Hay libros que, a cambio del placer de hacerse con ellos y
leerlos, te arrebatan un sueño. Me pasó con Edgar Lee Masters, cuando me privó
de manera tan brillante de aquel proyecto poético adolescente de hilvanar un
poemario en torno a las voces que monologaban obsesivamente desde su tumba en
el cementerio, y ahora con José Madrid, que pone punto y final a mi antigua
ambición de pedir una excedencia o aprovechar una baja indefinida por
enfermedad para escribir una biografía de Cecilia, una de las muchas cuentas
pendientes que tenía nuestra cultura con figuras mal o parcialmente conocidas,
de una percepción lastrada por infinidad de tópicos, pero esenciales para comprender
el mundo en que vivimos. Al menos el mío (no otros tantos que espero aparezcan
después con el estímulo de este firmado por un joven periodista granadino) ya
sobra: el de José Madrid está perfectamente documentado (incluye fotografías,
fragmentos de declaraciones y cartas personales tanto de la artista como de su
entorno laboral y personal, un buen puñado de anécdotas que se mueven entre la
conmoción (el hecho de que Luis Gómez Escolar, novio de “Eva” aparte de músico
esencial de los años de la transición, se enterara de su fallecimiento por un
comentario “moralista” de un taxista de Madrid) y lo entrañable (el origen de
la célebre “Un ramito de violetas” en los ramos de flores que Evangelina y sus
hermanos cogían animados por el diplomático José Ramón Sobredo, romántico
empedernido, para regalárselos a su madre), realiza un certero trazado
biográfico incidiendo en su infancia cosmopolita (Estados Unidos y Jordania
fueron las estancias que más la marcaron, de donde proceden constantes de su
obra como la filiación con la canción de autor femenina norteamericana (frente
a la relevancia de los modelos franceses en autores como Serrat, Aute o Mari
Trini, siempre se consideró a Cecilia en una línea más próxima a Melanie, Joni
Mitchell, Judy Collins, Janis Ian o Carole King, por citar algunos nombres representativos)
y un espíritu crítico contra el militarismo que encajaba perfectamente con su
progresivo interés por la historia y la cultura españolas) o la impronta de sus
primeros pinitos artísticos en el grupo de aires psicodélicos Expresión (aunque
todos sus integrantes renegaran de esta experiencia, temas como “Try catch the
sun” no están tan lejos de las mejores composiciones de Jefferson Airplane y
grupos similares) y los recitales y, en general, la inmersión cultural con unos
escasos veinte años de que disfrutó junto al artista y estudioso Joaquín Díaz,
una relación que se acabó a medida que ambos se veían incapaces de controlar la
implicación emocional que se abría paso entre las inquietudes compartidas e
incluso el título es más certero y afinado que el “Me quedaré soltera: Cecilia”
que yo había fabulado. “Equilibrista” no es sólo una de sus mejores canciones
(los guiños irónicos de la letra, esos arreglos deliciosamente marcianos y adelantados
a su tiempo) sino una definición precisa de la propia condición existencial de
Evangelina Sobredo, siempre jugando al funambulismo entre su apertura mental
(perceptible no sólo en sus ideas sino, por ejemplo, en lo desconcertante que
resultaba su atrevida forma de hablar o de vestirse o en su propio conflicto
interior entre su vocación juglaresca y la necesidad de cumplir las
expectativas de sus padres como “niña estudiosa de alguna carrera”, tal y como
afirma en la canción) y la persistencia atávica del conservadurismo en las
postrimerías de la dictadura o su
singularidad artística, poco sensible a las servidumbres del dinero y la popularidad, frente a los
intentos de las multinacionales discográficas por adocenarla y convertirla en
una figura más próxima a la música comercial que triunfaba en las listas de
éxitos. En el plano de la estricta crítica musical, Madrid sabe que, frente al
