A caballo entre la crónica periodística objetiva
(especialmente perceptible en partes como una exacta y puntual cronología de
los hechos) y el ensayo plenamente subjetivo e intencionado, Sciascia dejó el
mejor testimono escrito sobre la gran convulsión de la vida política italiana
de finales de los años 70: el secuestro y posterior asesinato del líder del
partido conservador y religioso Democracia Cristiana a manos de las Brigadas
Rojas como consecuencia de la indignación que produjo en el grupo la hipotética
formación de un gobierno de coalición entre comunistas y democristianos que
había tenido en Moro uno de sus principales artífices, hechos en los que se
implicó directamente como parte de la comisión parlamentaria que trató de
esclarecer los hechos. El gran mérito de Sciascia es no sólo haber reivindicado
su valor sino realizar una lectura lúcida y atenta de las cartas remitidas por
Moro durante su retención, depreciadas por la clase política como testimonios
de un hombre enajenado y hasta “drogado”, con la manifiesta intención de
utilizar ese hipotético desquicie mental como excusa para no tomar las medidas
(su “canje” por una docena de miembros de las Brigadas encarcelados) que el
político, consciente desde el primer momento de su papel de “chivo expiatorio”
de comportamientos atribuibles a otros tantos, exige para salvar su vida. En
relación con este tema, el libro alcanza sus momentos más intensos y de lucidez
más incisiva: los elementos simbólicos, incluidas “pistas” para su rescate que
Sciascia cree adivinar, el planteamiento del dilema moral entre la supremacía
de la vida humana, que el político relaciona necesariamente con sus
convicciones cristianas, o unos principios ideológicos idealistas y sobre todo
el escalofriante testimonio de la evolución psíquica de Moro que, desde la
serenidad inicial resultante de la certeza de que sus peticiones serán
escuchadas va endureciendo el tono a medida que se agota el tiempo y crece la
agonía por su inminente muerte (su “pelea” con Zaccagnini, quien negó
públicamente que Moro defendiera sus tesis sobre el cambio de prisioneros antes
de ser secuestrado, es el momento central de tránsito entre una actitud y otra)
, cae en la visceralidad y no duda en apelar al sentimiento de culpa y la mala
conciencia de los demás (llega a definir su muerte como una “ejecución de pena
de muerte”, pero no de las Brigadas claro, sino del mundo político italiano).
La tesis del propio Sciascia es clara desde el principio y coincide con la de
Moro, desvelando la hipocresía que supone dejar morir a un hombre inocente por
la necesidad de preservación de una honradez estatal que en un país como Italia
ni ha existido ni existirá jamás y hay
que añadirle el mérito añadido de que, sin dejar de empatizar con Moro y
reconocerle su legítimo papel de víctima (“el menos implicado”, como también
reconociera Pasolini), el retrato que ofrezca de él, como del resto de aspectos
de la vida pública de su país que ofrece, no sea en absoluto complaciente (no
en vano mediaban entre ellos importantes diferencias ideológicas): ya al
inicio, acudiendo a unas palabras de Passolini (“…los hombres de poder democristianos cambiaron de pronto su manera de
expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo (y tan incomprensible
como el latín, por cierto) sobre todo Aldo Moro, es decir (por una misteriosa
correlación)(…) con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el
poder) lo convierte en encarnación de esa retórica vacía y malintencionada
típica de los políticos conservadores (o de todos en general) e ironiza sobre
el rol mitificador (muy hipócrita, en cuanto no era sino el tributo de
consolación dirigido a un hombre al que todos parecían haber decidido
sacrificar) de Moro como “gran hombre de estado”. Y este espíritu crítico de
Sciascia y su coraje para expresarlo y defenderlo deja otros tantos momentos de
inmediata brillantez: sus críticas a la cobardía, disfrazada de elogio o
reflexión humanitaria, a los grupos políticos, la Iglesia o los medios de
comunicación, a las Brigadas Rojas, lúcidamente desenmascaradas como organismo consagrado a su sensibilidad popular (no en
vano, insiste en sus muchas semejanzas con la Mafia, perceptible en detalles de
su vida criminal como el gusto por disparar a los pies de sus víctimas e
ironiza sobre el hecho de que en un país de vocación tan decididamente caótica
como Italia exista una organización capaz de actuaciones efectivas y
organizadas) y a la radical ineficacia de las fuerzas policiales, agravada por
la nueva falsedad de organizar comandos y operaciones mastodónticas que
intentaban transmitir entre la opinión pública una preocupación por el rescate
de Moro que es obvio nunca existió. Un
libro de gran exigencia y hondura (su apariencia de obra “ligera”, mera crónica
periodística, desaparece nada más pasar las primeras páginas) que reúne todos
los requisitos para convertirse en canónico dentro de su peculiar género de
negación o fusión de géneros literarios y no literarios y sigue alimentando la
expectación por conocer la obra de un autor tan prolífico como a priori
sustancioso.
