Un poemario, un libro que en realidad son dos, dos partes
disímiles en su factura formal (de la “pureza estilística” a una amplitud de
registros en que tienen cabida la reelaboración lírica del lenguaje coloquial,
el prosaísmo bien entendido, la heterodoxia onírica y surreal y hasta alguna
concesión “arty” al barroquismo) y su temática (una evolución de la
subjetividad a la apertura al drama humano del otro que se hace coherente en su
condición de emanación espontánea del sentido de la gratitud y la humildad ante la existencia, que constituye el
subtexto más emotivo, pero también más oculto, más necesitado de un lector de
hipersensible agudeza, de estos poemas)
que se cierran como una sola, como un bucle firmemente ensamblado en su
apelación a la esperanza, la única cuya existencia parece legitimada, la
esperanza “per se”, la que se nos ofrece como posibilidad inmotivada (no hay
ningún motivo para la esperanza, y todos lo sabemos) y por pura terquedad de afirmarse, sin necesidad de obviedades de felicidad que no hacen sino frivolizarla; frutos ambas de una permeabilidad creativa y
una cultura literaria que se antojan tristemente insólitas en el actual
panorama literario español.
La obra se inicia con “Esta luz”, un arrebato de gozo
guilleniano (ese “de tan alta y sin vaivén” de “Beato sillón” que se cuela
deliberadamente, como una intertextualidad eufórica, entre sus versos) con
guiños al Dámaso “metafísico” de los Gozos de la vista, texto que ya
revela las mejores cualidades de esencialidad y reducción a mínimos
estilísticos de la voz del autor (especialmente perceptibles en las “distancias
cortas”, en los poemas en verso breve, encabalgado y “puro” o esa maestría de precisión
lírica de las múltiples muestras de literatura aforística que contiene) y,
fundamentalmente, el que será el principal eje temático de esta primera parte:
la humildad, indisociable de cierto pudor de no merecer la felicidad o al menos
de temor a deshacerla por la persistencia del contacto con la tristeza, la
grandeza de espíritu de saberse obsequiado por la vida (en “Noche”, será la
oscuridad quien reciba la intensidad de su acción de gracias como antes la luz
y “Velando” es un poema emocionante por esa reciprocidad, decidida, alentada desde
dentro y no casual, del “don” haciéndose a sí mismo “ofrenda”, afán de entrega
con un celo que alimenta el sentirse urgido por la gratitud), una modestia que no
se niega sino que queda paradójicamente reforzada en la sutileza de una
percepción sobre el mundo que lo hace cuasi dios, receptor y hasta ejecutor de
fenómenos físicos y prodigios (“Mirada”) y le labra su propia autosuficiencia,
el convertirse en un depositario de intuiciones
cuyo ahondamiento en su interior le hace no necesitar la insuficiencia del
lenguaje. Gemela de esta idea resulta una concepción de la existencia como
negación de la actividad intelectual o la reflexión, una decidida antítesis
entre el pensar y el vivir en que este se convierte en un fluir espontáneo de
la sensación que se concreta en atmósferas de belleza y serenidad en que se
relativiza y diluye el yo (como la que alienta el poema “Despedida”) y llega a
violentarse incluso la imposición de la condición mortal, didáctica de lo
sensorial que no anula la supervivencia de cierto afán “inquisitivo” afirmado sobre
el potencial de revelación de la naturaleza que parece apuntar en poemas como
“En un jardín brunelesco”. En definitiva, lucidez y hondura emocional que no pueden sino confluir en un poema final como
“Credo”, conmovedor en su certeza de que toda derrota es apariencia porque por
medio de ella se ha adquirido el sentido de la propia dignidad personal ante la
flaqueza (Creo/en la resurrección/de la
carne/de los amantes./Creo/sagrado/el eterno vavién/de vida/muerte/de los que
aman)./Perdí el amor,/gané este alba).
