BRAM STOKER: "Cuentos de medianoche"

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Para casos como el del escritor irlandés, fagocitado de cara a la posteridad de la historiografía por el prejuicio del “one-hit-wonder” (no podemos hablar sino de la magistral, “Drácula”, claro) este tipo de rescates literarios resultan sencillamente imprescindibles, una evidencia incontestable de una versatilidad literaria que, en altos niveles de calidad independientemente de los registros o temas que afronte (algunos de ellos tan sorprendentes como la narrativa de aventuras sobre el motivo de la piratería…aunque no sea “La empalizada roja” el cuento en que mejor lucen ni la inventiva ni la buena mano estilística del secretario de Irving), trazan el retrato entero de un narrador memorable.

 No es esta "antología" un libro de relatos al uso ni, desde luego, un conjunto de piezas que fueran intencionadamente compiladas y previamente ensambladas por su autor: como el monstruo de Frankenstein, algunos poemas de Góngora o canciones de The Beatles, se compone en cierta medida de “trozos de cadáveres”. Así, en el cuento inicial “El sueño en el panteón”, un recorte inexplicable de la misma “Drácula” que no solo tiene sus personajes sino, y es lo más importante y lo que afianza su calidad, su misma densa y perturbadora atmósfera. No se puede decir lo mismo de “Las vísperas de la muerte”, fragmento eliminado de “La joya de las siete estrellas” (la otra novela de Stoker que ha rozado siquiera mínimamente algo de celebridad y reconocimiento), que parte de un argumento sugestivo (el intento de resurrección de una antigua reina egipcia) para ahogarse en un sinfín de digresiones que son “pseudo” todo (pseudocientíficas, pseudomísticas, pseudofilosóficas…) pero sobre todo lentas, innecesarias y aburridas. No pasa nada. La antología revela un sinfín de sorpresas a cuál más estimulante: por ejemplo,  un cuento como “El espectro de la perdición”, tan melifluo y lleno del irritante buenismo de los niños virtuosos desamparados (que nos cabrea y a la vez nos conmueve porque es el centro mismo de nuestra infancia) del Andersen más recalcitrante… pero a la vez hibridado con elementos esotéricos y apocalípticos que acaban convirtiéndolo en un extraño artefacto lleno de encanto. O pequeños esbozos narrativos que a veces pueden resultar anecdóticos pero también de un certero ingenio corrosivo (“El misterio de Shakespeare”), el mismo que anima textos de mayor aliento como “Una estrella criminal”, cuya sátira contra el artista envanecido que se rige por aquel principio de “publicidad aunque sea mala” (hasta el punto de que está a punto de ser fagocitado por sus ansias de trascendencia pública) no puede sino relacionarse con ciertas “marcas” psicológicas traumáticas de su trabajo habitual con una estrella no ajena a los extremos del divismo.

 Los paralelismos con Poe, obra de cotejo inevitable en la valoración crítica del conjunto, no remiten tanto a la hábil utilización de elementos terroríficos y góticos como al común tratamiento magistral de un motivo como el de la venganza: con elementos colindantes al humor negro y el absurdo en el castigo que sufre un soberbio capo deshumanizado de los negocios en “El hombre de Shorrox” o con la perversidad afinada hasta lo milimétrico que inspiró “El barril de amontillado” en “Muerte entre bastidores”…antesala de una de las joyas del conjunto, “La squaw”, en que el protagonismo de un animal que oscila entre la ternura y la virulencia diabólica no puede sino animar comparativas con aquel “gato negro” que quedara marcado de forma indeleble en el adn de nuestra fascinación por el horror.


Y es de justicia dedicarle párrafo aparte al relato más impresionante de todo el conjunto: “Los dualistas o la funesta muerte de los gemelos” (hasta el título, que parece un chiste fácil, resulta ingenioso). Simplemente decir que es difícil o casi imposible concebir en toda la tradición narrativa en lengua inglesa (quizá sí en la francesa… Rabelais o Villon tienen este grado de audacia hiriente) a alguien capaz de escribir algo tan bestia. Ni siquiera Saki, a menudo no un escritor sino un resentido de la peor calaña capaz de destruir los límites de la corrección hasta el desagrado moral de los no precisamente pacatos. Un aguafuerte cuya eyaculación de maldad y violencia se tensa hasta los límites del esperpento trágico más grotesco. Se aconseja, como mínima instrucción de uso si se aprecia la sensatez (que no se debería) leerlo al final del todo. Para no quedar sin el aliento para afrontar el resto. O para gozar morbosamente de la más pura reverberación del miedo. 

