atmosférica que se exige en esta estampa gótica se consigue mediante un retrato de la fantasmagoría, inquieta la presencia de lo no real, no el habitual catálogo de realidades degradadas o vaciadas por el tiempo….algo que, sin embargo, se sabe hacer con sobrada solvencia para crear una perturbación descriptiva en textos como “El jardín”). En este mismo sentido, es también reseñable la reescritura dramática de motivos poéticos asociados a la plenitud (la luz en “Farol”, el siguiente ”Luz”…aunque matizado por el resquicio de trascendencia que abren los bellos versos finales).
Son versos, especialmente en su primera parte (es la favorita del que aquí escribe pero por razones de su personal inclinación a lo más drástico y visceral; atendiendo a criterios formales, las demás no la desmerecen y no hay altibajo alguna en la tensión y la autoexigencia creativa sostenida que avala la calidad del poemario) sembrados de estímulos para la conmoción: el que cualquier acto de la cotidianidad pueda estar abocado a tener una lectura simbólica fatalista (comer a mediodía ya no es comer sino asistir a la encarnación del hambre…y su naturaleza circular de entorno retorno de una tragedia regenerada al punto que se extingue), así como la sinceridad con que se confiesa el anhelo por la enajenación aunque sea a costa de la nada (“Huesos”), la nostalgia de la muerte como aproximación a la propia definición vital (“El árbol del ahorcado”), el cansancio ante la vida como un pulso perpetuo por afirmar la identidad o un tiempo que no garantiza más que la provisionalidad y el tránsito (“El tiempo”, “Entre flores muertas”) o el peso de reconocerse que el amor era una aspiración secreta a desaparecer (“Los pescadores de perlas”, sintomático de una imaginería obsesiva de unión entre lo erótico y lo visual, presente en textos como “Marina”, “Rima” o “Encerrado en sus ojos”, que parece refrendar el viejo tópico, antes clásico y después petrarquista, del amor como patología transmitida por vía ocular) o que cualquier instinto ético se deshace en el cinismo de quien, no entendiéndolo, lo vacía (“La risa de la hiena”). Y quizá, más aún, la lucidez de saber que toda decadencia ética lo es primero lingüística: los valores se extinguen en cuanto no hay lenguaje para enunciarlos, como si se suicidaran de pura melancolía al saber que ya no encontrarán heraldos a la altura de su dignidad (“Entre la inmundicia”).
Tras el dramatismo de la primera sección, el tono vira a lo celebrativo en los poemas amorosos (La ausencia ya no es ausencia/sino aleteo de ángeles que se aman, se corrobora con gozo en “Ausentes”, el mismo que alienta la cartografía carnal de las sugestiva imaginería de “Ávidos labios”), algunos de la originalidad de “Pequeño tesoro”, en que el amor se expresa como un inventario naif de pequeños detalles y percepciones coleccionadas con un fetichismo sentimental que desemboca en una reconciliación afectiva con nuestra finitud (En cambio, los besos y las caricias son únicos/y morirán conmigo. Aliento de mi aliento,/ceniza de mis cenizas serán)…hasta el punto de que la muerte se pueda transfigurar en presagio (“La semilla”, otro poema rematado con implacable brillantez). Con todo, y es uno de los detalles que permite al libro mantener su coherencia, la inadvertida hilazón que no permite considerarlo una suma de secciones desgajadas, es un amor que preserva la lucidez de reconocerse en su antípoda…para cuya caracterización se reserva el poeta lo mejor de su creatividad expresionista (El odio es el fuelle/de un acordeón afónico,/lacerado por el reproche…versos creados con la misma intoxicación de delirio del memorable repudio de la tristeza que ponen en pie los versos de ”Luna negra”).
“La tristeza” ejerce de poema eslabón que afirma la cualidad cíclica del poemario a su tristeza inicial…. restitución en que la intensidad amorosa parece diluida como la cualidad efímera de un sueño de redención….pero tras pasar por la experiencia sentimental el desgarro parece, en cierta medida, haberse atemperado, querer ser más corroboración que lamento por el dolor o la brevedad precaria que define la existencia ( ahí la serenidad casi lapidaria que transmiten poemas como “Los márgenes del tiempo” o “Telón”) o una fragilidad asumida casi con resignación en “El Golem y los niños”) y hasta haber conservado algún eco angélico que justifique la terquedad de seguir fabulando (“Anunciación”). Y parte del mérito de esta última sección es que en ella en que se dirime (sin resolución definitiva, sin “tesis”, sin mensaje, como en todos los poetas esenciales) la ambivalencia de doble filo de la palabra, a veces ficción que incuba el desencanto y otras tantas consuelo (“Epigrama” frente a “En la biblioteca”).

