Con el miedo con que se metería una piel de bebé en el agua,
con el terror de que se deshaga el espejismo de la pureza (perdón por la
cursilería), así se lee este mítico poemario de Barrett Browning (aquí el
apellido de casada es más pertinente que nunca, por cuanto tienen estos textos
de voluntaria y encendida rendición al hombre amado, que quizá no guste a las
feministas furibundas pero es parte esencial de cualquier amor que aspire a ser
tildado de auténtico). Hay que conocer, incluso profundizar en las
circunstancias personales de su autora, sus años de encierro y enfermedad, su
segura certeza de que nadie la querría jamás, para comprender cómo se afronta
el amor en estos poemas, con esa sensación de don no merecido (que se agradece
continuamente con una emotividad que desarma), de voluntad de enajernarse a lo místico en él,
de saberse insólitamente rescatada del
dolor, una gratitud que no evita el pánico a que se deshaga el espejismo y
vuelva la vida a su inercia de sombra. El libro en su conjunto es conmovedor
(más aún cuando sabemos que la autora se los ocultó al propio Browning con la
inestimable ayuda de la máscara ficticia, inspirada en la amada que había
encendido los versos del portugués Camoens pero también guiño doméstico porque
al parecer Browning llamaba cariñosamente “la portuguesa”, por su afición a
estos textos, a su mujer, y que sólo se los dejó ver, y con él a la posteridad ,después
de que el inglés se diera cuenta inmediata de su calidad literaria, cuando pretendía
ayudarlo a superar un trance personal difícil tras la muerte de su madre) y
compone uno de los más “altos” poemarios de amor de todos los tiempos (en la
propia tradición inglesa, Shakespeare o Keats podrían verse en entredicho como
mejores sonetistas de su lengua), parte inequívoca de una tradición
petrarquista ya feminizada por autoras como Vitoria Colonna (la dedicatoria a
un solo hombre, la infravaloración personal ante lo amado (el grito de mis grillos contra tu mandolina…ejemplo de que un poema
en un verso cabe, como nos recordaba Bécquer), el primer y último soneto con
valor de prólogo y conclusión, alusión a determinados tópicos de la tradición
trovadoresca también retomados por los renacentistas como la “senhal”, falta
quizá el “vario stilo” a causa del efecto uniformador de la utilización
exclusiva del soneto) y a la vez innegablemente original y moderno (porque la
autenticidad emocional hace que cualquier viejo sentimiento se lea como recién
aparecido en la tierra), pero deja algunas piezas que, aisladamente, despuntan
como joyas rotundas: la rotunda defensa del amor “per se”, por encima de los
refinamientos (que Barrett sabe en el fondo superficiales) de la inteligencia y
la virtud del XIV, el nuevo vuelo poético que alcanzan los citados tópicos de
la tradición (el soneto sobre las cartas, el tópico para nosotros quevedesco
pero antes clásico del amor que se sobrepone a la muerte (XLII) y especialmente el de la “senhal” en forma de
rizo de cabello: pensé que lo cortaran
tijeras funerarias,/mas el Amor lo hará… Tómalo tú…/encuentra de aquel tiempo,
indeleble e intacto,/el beso que al morir, dejó mi madre en él), el
sentimiento de culpa por el agravio de no saber intuir el presagio del amor
entre la obviedad del sufrimiento (mítico soneto XX), la tenacidad con que
llega a negarse la condición mortal sólo porque engendra dolor para el amado
(XXII), el amor como confirmación de los espectros de idealismo con que se ha
conjurado la tristeza (XXVI), el reto para el amado de que su persona pueda
suplantar su existencia entera, no su luz sino (he ahí lo meritorio) su parte proporcional de sombra (XXXV)… en fin,
cada uno puede elegir sus predilectos de este florilegio inacabable. Preciosa
edición en la editorial Torremozas, cuya existencia preserve el destino por
años e impecable traducción (o eso le parece a un profano como yo) de la
filóloga madrileña afincada en Estados Unidos Marta Porpetta.
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