GEORGES SIMENON: "Las memorias de Maigret"
Fascinante. Que fuera capaz de fulminar todos los
prejuicios, fundamentalmente estilísticos, que podría suscitar en un lector
snob (just like me) la literatura de género con una obra tan intachable como La
prometida del Sr. Hire ya lo convertía de entrada en un nombre de
referencia… pero ni siquiera entonces le creía capaz de un alarde cervantino (y
no sólo en el fondo sino en detalles aparentemente superfluos como en un título
de capítulo como este: En el que se habla
de la llamada verdad pura y dura y que no convence a nadie, y de las verdades
“apañadas”, al parecer más verdaderas que la realidad… no me digan que no
parece sacado del mismísimo Quijote) de sabiduría metaliteraria y piedad por la
condición humana como el que supone esta deliciosa y tristemente breve novela.
Ya jubilado, el personaje emblema de Simenon, el inspector Maigret, recuerda el
día en que conoció a un imberbe y un tanto petulante escritor, de ofensiva y
aplastante autoconfianza, que lo visita en su comisaría a fin de recabar
espacios y documentación para sus futuras obras que, con esa humildad a la que
parece que se obliga los escritores de género, designa como “semiliterarias”. Cierta antipatía inicial se convierte
directamente en estupor un tanto impotente al verse convertido ya, meses
después, en personaje central de una larga saga de novelas policíacas
inspiradas en los casos más relevantes de su carrera como inspector. Se pone en
marcha así un fascinante juego en que Simenon y Maigret se convierten el uno al
otro en materia literaria, ahondan en las costuras de la ficción y su relación
problemática con la realidad (fundamentalmente en como un hecho sometido al
efecto distorsionador de la literatura y su infinidad de imprecisiones acaba
paradójicamente convertido en más verosímil y creíble que el propio
acontecimiento real: yo le he hecho a
usted más verdadero que la realidad, puede presumir Simenon delante del
amigo-personaje) y en el que el ya maduro inspector, con cierto afán de
revancha no disimulado (y que le reprocha incluso su esposa, fan entregada de
las novelas protagonizadas por él) inicia su propio relato memorístico para
revelar el detalle concreto que nos
choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.
En sus memorias (por más que deje claro en todo momento que dicho título es una
imposición editorial y no una elección propia), Maigret se complace en salvar
las grietas que había dejado la escritura de Simenon, convirtiéndose en un
personaje de tanto peso e identidad como él mismo en sus escritos más
autobiográficos, sobre todo reveladores detalles de sus orígenes entre los que
hay alguna historia fascinante como la de su padre, hombre caído en la
desgracia por un acto de piedad (el “perdón” a un amigo, médico con problemas
de alcoholismo, cuya incompetencia le había hecho hacer morir a una mujer en un
parto, que le hará convertirse en culpable indirecto de la muerte de su propia
esposa por ponerla en sus manos) que lo sume en la incomunicación con el mundo
pero que determina de forma inconsciente la vocación profesional de Maigret,
que ingresa en la policía tras conocer a un oficial con sorprendente parecido
físico y psíquico al padre perdido antes de la muerte. Al margen del original y
lúcido juego entre realidad y ficción, la otra gran virtud del libro (también
cervantina, como ya hemos comentado) es la exposición de la compasión del autor
por los seres más débiles y desfavorecidos que se aúna a una ironía corrosiva
contra las clases aristocráticas y del poder: ahí está el retrato de su
asistencia a las fiestas de la aristocracia más clasista y endogámica, la de
los Leonard (que se complace en formar una clase elitista de hombres dedicados
a la ingeniería y las obras públicas), en los que se comporta con una
encantadora torpeza (la divertida escena en que el nerviosismo le lleva a comer
compulsivamente galletitas de té y convertirse en objeto de burla para la toda
la reunión de snobs) que acaba enamorando a su futura mujer, único ser de su
entorno inteligente y libre de los prejuicios de clase, la defensa de la mayor
dignidad de los “crímenes” cometidos por el pueblo, guiados siempre por
instintos primarios y violentamente naturales como el afán de supervivencia o
la pasión amorosa o sexual frente a la hipocresía y las turbias conspiraciones
(que, por supuesto, no deben jamás publicitarse) de los de arriba o las
melancólicas narraciones de sus trabajos en entornos marginales con prostitutas
(pese a que estas se ríen cruelmente de él) o por hoteles persiguiendo a
emigrantes sin papeles de vida absolutamente mísera. Al final, la tesis de
Maigret es la de una innegable empatía con los delincuentes, que él intenta
disfrazar de forma conmovedora con el supuesto afán de precisión y objetividad
casi científica que rige su trabajo,
resultado de la innegable complicidad que crea compartir un espacio y
una forma de vida y principalmente, de la lucidez de saber que, en el fondo, la
vida de los hombres no es sino cuestión de roles repartidos de manera fortuita
y abiertamente fatalista, ante los que nuestra voluntad se muestra
repetidamente impotente y que rara vez admiten su redención. Y el libro termina
como empezó: con una emotiva e inteligente ternura, la de Maigret reflexionando
con cierta tristeza sobre su conciencia de fracaso y sus límites como escritor,
siempre matizada por el humor que le lleva a aceptar las citadas imprecisiones
y carencias de la escritura ( el detalle jocoso final del nombre de la botella
de licor confundido) como el hecho fundamental que la convierte en fascinante y
profundamente humana.