En definitiva, un libro que no solo confirma la revelación que supuso su primer poemario sino que conduce la obra lírica de su autor a una variedad de prismas temáticos y estilísticos, una rica heterogeneidad que hace, a partir de ahora, legítimamente esperable su reivindicación entre las aventuras literarias más autoexigentes, más humanamente comprometidas con su oficio y por tanto más decididamente memorables para el lector de poesía auténtico, el mismo que haya tenido primero la lucidez y después la voluntad y el coraje de saber que hace ya años la mejor lírica de nuestro tiempo nos está aguardando desde el exilio de los márgenes

PEDRO ANTONIO GONZÁLEZ MORENO: "El ruido de la savia"

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En este nuevo  poemario de Pedro Antonio González Moreno, más incluso que en cualquier otro de los suyos, he aprendido lo que es un libro que es solo posible desde la madurez , desde un largo proceso de aprehensión de la realidad en que se ha educado a los ojos a mirar hasta la esencia de las cosas para rehuir su apariencia accidental y apreciar su potencial de convertirse indefinidamente en vida y regeneración de la belleza (“El ruido de la savia”, “Orza de luz”, “La voz de la  madera”), . Como peaje gozoso de envejecer, se consigue, por concesión más de la humanidad que del talento, aunque de aquella el autor vaya sobrado, esa “savia” que no es solo el camino hacia la revelación de las cosas, sino el propio equilibrio interno logrado a partir de la tolerancia con los límites de uno mismo y de la vida, evitando el desgarro y la histeria de no aceptar el mundo como tal sino de intentar hacerlo obedecer a la intransigencia de nuestros sueños.

 Dicho esto, la sección incial "Raíces de un árbol genealógico"  conmociona por su retrato de la poesía como un don heredado, cuya esencia es el dolor de la confrontación del hombre con la supervivencia ( en su cotidianidad brotan infinidad de alegorías del decir poético o el mismo crecer existencial cuya hondura el tiempo irá paulatinamente revelando: “El picón de la infancia”, “Construir”, “El arca”, “La canción de la llana”) y la necesidad de conjurar su propia debilidad, verbalizarla (vivir y escribir como aprendizajes simultáneos) es un acto de acción de gracias en el que el poeta afianza la dignidad de la humildad (convertida en una suerte de aristocracia en “Heráldica”) y se reconoce a sí mismo como proletario de la palabra en un acto de alineación espiritual con los suyos en el que encuentra su identidad (“La patria de los míos”, “Turbio oficio”). Este es el aliento de Claudio Rodríguez ,el de "Alto jornal", el de "Día de sol" o "La contrata de mozos", el de esos poemas en que imágenes asociadas al trabajo  rehúyen su connotación negativa previsible para alumbrar el gozo de ser vida entregada, y son muchos los versos en que retumba. 
 La tercera parte metapoética (y magnífica) apuntala y ensancha las anteriores: en consonancia con la filiación emocional con la tierra, la palabra vivida como una pasión de intensidad telúrica , de regreso a lo primitivo en que nos aguarda el consuelo (“Quinto elemento”),  aspiración a una poesía que no retrata la realidad sino que la re-crea y en la que la vida retoma su juventud y su inocencia ante la amenaza de la muerte (“Aleación improbable”, “La luz no escrita”) que se autofecunda en un ciclo gozoso para afirmar una visión optimista y equilibrada del existir (“Hermes y el sueño del mercurio”), que repudia el ensimismamiento formal y aspira al dinamismo de lo vivo afrontando el vértigo o la indiferencia (“El río”),  reto que se acepta asumiendo el riesgo de una enajenación (convertida paradójicamente en cordura) o la confrontación con el dolor que se ha ido sedimentando como paisaje de fondo del existir (“Última barricada”).

En esta escalada hacia la plenitud que va trazando el libro, se tenía que llegar  al amor y el erotismo como consumación, cuyo retrato se inicia, para enlazar sabiamente con la sección anterior, con la poesía concebida como corporalidad predispuesta al placer (en un sentido que supera lo carnal sin dejar de serlo literalmente) encontrado en el roce con el otro, asumido el riesgo del dolor que su honestidad no puede sino confesarse (“Anatomía esencial”: Aprendimos muy pronto/que el poema era el cuerpo/sagrado del amor/pero también los bordes exactos de la herida). Y tras la tentativa de que la palabra pueda sugerir esa trascendencia que se ha encontrado en el amor (“Con otra tinta·”, “Palabras recién cortadas”), no puede sino consignarse su fracaso ante lo inefable y la ensoñación de que la unión erótica pueda ser una suplantación del lenguaje en que se afiance un anhelo que necesita de su expresión para saberse vivido en su totalidad (“De un tiempo sin nosotros”, “Altar”). Esta desazón es un prólogo inmejorable a la premonición de la muerte de la última sección de poemas (dos textos que valen por un poemario entero), conmovedora al relativizar la nada en la convicción de que la existencia debe ser vivida y celebrada al margen de la aniquilación propia o de lo que se ama (“Mañana, la intemperie”), una grandeza de humanidad que tiene su compensación en el logro de la sublimación del dolor de la ausencia a través de un recuerdo hecho palabra que tiene la intensidad y la potencialidad consoladora de lo vivo (“El árbol donde creces”). 


