Fascinante. Que fuera capaz de fulminar todos los
prejuicios, fundamentalmente estilísticos, que podría suscitar en un lector
snob (just like me) la literatura de género con una obra tan intachable como La
prometida del Sr. Hire ya lo convertía de entrada en un nombre de
referencia… pero ni siquiera entonces le creía capaz de un alarde cervantino (y
no sólo en el fondo sino en detalles aparentemente superfluos como en un título
de capítulo como este: En el que se habla
de la llamada verdad pura y dura y que no convence a nadie, y de las verdades
“apañadas”, al parecer más verdaderas que la realidad… no me digan que no
parece sacado del mismísimo Quijote) de sabiduría metaliteraria y piedad por la
condición humana como el que supone esta deliciosa y tristemente breve novela.
Ya jubilado, el personaje emblema de Simenon, el inspector Maigret, recuerda el
día en que conoció a un imberbe y un tanto petulante escritor, de ofensiva y
aplastante autoconfianza, que lo visita en su comisaría a fin de recabar
espacios y documentación para sus futuras obras que, con esa humildad a la que
parece que se obliga los escritores de género, designa como “semiliterarias”. Cierta antipatía inicial se convierte
directamente en estupor un tanto impotente al verse convertido ya, meses
después, en personaje central de una larga saga de novelas policíacas
inspiradas en los casos más relevantes de su carrera como inspector. Se pone en
marcha así un fascinante juego en que Simenon y Maigret se convierten el uno al
otro en materia literaria, ahondan en las costuras de la ficción y su relación
problemática con la realidad (fundamentalmente en como un hecho sometido al
efecto distorsionador de la literatura y su infinidad de imprecisiones acaba
paradójicamente convertido en más verosímil y creíble que el propio
acontecimiento real: yo le he hecho a
usted más verdadero que la realidad, puede presumir Simenon delante del
amigo-personaje) y en el que el ya maduro inspector, con cierto afán de
revancha no disimulado (y que le reprocha incluso su esposa, fan entregada de
las novelas protagonizadas por él) inicia su propio relato memorístico para
revelar el detalle concreto que nos
choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.
En sus memorias (por más que deje claro en todo momento que dicho título es una
imposición editorial y no una elección propia), Maigret se complace en salvar
las grietas que había dejado la escritura de Simenon, convirtiéndose en un
personaje de tanto peso e identidad como él mismo en sus escritos más
autobiográficos, sobre todo reveladores detalles de sus orígenes entre los que
hay alguna historia fascinante como la de su padre, hombre caído en la
desgracia por un acto de piedad (el “perdón” a un amigo, médico con problemas
de alcoholismo, cuya incompetencia le había hecho hacer morir a una mujer en un
parto, que le hará convertirse en culpable indirecto de la muerte de su propia
esposa por ponerla en sus manos) que lo sume en la incomunicación con el mundo
pero que determina de forma inconsciente la vocación profesional de Maigret,
que ingresa en la policía tras conocer a un oficial con sorprendente parecido
físico y psíquico al padre perdido antes de la muerte. Al margen del original y
lúcido juego entre realidad y ficción, la otra gran virtud del libro (también
cervantina, como ya hemos comentado) es la exposición de la compasión del autor
por los seres más débiles y desfavorecidos que se aúna a una ironía corrosiva
contra las clases aristocráticas y del poder: ahí está el retrato de su
asistencia a las fiestas de la aristocracia más clasista y endogámica, la de
los Leonard (que se complace en formar una clase elitista de hombres dedicados
a la ingeniería y las obras públicas), en los que se comporta con una
encantadora torpeza (la divertida escena en que el nerviosismo le lleva a comer
compulsivamente galletitas de té y convertirse en objeto de burla para la toda
la reunión de snobs) que acaba enamorando a su futura mujer, único ser de su
entorno inteligente y libre de los prejuicios de clase, la defensa de la mayor
dignidad de los “crímenes” cometidos por el pueblo, guiados siempre por
instintos primarios y violentamente naturales como el afán de supervivencia o
la pasión amorosa o sexual frente a la hipocresía y las turbias conspiraciones
(que, por supuesto, no deben jamás publicitarse) de los de arriba o las
melancólicas narraciones de sus trabajos en entornos marginales con prostitutas
(pese a que estas se ríen cruelmente de él) o por hoteles persiguiendo a
emigrantes sin papeles de vida absolutamente mísera. Al final, la tesis de
Maigret es la de una innegable empatía con los delincuentes, que él intenta
disfrazar de forma conmovedora con el supuesto afán de precisión y objetividad
casi científica que rige su trabajo,
resultado de la innegable complicidad que crea compartir un espacio y
una forma de vida y principalmente, de la lucidez de saber que, en el fondo, la
vida de los hombres no es sino cuestión de roles repartidos de manera fortuita
y abiertamente fatalista, ante los que nuestra voluntad se muestra
repetidamente impotente y que rara vez admiten su redención. Y el libro termina
como empezó: con una emotiva e inteligente ternura, la de Maigret reflexionando
con cierta tristeza sobre su conciencia de fracaso y sus límites como escritor,
siempre matizada por el humor que le lleva a aceptar las citadas imprecisiones
y carencias de la escritura ( el detalle jocoso final del nombre de la botella
de licor confundido) como el hecho fundamental que la convierte en fascinante y
profundamente humana.
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