GERARD REVE: "Las noches"
Esta novela del neerlandés Revé, el más emblemático “enfant
terrible” de las letras de su país, (protagonista de un buen número de
polémicas a costa de su explícita homosexualidad, su controvertida conversión
al catolicismo y su manera personal de vivirlo (famosa escena de una de sus
novelas en que el protagonista tiene relaciones sexuales con Dios) y lo
exaltado de sus ideas políticas, si bien detestaba el comunismo) podría
colocarse junto al disco inicial de The Velvet Underground and Nico como una de
las obras de debut más radicales y avasalladoras de la historia del arte
moderno, si bien quizá su equivalente rockero inmediato serían los discos de
Joy Division: esta es la novela que le hubiera encantado leer a Ian Curtis, en
el que caso de que no hubiera llegado a hacerlo antes de acabar voluntariamente
su vida con los mismos veintitrés años que tiene el “héroe” de esta narración. Narración
de planteamiento simétrico (demasiado, la única pega que podría presentársele
es su tendencia a la reiteración indefinida de situaciones y motivos
temáticos), nos ofrece las diez últimas noches del año 1947 en la vida del
prematuramente alienado oficinista Frits van Etgers. Como detalle curioso, es
significativo que, estando tan próximo históricamente el final de la IIGM y
siendo Holanda uno de los países contendientes y que más daños sufrió, no haya
en toda la obra una alusión explícita al conflicto. O tal vez sí: la
deshumanización y el aplanamiento emocional de Frits y tantos otros personajes,
especialmente los de su generación de veinteañeros, es mucho más elocuente que
cualquier digresión de tipo historicista y pone de manifiesto que, en cualquier
caso, los auténticos destrozos de la crueldad son siempre más psíquicos, por
inadvertidos e imposibles de resolver, que los materialmente reconocibles. En
estos días de Navidad y llegada del nuevo año, Frits exhibe una vida que es la
sublimación de la soledad y el vacío moral ( con alguna que otra estampa
especialmente magistral como su asistencia a la tópica reunión de antiguos
alumnos del instituto, agobiante en la evocación de cómo fracasó como
estudiante por su temprana predisposición al tedio y sintomática de la
inapetencia e íntima hipocresía con que afronta las relaciones humanas
cotidianas): sus padres le aburren y le irritan, incluso en sus liturgias
domésticas más mínimas, pese a la ausencia de una confrontación directa y su
revancha perpetua es su terco afán a no darse por enterado de su infelicidad y
del fracaso de la comunicación entre ambos, sólo se dirige a su hermano para
recordarle las peleas de ambos en la infancia o su calvicie (Frits está
obsesionado por cualquier mínimo indicio de degradación física y psíquica,
especialmente este, motivo reiterado a lo largo de toda la obra, y el miedo que
ocultan apenas puede salvar el cruel cinismo de sus opiniones sobre la vejez)
y, pese a contar con un nutrido grupo de “amigos” la falta de lazos afectivos
entre ellos asoma continuamente en unas conversaciones que acaban dirigiéndose
fatalmente al absurdo o el ensañamiento en anécdotas luctuosas o desagradables.
Especialmente despiadado se muestra Frits en su comportamiento con los más
débiles y desnortados de todos ellos, como Maurits, asolado por sus problemas
físicos (es tuerto de un ojo) y un extravío existencial que le lleva a
entregarse a la delincuencia o Bep, acechada perpetuamente por la soledad y la
amenaza de la enfermedad. Este hombre, que ni siquiera es capaz de entregarse
al vicio con auténtica convicción (la escena de su borrachera en una fiesta
junto a su amigo Jaap es tan fortuita, inexpresiva y espontáneamente vacía como
las demás), por supuesto, no puede dejar de suscitar cierta compasión en sus
puntuales momentos de honestidad consigo mismo, expresión de mala conciencia
por su falta de empatía con los otros o desconsuelo naif que revela su complejo
de Peter Pan expulsado prematuramente de la infancia (sus patéticas
conversaciones con el conejo de juguete) pero, en cualquier caso, no tiene el
más mínimo resquicio de salvación y, muy sabiamente, el autor cierra la obra
sin acontecimiento final de ningún tipo, con una apremiante reiteración de lo
mismo. Por desgracia y, pese a su abundante obra y preeminencia en la
literatura centroeuropea de la segunda mitad del XX, esta novela recién salida
en Acantilado es casi la única disponible en castellano en estos momentos:
habrá que esperar si el mismo sello u otro (necesariamente independiente) se
anima a sacar El cuarto hombre (más famosa por la película de Paul
Verhoeven), El lenguaje del amor (editada por Ultramar en los años 80) o
algunos de sus volúmenes de cartas. Por el momento, nombre a no perder y
reivindicar.