 No he dicho apenas nada sobre la calidad de la factura formal ni sobre la impecable distribución estructural de los poemas (a estas alturas, me parecen tan consustanciales a su "ser" literario que citarlos es una redundancia) pero sí habría que señalar dos cosas: de un lado,la inmensa plasticidad y riqueza de las imágenes, sobre todo en tantos momentos en que añaden toques de descripción lírica impresionista que se contrapone a su condición de retratos o estampas de descripción realista de un mundo ya extinto (“Espejismos”). Y de otro y más importante: hacía tiempo que no leía un poemario en la última lírica española en que nada sobrase (literalmente: nada), que no tuviese alguna irregularidad ni una caída inevitable en la "relajación". Cualquier lector, como es obvio, tiene sus predilectos, (una docena bien larga...) pero no podría negar que todos están construidos con el mismo grado de exigencia, con el único enfoque posible para escribir poesía que merezca ese nombre: afrontar cada poema como si pudiera ser el último, como si se escribiera desde la inminencia de nuestro final, que no es una sugestión metafórica sino una imposición real. Y aquí ya no estamos hablando de más o menos "habilidad" o talento formal, sino de respeto por el oficio que uno ha elegido, justo lo mismo que ha malogrado a tantos que tenían cualidades inmejorables. 

DAVID MITCHELL: "El bosque del cisne negro"

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Sin duda, una de las cotas más altas que ha producido últimamente el “relato de aprendizaje” en su rica tradición en la narrativa anglosajona (aquí planteado como un conjunto de estampas narrativas que podrían tener existencia por separado pero que alcanzan su coherencia en la reiteración de personajes y motivos temáticos), con sus mismas virtudes estilísticas de capacidad de reflejo espontáneo de la cotidianidad y un dominio de la ironía en que el humor se convierte en la manera de afrontar las realidad más dramáticas,  mi primer contacto con un autor ampliamente reconocido por la crítica del que me apunto inmediatamente otros títulos como Mil otoños o El atlas de las nubes (ambas también traducidas y editadas al castellano por el sello editorial Duomo). La novela, al parecer de contenido autobiográfico, está ambientada en la Inglaterra de principios de principios de los 80, unos años de honda conflictividad social (lúcido el retrato que realiza el autor acerca del racismo hacia la etnia gitana, un mundo marginal en que el protagonista encuentra los primeros atisbos de comprensión y aproximación afectiva a su drama humano que le permiten ir desarrollando el valor necesario para afirmar su identidad) y política a causa del paro, la crisis económica o unas problemáticas relaciones internacionales que alcanzaron su culmen en el, risible si no fuera por sus resultados trágicos, conflicto de las Malvinas (1982), que el autor retrata con una crudeza no exenta de cierta ambigüedad (la fascinación del protagonista por la figura de Margaret Tatcher… si bien no debe sino interpretarse como una muestra de la fatal predisposición de los “débiles” a quedar prendados y obsesionarse por ser reconocidos por los “fuertes”… la misma que le lleva, por ejemplo, a enamorarse de Madden, la típica “chica de matón” que lo desprecia sin disimulo alguno). El personaje central, James Taylor, es un niño en tránsito a la adolescencia, intuitivo, inteligente, cuyo espíritu creativo se muestra en una vocación literaria que debe ocultar como una vergüenza ante un mundo que la considera un signo de afeminamiento (con la única excepción de Mrs. Crommelynck, peculiar anciana de secreta vida delictiva que le ofrece un buen puñado de valiosas lecciones acerca de la vanidad del artista y la relación de la auténtica literatura con un sentido de la honestidad que exige aceptar la confrontación con el mundo como camino a la identidad artística y humana y la necesidad de afrontar los propios abismos traumáticos) y, fundamentalmente, en el juego de alteridades que se suceden en su mente, el “Gusano”, el “Gemelo Nonato” y, fundamentalmente, “El ahorcado”, nombre que da al enemigo íntimo de su tartamudez, en cuya intensidad dramática profundiza el autor de una manera conmovedora,  que establece brutales límites de comunicación con el mundo y le mantiene en el acecho perpetuo de convertirse en un desclasado social. Y, por encima incluso de  la ausencia de asideros afectivos en su entorno familiar (un padre con mentalidad de snob arribista, predispuesto a la apariencia y al espíritu “trepa” en detrimento de su más elemental dignidad (y que pese a ello no se merece su triste final, despedido de su empresa por oscuros manejos), que compone junto a su madre un matrimonio cuya impostura da lugar a escenas patéticas (como la del capítulo “Rocas”) antes de hundirse definitivamente por la infidelidad y la disparidad de intereses vitales…. además de la imposibilidad de tomar como referentes a personajes inteligentes pero de nula capacidad de empatía con las debilidades ajenas, como su hipócrita y enervante primo Hugo o su hermana Julia… cuya distancia snob con el perdedor vocacional de la familia parece irse rompiendo a medida que avanza el relato), el gran drama de Jason es el acoso de los matones de la escuela, expresión brutal de un mundo cruelmente jerarquizado en que la evidencia de una flaqueza se convierte en estigma de por vida (a no ser que se esté ya tan previamente estigmatizado que no merezca la pena expresar el desprecio, como sucede con el disminuido psíquico “Cagón”), cuyo cerco intentará evitar resignándose al fingimiento o sometiéndose a los ritos de virilidad más risibles (como los que se narran en “Espectros”, su intento de pertenecer a una peculiar logia de los “fuertes” y los tipos duros del pueblo) para acabar en un rotundo fracaso (las humillaciones que se narran en el crudo “Gusano”) del que solo al final logrará redimirse no por la vía del acto de redención chejoviano (el acto de piedad con su mayor verdugo que se narra en “La verbena del ganso”… inútil ante la imposición justiciera del karma que deja al agresor lisiado de por vida y paradójicamente convertido en un miembro del grupo de los débiles a los que tanto disfrutaba en martirizar) sino, en una demostración de lucidez implacable por parte del autor, por medio del recurso más sucio a la violencia y la delación que tristemente es su única vía al respeto de los demás…. e incluso al paraíso inalcanzable de las chicas y el primer beso. No hay conclusión para esta historia, con el protagonista aún entregado a la incertidumbre en que le sume el divorcio de sus padres y con él la necesidad de trasladarse del pueblo e iniciar otro traumático periodo de adaptación a una nueva comunidad y un nuevo colegio… si bien se ha producido un aprendizaje humano que revela su autenticidad en el hecho de haber sido brutal y haber garantizado la supervivencia a partir de la más cruda amputación de la inocencia: como siempre ha sido y la fatalidad nos sugiere que irremediablente siempre será. 