La segunda parte, Nosotros,
actúa como una suerte de “ensanche” del poemario tanto por la cualidad poliédrica de sus registros estilísticos (a la citada inventiva
surreal, que en realidad ya ilustraban poemas de la primera sección como
“Noche” u “Océano” o la aproximación a los usos coloquiales del lenguaje puede
añadirse también la agudeza incisiva de
su humor, como en el poema “Mi señor”,
donde la perfecta asimilación del tono confesionalista asociado al
remordimiento de cuño agustiniano va desembocando en audacia irreverente, una
desvirtuación del tono y el léxico inicial que apuntalan una afirmación de la
libertad individual) como por la evolución del motivo central del dolor desde
el intimismo a su condición global, comunitaria, drama cuya naturaleza
compartida no se admitía más por pudor, por exceso de lucidez de hasta dónde
alcanzan los límites de su desgarro, que
por esnobismo, y que a menudo se nos narra como unas memorias de la fragilidad,
de la desorientación vital abocada a experiencias trágicas (locura,
alcoholismo, drogadicción) que hacen inevitables las referencias al tono del “realismo
sucio” o el confesionalismo (digna de Anne Sexton o Alejandra Pizarnik es la
serie “Tres ensayos sobre el olvido”, cuyo principal acierto es focalizar el
trauma de saberse fondeando la nada a través de una desmemoria en que sólo
resuena la única pervivencia del rencor) donde quedan fundidas la vida propia y
la ajena . Entre poemas de singularidad inclasificable como “Abril”, híbrido extravagante
en la confusión de su tono entre escatológico, alucinatorio y naif macabro,
Nombela encuentra versos para evidenciar su dominio del “ritmo” poético (por
ejemplo en la dinámica de avances y retrocesos del poema “Solitud”, con su “in crescendo” desde la tristeza más íntima y
desconsolada de las partes iniciales hasta la violencia expresiva, precipitada en
la irracionalidad luctuosa de las imágenes de la parte III, para regresar al
“sosiego”, fruto de la conversión del dolor casi en especulación existencial,
de la coda final) y apuntalar en “Crisis” una poesía social que transgrede todos los tópicos del género por su desarrollo
por medio de paradojas: el drama de a quien le falta el trabajo y eso le sume no solo en la pobreza
sino en la histeria afectiva y con ella la soledad frente al de quien lo haya y
es destruido metódicamente por él; el que tiene “poco” como única salvación del
que carece de todo, en una firme apelación a la responsabilidad ética del
ciudadano común frente a la tentación viciosa de delegar en las clases del
poder o las instituciones).
Y aún le resta asistir al lector a un último rastro de
caridad humana que lo es además de sabia construcción estructural, un final que
otorga una cualidad cíclica al poemario en el que la esperanza, en el sentido
“arbitrario” que hemos comentado al principio, queda restaurada súbitamente después de poemas
que han afrontado de forma descarnada, con una valentía no sobornable al
ternurismo o la corrección moral, las vivencias más sórdidas que podrían haber
hecho corroborar su extinción: Vivir, buscar, no encontrar, seguir o no buscando(nosotros,
ocho, y esta luz cinco), uno de los mejores textos del libro, entre otra
infinidad de matices que acoge su complejidad, va creciendo como un inventario de raíces en
que se sustenta el pundonor por vivir en que caben la memoria (ya sea en forma
de recuerdos o de revelaciones tardías), el afecto humano, la negación ingenua o la terquedad ante el
hecho de que la existencia sea exclusivamente dolor o una actitud de honestidad
ante el fracaso que lo convierte en un paradójico héroe moral a lo Álvaro de
Campo; antesala de la redención, mitad anhelo y mitad certeza, expresada entre
la confidencia y la gravedad casi lapidaria, que sugiere ”Última fe” (Creo que/al menos mientras vivimos,/hay un bien imperecedero,/una
suerte de dios,/en el hecho/de haber amado/alguna vez./Esa es hoy/mi última
fe,/el único motivo/ por el
cual/volvería a la vida).
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