Esta novela del neerlandés Revé, el más emblemático “enfant
terrible” de las letras de su país, (protagonista de un buen número de
polémicas a costa de su explícita homosexualidad, su controvertida conversión
al catolicismo y su manera personal de vivirlo (famosa escena de una de sus
novelas en que el protagonista tiene relaciones sexuales con Dios) y lo
exaltado de sus ideas políticas, si bien detestaba el comunismo) podría
colocarse junto al disco inicial de The Velvet Underground and Nico como una de
las obras de debut más radicales y avasalladoras de la historia del arte
moderno, si bien quizá su equivalente rockero inmediato serían los discos de
Joy Division: esta es la novela que le hubiera encantado leer a Ian Curtis, en
el que caso de que no hubiera llegado a hacerlo antes de acabar voluntariamente
su vida con los mismos veintitrés años que tiene el “héroe” de esta narración. Narración
de planteamiento simétrico (demasiado, la única pega que podría presentársele
es su tendencia a la reiteración indefinida de situaciones y motivos
temáticos), nos ofrece las diez últimas noches del año 1947 en la vida del
prematuramente alienado oficinista Frits van Etgers. Como detalle curioso, es
significativo que, estando tan próximo históricamente el final de la IIGM y
siendo Holanda uno de los países contendientes y que más daños sufrió, no haya
en toda la obra una alusión explícita al conflicto. O tal vez sí: la
deshumanización y el aplanamiento emocional de Frits y tantos otros personajes,
especialmente los de su generación de veinteañeros, es mucho más elocuente que
cualquier digresión de tipo historicista y pone de manifiesto que, en cualquier
caso, los auténticos destrozos de la crueldad son siempre más psíquicos, por
inadvertidos e imposibles de resolver, que los materialmente reconocibles. En
estos días de Navidad y llegada del nuevo año, Frits exhibe una vida que es la
sublimación de la soledad y el vacío moral ( con alguna que otra estampa
especialmente magistral como su asistencia a la tópica reunión de antiguos
alumnos del instituto, agobiante en la evocación de cómo fracasó como
estudiante por su temprana predisposición al tedio y sintomática de la
inapetencia e íntima hipocresía con que afronta las relaciones humanas
cotidianas): sus padres le aburren y le irritan, incluso en sus liturgias
domésticas más mínimas, pese a la ausencia de una confrontación directa y su
revancha perpetua es su terco afán a no darse por enterado de su infelicidad y
del fracaso de la comunicación entre ambos, sólo se dirige a su hermano para
recordarle las peleas de ambos en la infancia o su calvicie (Frits está
obsesionado por cualquier mínimo indicio de degradación física y psíquica,
especialmente este, motivo reiterado a lo largo de toda la obra, y el miedo que
ocultan apenas puede salvar el cruel cinismo de sus opiniones sobre la vejez)
y, pese a contar con un nutrido grupo de “amigos” la falta de lazos afectivos
entre ellos asoma continuamente en unas conversaciones que acaban dirigiéndose
fatalmente al absurdo o el ensañamiento en anécdotas luctuosas o desagradables.
Especialmente despiadado se muestra Frits en su comportamiento con los más
débiles y desnortados de todos ellos, como Maurits, asolado por sus problemas
físicos (es tuerto de un ojo) y un extravío existencial que le lleva a
entregarse a la delincuencia o Bep, acechada perpetuamente por la soledad y la
amenaza de la enfermedad. Este hombre, que ni siquiera es capaz de entregarse
al vicio con auténtica convicción (la escena de su borrachera en una fiesta
junto a su amigo Jaap es tan fortuita, inexpresiva y espontáneamente vacía como
las demás), por supuesto, no puede dejar de suscitar cierta compasión en sus
puntuales momentos de honestidad consigo mismo, expresión de mala conciencia
por su falta de empatía con los otros o desconsuelo naif que revela su complejo
de Peter Pan expulsado prematuramente de la infancia (sus patéticas
conversaciones con el conejo de juguete) pero, en cualquier caso, no tiene el
más mínimo resquicio de salvación y, muy sabiamente, el autor cierra la obra
sin acontecimiento final de ningún tipo, con una apremiante reiteración de lo
mismo. Por desgracia y, pese a su abundante obra y preeminencia en la
literatura centroeuropea de la segunda mitad del XX, esta novela recién salida
en Acantilado es casi la única disponible en castellano en estos momentos:
habrá que esperar si el mismo sello u otro (necesariamente independiente) se
anima a sacar El cuarto hombre (más famosa por la película de Paul
Verhoeven), El lenguaje del amor (editada por Ultramar en los años 80) o
algunos de sus volúmenes de cartas. Por el momento, nombre a no perder y
reivindicar.
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