LEONARDO SCIASCIA: "El caso Moro"

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A caballo entre la crónica periodística objetiva (especialmente perceptible en partes como una exacta y puntual cronología de los hechos) y el ensayo plenamente subjetivo e intencionado, Sciascia dejó el mejor testimono escrito sobre la gran convulsión de la vida política italiana de finales de los años 70: el secuestro y posterior asesinato del líder del partido conservador y religioso Democracia Cristiana a manos de las Brigadas Rojas como consecuencia de la indignación que produjo en el grupo la hipotética formación de un gobierno de coalición entre comunistas y democristianos que había tenido en Moro uno de sus principales artífices, hechos en los que se implicó directamente como parte de la comisión parlamentaria que trató de esclarecer los hechos. El gran mérito de Sciascia es no sólo haber reivindicado su valor sino realizar una lectura lúcida y atenta de las cartas remitidas por Moro durante su retención, depreciadas por la clase política como testimonios de un hombre enajenado y hasta “drogado”, con la manifiesta intención de utilizar ese hipotético desquicie mental como excusa para no tomar las medidas (su “canje” por una docena de miembros de las Brigadas encarcelados) que el político, consciente desde el primer momento de su papel de “chivo expiatorio” de comportamientos atribuibles a otros tantos, exige para salvar su vida. En relación con este tema, el libro alcanza sus momentos más intensos y de lucidez más incisiva: los elementos simbólicos, incluidas “pistas” para su rescate que Sciascia cree adivinar, el planteamiento del dilema moral entre la supremacía de la vida humana, que el político relaciona necesariamente con sus convicciones cristianas, o unos principios ideológicos idealistas y sobre todo el escalofriante testimonio de la evolución psíquica de Moro que, desde la serenidad inicial resultante de la certeza de que sus peticiones serán escuchadas va endureciendo el tono a medida que se agota el tiempo y crece la agonía por su inminente muerte (su “pelea” con Zaccagnini, quien negó públicamente que Moro defendiera sus tesis sobre el cambio de prisioneros antes de ser secuestrado, es el momento central de tránsito entre una actitud y otra) , cae en la visceralidad y no duda en apelar al sentimiento de culpa y la mala conciencia de los demás (llega a definir su muerte como una “ejecución de pena de muerte”, pero no de las Brigadas claro, sino del mundo político italiano). La tesis del propio Sciascia es clara desde el principio y coincide con la de Moro, desvelando la hipocresía que supone dejar morir a un hombre inocente por la necesidad de preservación de una honradez estatal que en un país como Italia ni ha existido ni existirá jamás  y hay que añadirle el mérito añadido de que, sin dejar de empatizar con Moro y reconocerle su legítimo papel de víctima (“el menos implicado”, como también reconociera Pasolini), el retrato que ofrezca de él, como del resto de aspectos de la vida pública de su país que ofrece, no sea en absoluto complaciente (no en vano mediaban entre ellos importantes diferencias ideológicas): ya al inicio, acudiendo a unas palabras de Passolini (“…los hombres de poder democristianos cambiaron de pronto su manera de expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo (y tan incomprensible como el latín, por cierto) sobre todo Aldo Moro, es decir (por una misteriosa correlación)(…) con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el poder) lo convierte en encarnación de esa retórica vacía y malintencionada típica de los políticos conservadores (o de todos en general) e ironiza sobre el rol mitificador (muy hipócrita, en cuanto no era sino el tributo de consolación dirigido a un hombre al que todos parecían haber decidido sacrificar) de Moro como “gran hombre de estado”. Y este espíritu crítico de Sciascia y su coraje para expresarlo y defenderlo deja otros tantos momentos de inmediata brillantez: sus críticas a la cobardía, disfrazada de elogio o reflexión humanitaria, a los grupos políticos, la Iglesia o los medios de comunicación, a las Brigadas Rojas, lúcidamente desenmascaradas como organismo  consagrado a su sensibilidad popular (no en vano, insiste en sus muchas semejanzas con la Mafia, perceptible en detalles de su vida criminal como el gusto por disparar a los pies de sus víctimas e ironiza sobre el hecho de que en un país de vocación tan decididamente caótica como Italia exista una organización capaz de actuaciones efectivas y organizadas) y a la radical ineficacia de las fuerzas policiales, agravada por la nueva falsedad de organizar comandos y operaciones mastodónticas que intentaban transmitir entre la opinión pública una preocupación por el rescate de Moro que es obvio nunca existió.  Un libro de gran exigencia y hondura (su apariencia de obra “ligera”, mera crónica periodística, desaparece nada más pasar las primeras páginas) que reúne todos los requisitos para convertirse en canónico dentro de su peculiar género de negación o fusión de géneros literarios y no literarios y sigue alimentando la expectación por conocer la obra de un autor tan prolífico como a priori sustancioso. 