ERICH MARIA REMARQUE: "Sin novedad en el frente"

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Sin novedad en el frente. Y qué novedad podría haber en un frente de guerra. Tal concepto de queda reservado para nuestras mediocres, resguardadas y autosatisfechas vidas de burgueses progresivamente apáticos que, precisamente por desarrollarse en el límite de la vaciedad, están predispuestas a considerar cualquier acontecimiento que se salga de la atonía generalizada como una posibilidad de abrirse a la felicidad o la aventura. No puede haber sorpresa alguna cuando la cotidianidad se ha convertido en terror, anestesia de la piedad o el instinto vital  y muerte.  Creo que esta es la mejor novela que se ha escrito sobre la I Guerra Mundial, más esencializada y sin las caídas ocasiones en el panfletarismo de la, por otra parte excelente, Johny cogió su fusil de Dalton Trumbo; menos lograda estéticamente pero más coherente en la eliminación de tramas sentimentales innecesarias que Adiós a las armas de Ernest Hemingway (adoro las virtudes del estilo preciso y limpio del viejo marino pero su manera de representar a las mujeres me resulta sencillamente irritante).

No es su mérito menor el que sea capaz de retratar con la misma intensidad virulenta el odio y la compasión, pulsiones necesarias para componer una panorámica de la guerra como lo que realmente es, una vivencia capaz de abarcar el conjunto total de la potencialidad de lo humano. El odio para los padres biempensantes de la patria, para los maestros, para los adultos que ejercieron sobre ellos una conciencia de superioridad moral cuyo único resultado efectivo fue conducirlos al matadero (si bien Paul, el protagonista, acaba contemplando su adiestramiento militar con la misma benevolencia dramática con que Lázaro de Tormes recordaba los golpes de su amo ciego: un aprendizaje duro pero imprescindible para desarrollar el embrutecimiento que requiere la supervivencia entre la sordidez más absoluta), para los mediocres que, alzados de repente a una posición de poder que sus limitaciones nunca les permitieron ni soñar, ejercieron  una brutalidad que sólo sembró resentimiento(impresionantes las escenas en que los reclutas traman su revancha, física y psicológica contra el jefe de tropa Himmeltoss, un cartero convertido en tirano en el mismo instante en que otro necio tuvo la ocurrencia de colgarle una charretera en el pecho). 

La compasión para las víctimas legítimas, las mismas que están fatalmente condenadas a cambiar su caridad por egoísmo (el mismo que les lleva a ver la muerte del compañero como una posibilidad de aumentar la ración de campaña o adquirir unas botas nuevas)  pero que también son capaces de salvaguardar la lucidez necesaria para reconocer que lo que les opone al “enemigo” es solo un rencor ficticio alimentado por intereses espurios, una mentira que no anula la certeza de encontrarse ante un igual y por tanto entregarse libremente a la empatía. (como los Zapo y Zepo de aquel delicioso pic-nic bélico de Fernando Arrabal).Impresionante a este respecto el uso narrativo que Erich Maria Remarque realiza del motivo del sexo, bien como un instante de redención empañado por la urgencia de la necesidad (la escena en que unas jóvenes aldeanas caen en la prostitución como último recurso desesperado para no morir de hambre) o para manifestar la solidaridad entre los que asisten cada día al acecho de su pronta desaparición(como cuando los soldados permiten a un compañero  agonizante tener relaciones sexuales con su esposa en la misma sala de un hospital, escenario tétrico de muertes sucesivas, amputaciones y experimentos de médicos tétricos que sienten la euforia de poseer una materia prima por la que nadie les exigirá responsabilidades, dirigido por una orden religiosa).

La novela no deja decaer un solo momento el pulso de una intensidad que le permite convertirse, más que un anecdotario personal, en el manifiesto de defunción de una generación entera  en la que, como en Austchwitz, no podía haber supervivientes porque los que regresaron lo hicieron aún más muertos que los recibieron honores en sus ataúdes, no se toma un instante de alivio ni en el retrato de realidades a priori más amables como los días de permiso, que solo sirven, además de para comprobar el lamentable estado de los civiles no directamente implicados en el conflicto, corroborar la sensación de extrañamiento ante una vida anterior irrecuparable que, de continuar, convertirá a su dueño en simple espectador, un figurante que la afrontará con la misma indiferencia que las ajenas con las que ya no es posible la comunicación…..como le sucediera al protagonista de aquella “El desierto de los tártaros de Buzatti) Y el final… no lo revelo aquí pero supone la consumación de un “in crescendo” dramático  que redondea la perturbación intimidante que sugiere todo el conjunto.