ruido mediático que despertaron canciones clásicas como Dama, dama, Un ramito de
violetas o Mi querida España
(estupendos temas, especialmente los dos primeras, aunque a Mi querida España hay que reivindicarla…aunque
sólo sea porque le ha pasado lo mismo que al Born in the Usa de Springsteen, una canción de claro espíritu
crítico convertido en himno patriotero (no en vano, Cecilia recibió abucheos e
incluso huevos en el escenario por atreverse a cantarla en Mondragón en una
fecha tan delicada como el año 1975) por mentes tan estúpidas como
malintencionadas) la auténtica esencia de Cecilia está en lo más desconocido,
ese disco extraordinario al que la sentencia de obra maestra por parte de
reconocidos expertos y su influencia sobre buena parte del mejor pop
independiente hecho por estas tierras a partir de los ochenta no le ha bastado
para que a día de hoy siga sin tener una edición en CD (vergüenza que no se da
ni en el caso de unas artistas tan negadas del fervor del público y de la
industria del disco como Vainica Doble): Cecilia 2. Su techo creativo, el que
mejor ejemplifica el concepto de su música como un punto equidistante entre la
canción de autor serratiana y el minimalismo pop de muchos de sus devotos
posteriores (Berlanga, Le Mans) que aún está a la espera de una continuación a
su altura, el que incluye un buen puñado de sus mejores canciones (“Andar”, “Me
quedaré soltera”, “Si no fuera porque”, “Canción de amor”, “Cuando yo era
pequeña”, “Equilibrista” o “Con los ojos en paz”) y en el que, a pesar de que
perdiera unas cuantas batallas por la insurrección ante la todopoderosa CBS
(que se cargó de un plumazo tanto el “Me quedaré soltera” como título original
como las atrevidas fotografías de Pablo Pérez Mínguez en que se sugería un
embarazo que hacía una mezcla explosiva con la denominación del disco),
consiguió crear un auténtico caramelo envenenado, melodías de falsa inocencia y
orientación naif que súbitamente dejaban transparentar un mundo interior
marcado por la insatisfacción y el existencialismo más oscuro (“poetisa del
fatalismo”, la llamaba muy acertadamente Juan Manuel Freire en el número de
Rockdelux en que se reivindicaba este trabajo, que suponía en lo particular, una confesión letal; en lo general, un ataque frontal
a una España rancia, atrapada en un statu quo no apto para mentes con las
fronteras abiertas), con la ayuda de los magníficos arreglos musicales de
José Nieto y un entorno profesional que, ya que había lastrado buena parte del
potencial transgresor del disco, permitió a Cecilia gozar de una mayor
autonomía y capacidad de decisión, especialmente en composición de textos y
tratamiento musical de los mismos, del que había disfrutado en el previo y “teledirigido”
(y aún así tan delicioso como cualquiera de sus piezas, si atendemos a que es
el disco de “Dama, dama”, “Nada de nada” , “Al son del clarín “ (así que el
Juan del Rosal, el falso aristócrata enriquecido que da un braguetazo en la
canción era en realidad un profesor suyo en la facultad de Derecho…), “Fauna” o
“Mi gata Luna”, además de la mítica portada del guante de boxeo) “Cecilia” en 1972. ¿Cómo habría evolucionado
la carrera de esta artista de no cruzarse en su camino aquella carreta de
bueyes mal iluminada una noche de verano de 1976, en el pueblo zamorano de
Colinas de Trasmonte, donde hace unos años se le homenajeó y levantó una placa
en su memoria?. Creo que es fácil de adivinar: “Un ramito de violetas” (1975)
es un buen disco, de cuidado acabado formal, tanta en la composición de Cecilia
con en la labor arreglista de Juan Carlos Calderón, con otros tantos temas
antológicos (junto al titular y el “Mi querida España”, habría que reivindicar
imperiosamente el precioso “Esta tierra”, que la madre de la artista tenía por
uno de sus predilectos) pero que es evidente que representa ese tránsito desde
