Pese a que José María Eça de Queiroz la concibió como su
primera aproximación certera (y punto inicial de un proyecto de novelas cortas
sobre el Portugal contemporáneo, con personajes intercalados, según el modelo
de la comedia "balzacesca" que nunca llegó a materializar debido a su creciente
distanciamiento con este movimiento literario ) a una estética realista
que consideraba clave dentro del proceso
de modernización social y cultural de su país que se propuso su
mítica generación (con el malogrado Antero de Quental a la cabeza), como
muestra del aún persistente romanticismo que había influido, aunque a su pesar
en las primeras prosas del autor, “El primo Basilio”, que Eça corrigió y
reescribió varias veces sin encontrar nunca el resultado que satisfaziera su
implacable autocrítia, es un folletín.
Pero, eso sí, es probablemente la sublimación del folletín, la prueba
definitiva de que hasta el género más previsiblemente execrable puede ser el
cauce de una obra maestra si viene servido de la mano de un impecable estilo
literario y una agudeza crítica y satírica (Basilio Losada reivindica en la
introducción a esta edición que leo, traducida por el poeta Rafael Morales, en
Planeta que fue uno de los grandes humoristas de su época) que confirma a cada
instante la legítima ubicación del portugués entre los grandes un movimiento que
ha aportado algunos de los nombres más grandes de la historia de la novela.
Ligado a la temática decimonónica del adulterio femenino y a su filiación a la
sátira social y la introspección psicológica en los abismos de la culpa, su
protagonista, la joven Luisa, como han señalado reiteradamente los críticos en
la necesidad (que ya es más bien fastidio) de cotejarla con la Madame Bovary
que es personaje emblema de este conflicto, no es una soñadora enérgica,
decidida, con plena voluntad de practicar la evasión sentimental y carnal para
crearse su propia fuga a una realidad insatisfactoria, sino más bien un ser
“pasivo” cuya caída es resultado de una serie de condicionantes externos que
será incapaz de gestionar al tropezar con la maldad y la hipocresía que le rodea.
Ningún retrato suyo podría ser más acertado que el escrito por su propio
creador:
“…la señora sentimental, mal educada, nada espiritual
(porque el cristianismo ya no lo siente y porque no sabe lo que es la sanción
moral de la justicia), atiborrada de novelerías, lírica, sobreexcitada por la
ociosidad y por el objeto del mismo casamiento peninsular, que es
ordinariamente la lujuria, nerviosa por la falta de ejercicio y disciplina
moral, etc, etc… en fin, la burguesita de la Baixa”.
Luisa vive en su propia Arcadia feliz, casada con un joven
burgués de posibles y mayores expectativas de éxito, noble aunque
inevitablemente tocado por el espíritu reaccionario y conformista de su clase,
leyendo novelas, estrenando vestidos para ir al teatro y recibiendo al selecto
grupo de amigos de la familia en las pequeñas tertulias y frivolidades de salón
de una Lisboa más provinciana que cosmopolita. Una prologada ausencia del
esposo por motivos de negocios al Alemtejo y la súbita reaparición de su primer
amor de juventud, el primo Basilio, un joven de origen humilde convertido en la
más execrable versión del Don Juan y la soberbia del “hombre hecho a sí mismo”
que, enriquecido por efecto del azar y su carencia de escrúpulos en las
colonias brasileñas, mira cuanto le rodea
con hastío y una grotesca sensación de superioridad, sumada a la influencia de
su amiga Leopoldina (como han señalado los críticos, la auténtica Emma Bovary
de esta historia, una fabuladora impenitente enredada en una y otra historia
sentimental que es despreciada por el nudo de la sociedad biempensante lisboeta
simplemente por atreverse a reconocer y vivir de forma explícita lo que el fariseísmo de los demás convierte en algo
clandestino), quien le presenta el adulterio casi como un requisito imprescindible
de refinamiento y modernidad frente al catetismo del matrimonio
institucionalizado, la precipitan a una pasión ilegítima, como hemos comentado
antes, más inducida que elegida voluntariamente y alimentada siempre por cierto
poso de culpa ante el supuesto enamoramiento y el tormento que sufre Basilio
que no es más que una hábil mascarada para la satisfacción de un capricho
sexual.