Leo en la solapa que esta obra narrativa, alzada además por una versión cinematográfica que se convirtió en clásico inmediato, constituyó un “extraordinario éxito internacional”. Mentira. Todo el mundo leyó esta novela pero nadie pudo o quiso entenderla si no intelectualmente (no es especialmente difícil)desde luego a un nivel vital (de poco sirve comprender intelectualmente a un escritor si no se le permite ponerse a dialogar con la emoción o la peripecia vital propias). De lo contrario nunca hubiese existido una II Guerra Mundial. Ni probablemente ninguna otra. 

ANTONIO CUBELOS MARQUÉS: "Hablo contigo"

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Un título como “Hablo contigo” expresa, obviamente, una voluntad firme de supremacía de la comunicación sobre ese peligro de la reflexión solipsista que por definición siempre está bordeando el género poético. Pero ese “tú” al que se apela, indistintamente de que sea el lector o la persona amada que ejerce de eje cohesionador de un libro que se dispersa voluntariamente hacia los motivos esenciales de la fabulación lírica, no debe llevarse a engaños: voluntad de diálogo no se traducen en “facilidad”, en la transmisión inocua de una visión del mundo de  en que el receptor puede prescindir de cualquier agudeza de observación o tensión intelectual que se le imponga como un esfuerzo. La palabra de Cubelos,  aunque regida por un sólido principio de “pureza” que le permite servirse casi exclusivamente de términos “nucleares”, rehúye el coloquialismo, la incurrencia en lo anecdótico, es exigente aunque nunca caiga en la complacencia hermética de tantos compañeros de oficio, requiere ese llamado “lector de segundo grado” que a la vez que recibe, recrea, ensambla ese círculo perfecto al que aludían los críticos de la Estilística en que el texto regresa a su primera literalidad tras un tránsito por el circuito racional y emotivo de su destinatario en que queda sometido a una “tergiversación”  que es la condición necesaria para una lectura definitiva más plena y rica.

Entrando ya en su misma entraña, creo que la idea central de estos versos no es sino el amor, visto en su condición de materia humana primitiva,  y que por tanto queda enlazado con la pulsión instintiva hacia lo telúrico y los elementos esenciales de la naturaleza (aire, fuego, agua) cuya esencia intenta el poeta desvelar al mismo tiempo que la del amor, desde la euforia contenida, equilibrada pero no por ello contada con menos convicción hímnica,  de quien sabe que se le ha concedido a la vez un goce y un enigma en el que hacer aventura sus días. La palabra parece la única herramienta que podría revelarse eficaz para esa ejercicio de desentrañamiento de la realidad (no en vano en un poema se la llama “munición” se la equipara a la bala que por medio del acto de agresión hace que la existencia de la víctima se integre en la de su verdugo) se afronta con una  actitud paradójica entre la sensación de vértigo del temor de hallarla opaca, tan incapaz de absorber el tuétano mismo de lo vivo como de comunicarlo, un simple código para  la transcripción de fantasmagorías (Mientras escribo algo mientras escribo nada en realidad) o, a la inversa, encontrarla tan pletórica de materia sugestiva que podría intimidar la vulnerabilidad de quienes se atreven a poner a prueba su potencialidad reveladora. Por eso ante ella se manifiesta una sensatez preventiva que al instante se desdice en un ejercicio de afirmación y audacia( Si se rompieran toda su transparencia/acabaría por matarnos/Ahora, pronunciálas) Por medio del lenguaje, el autor quiere conocer, pero no que ese saber se convierta en una parálisis, en un regodeo estático en cada uno de los deslumbramientos, sino que sean un estímulo vitalista visto desde la humildad que le sugiere que el único triunfo posible de un hombre es seguir caminando (Entonces/ caminamos desnudos/ somos o estamos, respirando/cuanta saliva regresa./Uno permanece/Pero también vive). Finalmente,  y a medida que avanza el poemario, el conflicto parece decantarse hacia la euforia, se establece una comunión gozosa entre la vida y  el signo que se ha trazado para tantear en su misma entraña, escribir, observar y estar en la naturaleza  componen el mismo rito iniciático, aquel  en que el hombre ha acabado de perfilar los contornos de su identidad y ha entrado en contacto íntimo con el sustrato de su primera inocencia, tal y como afirman los versos de “Acuérdate:

Observa este aire limpio,
el sendero del agua
que dura
entre los charcos; mira
este suelo brillante donde pisas.
Como si la calle
se asomara a tus ojos, apenas
por primera vez.
Acuérdate de esto; ese mar
de tu infancia,
los ríos de juventud,
tienen el mismo origen:

Incluso las realidades naturales más ajenas a nosotros, como las nubes,  tan a menudo percibidas poéticamente como deidades cuyo hábitat conforma toda esa trascendencia que nos ha sido negada, parecen querer romper el límite de su aislamiento celeste y trocar lo sublime por la confidencialidad con lo frágil que es acercarse a nosotros:

Palabras de algodón de azúcar,
esponjosas, de tormenta o de nieve.
Palabras escogidas, livianas:
nos miran
desde su propia altura,
que piden
conjugarse en plural.
(“Nubes”)

 Con o sin palabras, su misma agudeza observadora le proporciona una amplia trama, marcada por ese sentido de la esencialidad que preside todo su oficio poético, simbólica para ir marcando hitos en el trayecto cognitivo de su descubrimiento: como los pájaros,  iguales a  nosotros al ser  una muesca frágil sobre el tiempo, inconscientes de las mismas pulsiones que determinar su existir y maltratados por un azar en que fluye un devenir que apenas sí deja desvelar su mecánica, el ser una forma de belleza tan débil que convierte el deseo mismo de su  posesión en violencia  (los versos finales de uno de sus poemas, ¿Por qué tuvo que morir en sus manos? nos remiten a aquel Luis Pimentel que, sintiendo la agonía de un pájaro entre sus dedos no pudo sino un preguntarse un Señor, ¿por qué en nuestras manos palpita el crimen), una existencia efímera y sin embargo lo bastante sólida como para dejar a su paso alguna huella fiable de una trascendencia que puede y debe ser ontológicamente superior a las vidas particulares que la alientan pero que nuestra ceguera perceptiva parece amenazar a un silencio en que se relativiza su misma existencia:

Solo un rastro de nidos, en rutas migratorias,
dan testimonio o fe de nuestro paso.
Nadie los verá jamás.

Tanta lucidez es inseparable de una percepción general de la naturaleza, similar a la que actúa como subtexto en otros poetas contemporáneos (y, por cierto, miembros también de esta común camada tigresca) como Miguel Ángel Curiel y que podríamos definir como una “dimisión de las atribuciones falsas que se asigna a sí misma la racionalidad. Antonio Cubelos es otro poeta plenamente persuadido de que, frente al resto de criaturas del mundo,  la posesión de la inteligencia no lo legitima para ser parte directriz de la naturaleza y moldearla a la satisfacción de algún instinto de dominación y poder, sino que, a la inversa, cree en una inversión jerárquica  en que acepta dejarse aleccionar para que le sean sugeridas las huellas de una progresiva definición personal. Y en definitiva, parece que el objetivo último y legítimo de la existencia, y de tal idea sobre todo el poema “A media altura” constituye un manifiesto inmejorable,  es que hombre y naturaleza se fundan en una materia cuyos límites particulares se hayan difuminado, un mantillo de origen en que se encarne esa aspiración suya a la esencialidad más absoluta:

Las huellas
que te cruzan, ojalá,
ojalá
que dibujen un árbol:
para tenderte
a la sombra
desnudo como un pájaro
en la tierra.
(“Estar herido”)

El autor está firmemente persuadido a prescindir de su identidad para ser parte de ese magma primigenio que integra la desnudez de todas las cosas que ama, a establecer un pacto de conciliación con lo natural en que ni siquiera estará dispuesto a precisar distinciones jerárquicas entre lo vivo y lo inerte (muy significativamente, una piedra también le sirve como alegoría de sí mismo, siente también con ella una armonía interior que le posibilita decir: Ahora, a punto de lanzarla/te sabes más en ella:/te alejas de tus manos,/unes las dos orillas.) y, más aún, a convertirlo en una pulsión de entrega de intensidad cristianas (no en vano, se utiliza la expresión “tomad y comed”) desde la certeza de quien sabe que su intimidad puede transformarse en múltiple alimento de amor, naturaleza y palabra y que, como en el milagro del pan y los peces al que apunta la referencialidad del poema “El invitado”,  toda entrega equivale a una multiplicación infinita de los dones que quiso compartir la anchura del corazón que los ofrenda:

Norte, Sur
-éste es mi cuerpo-
Este, Oeste
-tomad y comed-
Así nado
despojado entre azules:
en la saliva primera
en la sutil transparencia
sin palabras.