GEORGES SIMENON: "Las memorias de Maigret"

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Fascinante. Que fuera capaz de fulminar todos los prejuicios, fundamentalmente estilísticos, que podría suscitar en un lector snob (just like me) la literatura de género con una obra tan intachable como La prometida del Sr. Hire ya lo convertía de entrada en un nombre de referencia… pero ni siquiera entonces le creía capaz de un alarde cervantino (y no sólo en el fondo sino en detalles aparentemente superfluos como en un título de capítulo como este: En el que se habla de la llamada verdad pura y dura y que no convence a nadie, y de las verdades “apañadas”, al parecer más verdaderas que la realidad… no me digan que no parece sacado del mismísimo Quijote) de sabiduría metaliteraria y piedad por la condición humana como el que supone esta deliciosa y tristemente breve novela. Ya jubilado, el personaje emblema de Simenon, el inspector Maigret, recuerda el día en que conoció a un imberbe y un tanto petulante escritor, de ofensiva y aplastante autoconfianza, que lo visita en su comisaría a fin de recabar espacios y documentación para sus futuras obras que, con esa humildad a la que parece que se obliga los escritores de género, designa como “semiliterarias”.  Cierta antipatía inicial se convierte directamente en estupor un tanto impotente al verse convertido ya, meses después, en personaje central de una larga saga de novelas policíacas inspiradas en los casos más relevantes de su carrera como inspector. Se pone en marcha así un fascinante juego en que Simenon y Maigret se convierten el uno al otro en materia literaria, ahondan en las costuras de la ficción y su relación problemática con la realidad (fundamentalmente en como un hecho sometido al efecto distorsionador de la literatura y su infinidad de imprecisiones acaba paradójicamente convertido en más verosímil y creíble que el propio acontecimiento real: yo le he hecho a usted más verdadero que la realidad, puede presumir Simenon delante del amigo-personaje) y en el que el ya maduro inspector, con cierto afán de revancha no disimulado (y que le reprocha incluso su esposa, fan entregada de las novelas protagonizadas por él) inicia su propio relato memorístico para revelar el detalle concreto que nos choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio. En sus memorias (por más que deje claro en todo momento que dicho título es una imposición editorial y no una elección propia), Maigret se complace en salvar las grietas que había dejado la escritura de Simenon, convirtiéndose en un personaje de tanto peso e identidad como él mismo en sus escritos más autobiográficos, sobre todo reveladores detalles de sus orígenes entre los que hay alguna historia fascinante como la de su padre, hombre caído en la desgracia por un acto de piedad (el “perdón” a un amigo, médico con problemas de alcoholismo, cuya incompetencia le había hecho hacer morir a una mujer en un parto, que le hará convertirse en culpable indirecto de la muerte de su propia esposa por ponerla en sus manos) que lo sume en la incomunicación con el mundo pero que determina de forma inconsciente la vocación profesional de Maigret, que ingresa en la policía tras conocer a un oficial con sorprendente parecido físico y psíquico al padre perdido antes de la muerte. Al margen del original y lúcido juego entre realidad y ficción, la otra gran virtud del libro (también cervantina, como ya hemos comentado) es la exposición de la compasión del autor por los seres más débiles y desfavorecidos que se aúna a una ironía corrosiva contra las clases aristocráticas y del poder: ahí está el retrato de su asistencia a las fiestas de la aristocracia más clasista y endogámica, la de los Leonard (que se complace en formar una clase elitista de hombres dedicados a la ingeniería y las obras públicas), en los que se comporta con una encantadora torpeza (la divertida escena en que el nerviosismo le lleva a comer compulsivamente galletitas de té y convertirse en objeto de burla para la toda la reunión de snobs) que acaba enamorando a su futura mujer, único ser de su entorno inteligente y libre de los prejuicios de clase, la defensa de la mayor dignidad de los “crímenes” cometidos por el pueblo, guiados siempre por instintos primarios y violentamente naturales como el afán de supervivencia o la pasión amorosa o sexual frente a la hipocresía y las turbias conspiraciones (que, por supuesto, no deben jamás publicitarse) de los de arriba o las melancólicas narraciones de sus trabajos en entornos marginales con prostitutas (pese a que estas se ríen cruelmente de él) o por hoteles persiguiendo a emigrantes sin papeles de vida absolutamente mísera. Al final, la tesis de Maigret es la de una innegable empatía con los delincuentes, que él intenta disfrazar de forma conmovedora con el supuesto afán de precisión y objetividad casi científica que rige su trabajo,  resultado de la innegable complicidad que crea compartir un espacio y una forma de vida y principalmente, de la lucidez de saber que, en el fondo, la vida de los hombres no es sino cuestión de roles repartidos de manera fortuita y abiertamente fatalista, ante los que nuestra voluntad se muestra repetidamente impotente y que rara vez admiten su redención. Y el libro termina como empezó: con una emotiva e inteligente ternura, la de Maigret reflexionando con cierta tristeza sobre su conciencia de fracaso y sus límites como escritor, siempre matizada por el humor que le lleva a aceptar las citadas imprecisiones y carencias de la escritura ( el detalle jocoso final del nombre de la botella de licor confundido) como el hecho fundamental que la convierte en fascinante y profundamente humana. 