la canción del autor más o menos comprometida o el pop independiente (más
indigerible para los ansiosos de negocio en el mundo del disco) hacia una
música más melódica y edulcorada que tanto ambicionaba la CBS y que se hizo
explícita en su participación, de mala gana y prácticamente obligada por
imperativos de contrato, en el festival de la OTI (pese a cantar desmotivada y
con una de sus peores canciones, una balada un tanto plana cuya letra consiguió
adecentar en compañía de Gómez Escolar y otras personas de su círculo más
próximo, quedó en segundo lugar y probablemente habría ganado de no producirse
aquel problema en la emisión vía satélite que impidió a algunos países
contemplar su actuación y por tanto votarla) o el aire chirriantemente cursi de
los videoclips sobre sus canciones que se rodaron en el programa de promoción
de la misma (por desgracia, se han convertido en imágenes tópicamente asociadas
a su figura)… sin embargo, una rebelde innata (aunque nunca explícitamente
reconocida como tal, ni ante los demás ni ante sí misma) como Eva Sobredo tenía
ya previsto su próximo asalto en su pulso perpetuo por preservar su identidad:
un disco de canciones basadas en textos poéticos de Valle-Inclán, que nunca
llegaría a ver la luz más que de forma parcial (en realidad, solo “Doña
Estefaldina” ha aparecido de forma habitual en las sucesivas compilaciones
antológicas de su obra) a causa de su prematura muerte. Optar por un autor como
Valle-Inclán no es una opción cualquiera, supone hacerlo por un espíritu
lacerante hasta lo corrosivo y una tensión formalista del lenguaje que está a
los antípodas de lo digerible por magnates y público devoto de los productos de
las multinacionales… así que suponemos que el “equilibrismo” hubiese vuelto a
su punto inicial, después de que los gerifaltes se frotaran las manos
celebrando la domesticación de una artista tan reticente a dejarse encasillar.
Por desgracia, sólo nos quedó el silencio, algún apreciable rescate de material
inédito que sabe a poco (“Canciones inéditas”, integrado por “reconstrucciones”
orquestales de Juan Carlos Calderón a partir de una serie de maquetas básicas
grabadas en un magnetofón, de 1983 es un
disco notable e incluye algunos temas, como “El testamento”, cuya eliminación
de los discos oficiales parece inexplicable a causa de su calidad pero… ¿dónde
están esos temas valleinclanescos perdidos? ¿están perdidos de verdad o, como
reza una oscura leyenda, dormitan acumulando polvo en algún sórdido despacho de
la CBS?), una recepción póstuma de su delegado que, fatalmente, tenía que
alternar entre lo sublime y lo mediocre- oportunista (bien por Berlanga,
Fangoria, Manzanita o Amaral pero… ¿quién (cojones) permitió las versiones de
Mocedades, Rocío Dúrcal, Miguel Bosé (por más que tuviera derechos
sentimentales sobre la obra de su amiga Eva) o El Canto del Loco?)… y al menos
una docena larga de las mejores canciones de pop de autor que se hayan
realizado jamás en este país. Y ahora, por fin, una biografía, y excelente: se
la recomiendo.
2 comentarios:
Me ha emocionado leer su crítica. Creo que es la mejor que me han hecho y la que verdaderamente capta lo que yo quería reflejar en el libro
Le doy mil gracias (y me quedo corto)
JOSE MADRID
Yo sí que me acabo de quedar helado, José... Llevo escuchando a Cecilia desde que tenía seis años (el primer disco que tuve fue precisamente "Cecilia 2" en cassette, me lo llevó mi padre al hospital como regalo después de una operación... y bien sabes tú que no hace falta ninguna coartada sentimental para amar estas canciones), me conmueve que precisamente tú me digas que me he acercado algo a su esencia al retratarla. Como dice la reseña, me has arrebatado un sueño, pero me alegro, ya lo creo que sí. Gracias a ti.
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