Tres inhalaciones, tres calas en una escritura que apuntala
su singularidad en el panorama lírico actual y, lo que es más importante, su
calidad, en la riqueza poliédrica de su
estilo, un hermetismo que traza una escritura exigente y a la vez participativa
para el lector a través de una expresión vocacionalmente imprecisa que abre el
poema a la diversidad de lecturas e interpretaciones y una aceptación decidida
del riesgo de la experimentación, un posicionamiento, casi más ético que
estético, fundamentado .en la continua reinvención y el socavamiento de las
propias certezas artísticas antes de que puedan convertirse en tópicas.
“Las luces largas”
destaca por su intensidad de sugestión descriptiva, el talento para la creación de una atmosfera
de densa irrealidad dramática en que la naturaleza y la escenografía
inquietante del nocturno introducen la recreación en la proximidad de una
agonía y una muerte que no se saben si
son las del poeta o, en cualquier caso,
certeras máscaras de alteridad para ahondar en la propia. Y ese es precisamente
su gran logro: la ambivalencia de perspectiva, cierta ambigüedad deliberada
entre una distancia objetiva, una frialdad de análisis científico o policial,
de mirada inmunizada o vuelta a la asepsia emocional en su contacto cotidiano
con la atrocidad y una profundización íntima de monólogo de cadáver rulfiano (…podría ser tu cuerpo aferrado a los
grilletes de mi cuerpo (…) /Creer lo ajeno/ como propio, sobrecogerse/en la
prolongación/adversa…), trazando un bucle
desquiciado en que se funden el peso de las ausencias, el miedo o el propio
menosprecio y la conciencia de la derrota, grietas entre las que se va filtrando una serenidad
que se dilata a medida que se hace patente el acecho de la nada (Morir no tiene por qué/ser diferente a
pasar/ las aguas con cautela).
“Pequeña galería de poetas sin reloj” supone más que un
sugestivo cambio, una amplificación de registro en que la irracionalidad que
constituye el cimiento estilístico del autor conserva la heterodoxia, la
fluidez creativa (y, mejor aún, libertina)de la imagen (especialmente patente
en textos como “Gottfried Benn se saca un poema de la manga”) pero integrándola en una estructura verbal de
dicción menos hermética, más asequible, que tiene su valor fundamental en la
ironía, un humor contaminado por cierto escepticismo y rendición al desencanto
que, desde una perspectiva de deliberado distanciamiento impersonal más propia
de un tratado enciclopédico que de un poemario, pone en pie un implacable
muestrario de miserias consustanciales al “ser lírico” en que se entralazan la
mordacidad contra la incompetencia vital, el infantilismo que quiere disfrazarse de encanto naif o
inocencia subsistente , el patetismo de pervertir la espontaneidad en favor de
la pose (“Unica Zurn se entretiene con muñecas y trapos”), la complacencia del
servilismo ante los “consagrados” (“Victoriano Crémer no se acuerda de mí”) ,
la falacia de su vocación subversiva, el solipsismo o la predisposición morbosa
a la melancolía del poeta, (“Efraín
huerta se retracta de todo”, “Un tal Jaime Gil nos habla cada día”) a veces con
un punto de goce lúdico en el autodesprecio que remite a Pessoa y al más
cáustico de sus heterónimos (Álvaro de Campos, claro, quien podría haber
firmado un texto como “Philip Sopault se deja asustar por poco”, poema
excelente por su mirada incisiva y desmitificadora contra tópicos sobre la
percepción del poeta por parte del “profano” en el mundo literario como el
miedo al “acecho apocalíptico” que parece presagiar labor tan poco respetable y
enemiga de la sensatez del o su búsqueda
patológica de la excentricidad en una continua huida de la mediocridad que se
considera definitoria del hombre común.)
“Un poema de amor” resulta ya escalofriante desde la ironía
trágica de su propio título, no elegido con cinismo sino desde el desencanto
aún peor que constituye la certeza de la imposibilidad de la comunicación y la
negación de un espacio de afectividad inocente y depurada del miedo en que
pudiera asentarse la vida. Y aquí nuevamente nos fascina la versatilidad de
registros, el énfasis en la potencialidad expresiva del lenguaje por medio de
una palabra de arista dura, bronca, de dramática y sucia inmediatez frente a la
cadencia lírica con que se sugiere una vivencia amorosa que pertenece a la
literatura y no a una realidad humana donde no es transplantable su idealismo pero
que la sentencia como el error más humanamente justificable a causa de la
imposición de la soledad (ha ocurrido
porque la realidad la desgracia/escuece asentirla nos impone soñar/con un
tiempo más fértil/en disculpas más dulce que nuestro candor/al sonreír
abrazados como las pequeñas/que no confían en jamás jamás/escribir con sus
dedos manzanas sorbetes). Víctima y verdugo alternan sus voces, tejen una
confusión perturbadora que alientan el terror de una (me dan ganas de marchar me dan/ganas de tirarme a los coches/me dan
ganas de coger el cuchillo/clavarlo en tu boca por favor no lo hagas abriré así
las piernas) y la atrocidad del otro sincopada por la honestidad del
reconocimiento de la culpa y su tentativa de expiación en la lucidez sobre la
propia debilidad(no me veas con odio/no
soy ruin como insinúan afuera/me mortifican tus ojos si miras a alguien)
para ir trenzando una corroboración lenta y progresivamente agónica de
cualquier probabilidad de redención en lo erótico (y el amor que destruye/lo que sabía acertar aquel rostro/incapaz de
abordarse en la incipiente serenidad/al salir a la glorieta de los ajenos no es
extraño/comprobar que el deseo se enfrenta al deseo/de alguien que estorba),
que queda sellada en la efectividad lapidaria de las últimas líneas (pégame duro da igual/ya no siento nada debo
de estar muerta), cruda evidencia de que el dolor solo remite en el
instante simultáneo en que culmina la rendición de la vida que ha asolado.
En definitiva, tres partes de factura dispar pero semejante
en su coherencia y su apuesta por la radicalidad, que conforman el testimonio de
resistencia de una escritura arriesgada, necesaria en un momento histórico y
literario en que la palabra se precipita al desgaste, a esa monocordia de su domesticación por el pensamiento estándar que la implacable
precisión del maestro Valente llamaba arte de la poesía ejercido a deshora como
una compraventa de ruidos usados.
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