GERARD REVE: "Las noches"

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Esta novela del neerlandés Revé, el más emblemático “enfant terrible” de las letras de su país, (protagonista de un buen número de polémicas a costa de su explícita homosexualidad, su controvertida conversión al catolicismo y su manera personal de vivirlo (famosa escena de una de sus novelas en que el protagonista tiene relaciones sexuales con Dios) y lo exaltado de sus ideas políticas, si bien detestaba el comunismo) podría colocarse junto al disco inicial de The Velvet Underground and Nico como una de las obras de debut más radicales y avasalladoras de la historia del arte moderno, si bien quizá su equivalente rockero inmediato serían los discos de Joy Division: esta es la novela que le hubiera encantado leer a Ian Curtis, en el que caso de que no hubiera llegado a hacerlo antes de acabar voluntariamente su vida con los mismos veintitrés años que tiene el “héroe” de esta narración. Narración de planteamiento simétrico (demasiado, la única pega que podría presentársele es su tendencia a la reiteración indefinida de situaciones y motivos temáticos), nos ofrece las diez últimas noches del año 1947 en la vida del prematuramente alienado oficinista Frits van Etgers. Como detalle curioso, es significativo que, estando tan próximo históricamente el final de la IIGM y siendo Holanda uno de los países contendientes y que más daños sufrió, no haya en toda la obra una alusión explícita al conflicto. O tal vez sí: la deshumanización y el aplanamiento emocional de Frits y tantos otros personajes, especialmente los de su generación de veinteañeros, es mucho más elocuente que cualquier digresión de tipo historicista y pone de manifiesto que, en cualquier caso, los auténticos destrozos de la crueldad son siempre más psíquicos, por inadvertidos e imposibles de resolver, que los materialmente reconocibles. En estos días de Navidad y llegada del nuevo año, Frits exhibe una vida que es la sublimación de la soledad y el vacío moral ( con alguna que otra estampa especialmente magistral como su asistencia a la tópica reunión de antiguos alumnos del instituto, agobiante en la evocación de cómo fracasó como estudiante por su temprana predisposición al tedio y sintomática de la inapetencia e íntima hipocresía con que afronta las relaciones humanas cotidianas): sus padres le aburren y le irritan, incluso en sus liturgias domésticas más mínimas, pese a la ausencia de una confrontación directa y su revancha perpetua es su terco afán a no darse por enterado de su infelicidad y del fracaso de la comunicación entre ambos, sólo se dirige a su hermano para recordarle las peleas de ambos en la infancia o su calvicie (Frits está obsesionado por cualquier mínimo indicio de degradación física y psíquica, especialmente este, motivo reiterado a lo largo de toda la obra, y el miedo que ocultan apenas puede salvar el cruel cinismo de sus opiniones sobre la vejez) y, pese a contar con un nutrido grupo de “amigos” la falta de lazos afectivos entre ellos asoma continuamente en unas conversaciones que acaban dirigiéndose fatalmente al absurdo o el ensañamiento en anécdotas luctuosas o desagradables. Especialmente despiadado se muestra Frits en su comportamiento con los más débiles y desnortados de todos ellos, como Maurits, asolado por sus problemas físicos (es tuerto de un ojo) y un extravío existencial que le lleva a entregarse a la delincuencia o Bep, acechada perpetuamente por la soledad y la amenaza de la enfermedad. Este hombre, que ni siquiera es capaz de entregarse al vicio con auténtica convicción (la escena de su borrachera en una fiesta junto a su amigo Jaap es tan fortuita, inexpresiva y espontáneamente vacía como las demás), por supuesto, no puede dejar de suscitar cierta compasión en sus puntuales momentos de honestidad consigo mismo, expresión de mala conciencia por su falta de empatía con los otros o desconsuelo naif que revela su complejo de Peter Pan expulsado prematuramente de la infancia (sus patéticas conversaciones con el conejo de juguete) pero, en cualquier caso, no tiene el más mínimo resquicio de salvación y, muy sabiamente, el autor cierra la obra sin acontecimiento final de ningún tipo, con una apremiante reiteración de lo mismo. Por desgracia y, pese a su abundante obra y preeminencia en la literatura centroeuropea de la segunda mitad del XX, esta novela recién salida en Acantilado es casi la única disponible en castellano en estos momentos: habrá que esperar si el mismo sello u otro (necesariamente independiente) se anima a sacar El cuarto hombre (más famosa por la película de Paul Verhoeven), El lenguaje del amor (editada por Ultramar en los años 80) o algunos de sus volúmenes de cartas. Por el momento, nombre a no perder y reivindicar. 

JOSÉ MADRID: "Equilibrista: La vida de Cecilia".