A partir de este motivo central, se desata un subtexto de la
novela que sin duda era el objetivo principal de su autor: una crítica social
acerba, de una intensidad de querencias viscerales nada objetiva, contra una
sociedad carcomida por el atraso y la hipocresía moral (No dejan lugar a
ambigüedades palabras de Eça para caracterizar su principal interés en
evolucionar hacia una estética realista y naturalista: “Queremos hacer la
fotografía, iba casi a decir la caricatura, del viejo mundo burgués,
sentimental, devoto, católico, explotador, aristocrático, etc. y señalarlo para
escarnio, carcajada y desprecio del mundo moderno y democrático, preparando así
su ruina”) cuyo juicio moral, falso pero implacable, es la garra que se cierne
alimentado el complejo de culpa de la mujer díscola. Para su caracterización,
Eça se sirve de una implacable galería de seres tirando a esperpénticos que le
permiten lucir su no siempre reconocido talento para la sátira: el consejero
Acacio, caricatura del hombre público pomposo, retóricamente vacío y
autosatisfecho, el dramaturgo Ernesto, con el que satiriza los excesos de la
estética romántica aún persistente y los conflictos del artista en su contacto
con editores y empresarios (sin duda, todo ello con un fondo autobiográfico que
nos habla de la peripecia literaria del propio Eça), la irritante Doña
Felicidad, dama ridícula y cursi, de ideas ultramontanas y con un afán
patológico de llamar la atención apelando a la autocompasión por sus problemas
de salud o sus castos amores frustrados… un mundo inauténtico siempre amenazado
por el absurdo del que solo parece salvarse la autenticidad humana que representa
Ernesto, personaje bondadoso aunque un tanto resignado y falto de iniciativa
que aún conserva valores humanos de fidelidad y sincera implicación en el otro
que, pese a su insobornable sinceridad, no dudará en recurrir a la mentira (por
dos veces: para disimular los encuentros furtivos de Luisa y Basilio y para
intentar ocultar después la evidencia del “crimen” ante su amigo del alma) para
intentar defender la honra y buena imagen pública de los predilectos de su
corazón. Pero entre todos los caracteres de la obra, y así ha sido reconocido
por unanimidad por críticos y lectores, deslumbra el retrato psicológico
maestro de la criada Juliana, parte legítima de la galería de mejores
personajes novelescos salidos de la inventiva decimonónica, cuyo resentimiento
supera ampliamente el de un simple odio por diferencia de clase para
convertirse en una turbiedad que alimentan sus complejos físicos, su
frustración sentimental y sexual, el
acecho de una muerte temprana por problemas físicos, cierta delectación morbosa
en la inmoralidad de los demás y una existencia escrita sin participación de su
voluntad que la convierten en una implacable maestra del chantaje, la mentira y
la manipulación sentimental que se va dosificando en un impecable “in
crescendo” de la tensión dramática en la segunda parte de la novela
(sustancialmente mejor a la primera que detalla las interioridades de la
relación adúltera e incestuosa de la protagonista con Basilio) en que se va
ejerciendo una progresiva inversión de los roles “señora-criada” a medida que
crece la euforia y la sensación de poder de Juliana, que no podía sino
convertirse en el detonante de la tragedia final.
Tragedia final con dos “clímax”... que por supuesto no os revelo aquí. La novela tuvo un éxito impresionante en su época,
tanto entre la crítica (salvo en los pacatos de turno, similares a los que
llevaron a Flaubert a juicio por inmoralidad, que la calificaron de
“pornográfica”) como en entre los lectores, y supuso la mayoría de edad
inmediata del realismo portugués que desde entonces, y hasta que a partir de la
década de los ochenta Eça se viera tentando por evolucionar hacia otras
estéticas orientadas a lo estético, lo fantástico o lo humorístico en cuya suma
veía la misma encarnadura de la modernidad, ya contaba con un autor capaz de
competir con los frutos de las mayores luminarias del español, el ruso o el
modelo francés originario. La única y muy significativa voz disonante fue la
del brasileño Machado de Assis, que criticó duramente la “inercia” que presidía
el comportamiento de algunos personajes (entre los que solo salvaba la
“intensidad shakesperiana” del carácter de Juliana) e ironizaba sobre el
supuesto mensaje crítico y moral de la obra (para él reducido a que “hay que
saber elegir a los fámulos en las relaciones adúlteras), un ataque que era más
para toda la estética realista (que no tardaría en imitar… y ya quisiera su Blas
Cubás llegarle siquiera la horma del zapato) más que al propio Eça, que respetaba su juicio (llegó a escribirle
una carta para agradecérselo al considerar que era el único que había sido
absolutamente sincero al valorar su novela) y que de hecho alimentó mucho el
propio, que siempre la menospreció un tanto, se mostró insegura con ella (de
ahí la abundancia de reescrituras) e incluso se distanció irónicamente (la
llegaría a tildar de “falsa, afectada y ridícula” sobre todo a medida que vaya
tomando forma efectiva su distanciamiento respecto a la estética realista. Para
todos los demás, una obra maestra y el más consumado fruto de la aspiración
crítica y renovadora que han convertido a Eça en autor inoxidable de la
narrativa universal que seguiré leyendo sin tregua: próxima estación Los
maias.
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