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Hay libros que, a cambio del placer de hacerse con ellos y leerlos, te arrebatan un sueño. Me pasó con Edgar Lee Masters, cuando me privó de manera tan brillante de aquel proyecto poético adolescente de hilvanar un poemario en torno a las voces que monologaban obsesivamente desde su tumba en el cementerio, y ahora con José Madrid, que pone punto y final a mi antigua ambición de pedir una excedencia o aprovechar una baja indefinida por enfermedad para escribir una biografía de Cecilia, una de las muchas cuentas pendientes que tenía nuestra cultura con figuras mal o parcialmente conocidas, de una percepción lastrada por infinidad de tópicos, pero esenciales para comprender el mundo en que vivimos. Al menos el mío (no otros tantos que espero aparezcan después con el estímulo de este firmado por un joven periodista granadino) ya sobra: el de José Madrid está perfectamente documentado (incluye fotografías, fragmentos de declaraciones y cartas personales tanto de la artista como de su entorno laboral y personal, un buen puñado de anécdotas que se mueven entre la conmoción (el hecho de que Luis Gómez Escolar, novio de “Eva” aparte de músico esencial de los años de la transición, se enterara de su fallecimiento por un comentario “moralista” de un taxista de Madrid) y lo entrañable (el origen de la célebre “Un ramito de violetas” en los ramos de flores que Evangelina y sus hermanos cogían animados por el diplomático José Ramón Sobredo, romántico empedernido, para regalárselos a su madre), realiza un certero trazado biográfico incidiendo en su infancia cosmopolita (Estados Unidos y Jordania fueron las estancias que más la marcaron, de donde proceden constantes de su obra como la filiación con la canción de autor femenina norteamericana (frente a la relevancia de los modelos franceses en autores como Serrat, Aute o Mari Trini, siempre se consideró a Cecilia en una línea más próxima a Melanie, Joni Mitchell, Judy Collins, Janis Ian o Carole King, por citar algunos nombres representativos) y un espíritu crítico contra el militarismo que encajaba perfectamente con su progresivo interés por la historia y la cultura españolas) o la impronta de sus primeros pinitos artísticos en el grupo de aires psicodélicos Expresión (aunque todos sus integrantes renegaran de esta experiencia, temas como “Try catch the sun” no están tan lejos de las mejores composiciones de Jefferson Airplane y grupos similares) y los recitales y, en general, la inmersión cultural con unos escasos veinte años de que disfrutó junto al artista y estudioso Joaquín Díaz, una relación que se acabó a medida que ambos se veían incapaces de controlar la implicación emocional que se abría paso entre las inquietudes compartidas e incluso el título es más certero y afinado que el “Me quedaré soltera: Cecilia” que yo había fabulado. “Equilibrista” no es sólo una de sus mejores canciones (los guiños irónicos de la letra, esos arreglos deliciosamente marcianos y adelantados a su tiempo) sino una definición precisa de la propia condición existencial de Evangelina Sobredo, siempre jugando al funambulismo entre su apertura mental (perceptible no sólo en sus ideas sino, por ejemplo, en lo desconcertante que resultaba su atrevida forma de hablar o de vestirse o en su propio conflicto interior entre su vocación juglaresca y la necesidad de cumplir las expectativas de sus padres como “niña estudiosa de alguna carrera”, tal y como afirma en la canción) y la persistencia atávica del conservadurismo en las postrimerías de la dictadura o  su singularidad artística, poco sensible a las servidumbres del  dinero y la popularidad, frente a los intentos de las multinacionales discográficas por adocenarla y convertirla en una figura más próxima a la música comercial que triunfaba en las listas de éxitos. En el plano de la estricta crítica musical, Madrid sabe que, frente al ruido mediático que despertaron canciones clásicas como Dama, dama, Un ramito de violetas o Mi querida España (estupendos temas, especialmente los dos primeras, aunque a Mi querida España hay que reivindicarla…aunque sólo sea porque le ha pasado lo mismo que al Born in the Usa de Springsteen, una canción de claro espíritu crítico convertido en himno patriotero (no en vano, Cecilia recibió abucheos e incluso huevos en el escenario por atreverse a cantarla en Mondragón en una fecha tan delicada como el año 1975) por mentes tan estúpidas como malintencionadas) la auténtica esencia de Cecilia está en lo más desconocido, ese disco extraordinario al que la sentencia de obra maestra por parte de reconocidos expertos y su influencia sobre buena parte del mejor pop independiente hecho por estas tierras a partir de los ochenta no le ha bastado para que a día de hoy siga sin tener una edición en CD (vergüenza que no se da ni en el caso de unas artistas tan negadas del fervor del público y de la industria del disco como Vainica Doble): Cecilia 2. Su techo creativo, el que mejor ejemplifica el concepto de su música como un punto equidistante entre la canción de autor serratiana y el minimalismo pop de muchos de sus devotos posteriores (Berlanga, Le Mans) que aún está a la espera de una continuación a su altura, el que incluye un buen puñado de sus mejores canciones (“Andar”, “Me quedaré soltera”, “Si no fuera porque”, “Canción de amor”, “Cuando yo era pequeña”, “Equilibrista” o “Con los ojos en paz”) y en el que, a pesar de que perdiera unas cuantas batallas por la insurrección ante la todopoderosa CBS (que se cargó de un plumazo tanto el “Me quedaré soltera” como título original como las atrevidas fotografías de Pablo Pérez Mínguez en que se sugería un embarazo que hacía una mezcla explosiva con la denominación del disco), consiguió crear un auténtico caramelo envenenado, melodías de falsa inocencia y orientación naif que súbitamente dejaban transparentar un mundo interior marcado por la insatisfacción y el existencialismo más oscuro (“poetisa del fatalismo”, la llamaba muy acertadamente Juan Manuel Freire en el número de Rockdelux en que se reivindicaba este trabajo, que suponía en lo particular, una confesión letal; en lo general, un ataque frontal a una España rancia, atrapada en un statu quo no apto para mentes con las fronteras abiertas), con la ayuda de los magníficos arreglos musicales de José Nieto y un entorno profesional que, ya que había lastrado buena parte del potencial transgresor del disco, permitió a Cecilia gozar de una mayor autonomía y capacidad de decisión, especialmente en composición de textos y tratamiento musical de los mismos, del que había disfrutado en el previo y “teledirigido” (y aún así tan delicioso como cualquiera de sus piezas, si atendemos a que es el disco de “Dama, dama”, “Nada de nada” , “Al son del clarín “ (así que el Juan del Rosal, el falso aristócrata enriquecido que da un braguetazo en la canción era en realidad un profesor suyo en la facultad de Derecho…), “Fauna” o “Mi gata Luna”, además de la mítica portada del guante de boxeo)  “Cecilia” en 1972. ¿Cómo habría evolucionado la carrera de esta artista de no cruzarse en su camino aquella carreta de bueyes mal iluminada una noche de verano de 1976, en el pueblo zamorano de Colinas de Trasmonte, donde hace unos años se le homenajeó y levantó una placa en su memoria?. Creo que es fácil de adivinar: “Un ramito de violetas” (1975) es un buen disco, de cuidado acabado formal, tanta en la composición de Cecilia con en la labor arreglista de Juan Carlos Calderón, con otros tantos temas antológicos (junto al titular y el “Mi querida España”, habría que reivindicar imperiosamente el precioso “Esta tierra”, que la madre de la artista tenía por uno de sus predilectos) pero que es evidente que representa ese tránsito desde la canción del autor más o menos comprometida o el pop independiente (más indigerible para los ansiosos de negocio en el mundo del disco) hacia una música más melódica y edulcorada que tanto ambicionaba la CBS y que se hizo explícita en su participación, de mala gana y prácticamente obligada por imperativos de contrato, en el festival de la OTI (pese a cantar desmotivada y con una de sus peores canciones, una balada un tanto plana cuya letra consiguió adecentar en compañía de Gómez Escolar y otras personas de su círculo más próximo, quedó en segundo lugar y probablemente habría ganado de no producirse aquel problema en la emisión vía satélite que impidió a algunos países contemplar su actuación y por tanto votarla) o el aire chirriantemente cursi de los videoclips sobre sus canciones que se rodaron en el programa de promoción de la misma (por desgracia, se han convertido en imágenes tópicamente asociadas a su figura)… sin embargo, una rebelde innata (aunque nunca explícitamente reconocida como tal, ni ante los demás ni ante sí misma) como Eva Sobredo tenía ya previsto su próximo asalto en su pulso perpetuo por preservar su identidad: un disco de canciones basadas en textos poéticos de Valle-Inclán, que nunca llegaría a ver la luz más que de forma parcial (en realidad, solo “Doña Estefaldina” ha aparecido de forma habitual en las sucesivas compilaciones antológicas de su obra) a causa de su prematura muerte. Optar por un autor como Valle-Inclán no es una opción cualquiera, supone hacerlo por un espíritu lacerante hasta lo corrosivo y una tensión formalista del lenguaje que está a los antípodas de lo digerible por magnates y público devoto de los productos de las multinacionales… así que suponemos que el “equilibrismo” hubiese vuelto a su punto inicial, después de que los gerifaltes se frotaran las manos celebrando la domesticación de una artista tan reticente a dejarse encasillar. Por desgracia, sólo nos quedó el silencio, algún apreciable rescate de material inédito que sabe a poco (“Canciones inéditas”, integrado por “reconstrucciones” orquestales de Juan Carlos Calderón a partir de una serie de maquetas básicas grabadas en un magnetofón,  de 1983 es un disco notable e incluye algunos temas, como “El testamento”, cuya eliminación de los discos oficiales parece inexplicable a causa de su calidad pero… ¿dónde están esos temas valleinclanescos perdidos? ¿están perdidos de verdad o, como reza una oscura leyenda, dormitan acumulando polvo en algún sórdido despacho de la CBS?), una recepción póstuma de su delegado que, fatalmente, tenía que alternar entre lo sublime y lo mediocre- oportunista (bien por Berlanga, Fangoria, Manzanita o Amaral pero… ¿quién (cojones) permitió las versiones de Mocedades, Rocío Dúrcal, Miguel Bosé (por más que tuviera derechos sentimentales sobre la obra de su amiga Eva) o El Canto del Loco?)… y al menos una docena larga de las mejores canciones de pop de autor que se hayan realizado jamás en este país. Y ahora, por fin, una biografía, y excelente: se la recomiendo.