Lo cual es tanto como mostrarse disponible de forma indefinida para el más absoluto hedonismo,, por saber que el tránsito hacia nuestra desaparición es una dinámica de signos contrarios en que se van alternando angustia y placer:

Mientras haya
un perfume no preguntes. Anúdate
las manos y destila
su palabra en la boca: Alicia
en su metáfora. Lanza
cuanto yace dispuesto y recoge
ligero hasta la sombra. En la memoria
de materia ninguna te harás hombre:
solo
apresar el corazón, justo debajo,
en donde el propio
corazón se caiga.

Al margen de estas consideraciones que podríamos considerar el núcleo semántico fundamental del libro, quiero al menos hablar de otros dos motivos temáticos, más circunstanciales, con menos peso en la cosmovisión general que transmite el poemario, pero que considero fundamentales para apuntalar cuáles son los sustentos de su asombrosa calidad. El uno es la “quietud”, la prevalencia de atmósferas que sugieren calma o serenidad,  , en consonancia con un estilo  que rehúye cualquier tipo de manierismo formal o   expresividad trágica, aparece continuamente reiterada como el estado anímico idóneo para convertirse en el ámbito de la revelación, desde la certeza de que toda la realidad, como también un hombre, solo accede a decir la verdad de sí cuando evita las manifestaciones extremas y se aplica a su fluir espontáneo:

Hace frío, y llueve, y hay
una extraña paz: parece
el deshielo de un ángel.
Toda la tarde se resume así.
Esa sed expectante, a la que no pongo nombre:
no sé si un parpadeo. Si algún ala.
(“No sé”)

Al otro lo podríamos denominar la visión del amor como un  “juego de espejos”,  una mecánica equívoca que es al mismo tiempo incitación y huida en que los amantes se ven desde una óptica mediatizada por la subjetividad de otro que no puede garantizarles la contemplación de algo real y por ello determina que el final espontáneo de todo acto de amor sea la corroboración de la pérdida de identidad (hecho/un manojo de llaves/me pregunto quién soy, sentencia el final de uno de sus textos), hasta el punto de que la existencia abolida de cada uno quede enlazada en una suerte de muerte conjunta a la que puede accederse con la misma pulsión de melancolía (Pienso también/que mis propios recuerdos/habrá quien los haga suyos sin motivo, se afirma en las líneas finales del poema que rubrica el libro). Se da así nuevo aliento a ideas tópicas de la tradición amorosa como el de la transfiguración de los amantes, su confusión en otra alteridad a que han contribuido ambos con su ansiedad erótica y su fabulación creadora:

Eres origen y fin de todas
las miradas: la tuya -mirando
hacia lo lejos-, y la mía,
mirándote recortada
en la ventana. Yo mismo
soy observado por ti: en la cortina
abierta, sin quererlo,
eres tú misma ojo. Cae la noche
y la ausencia
parpadea en tu espalda. Desaparezco
acercándome a ti: a ciegas,
abrazo su pupila.
(“A ciegas”).

Como referencia final al estilo del poemario, no puedo sino suscribir la primera intuición sobre el oficio poético de su autor que tuve al conocerlo por primera vez con el excelente “Julia,agosto, septiembre”: leer a Antonio Cubelos, decía entonces,  para recordar que quizá la clave de la mejor poesía está en el don de la precisión, más aún, que, en este oficio de todos, estar lo más cerca posible de una depuración esencial de la palabra es también estar lo más estratégicamente cerca posible de la aprehensión de una verdad.  Aparte de ese citado talento para dar con el término exacto, con el que mejor materializa la filiación natural entre idea  y sentimentalidad, que quizá haría que, como al Pedro Salinas de “La voz a ti debida”, el maestro Juan Ramón Jiménez le acusara de plagio por nutrirse con el mismo acerbo de términos esenciales de los que un poeta no puede prescindir si quiere transparentar la hondura, creo que este “Hablo contigo” evidencia incluso mejor que el anterior otra virtud inherente de su maestría sobre la palabra como es la sutileza. Un ejemplo que creo revelador: la enunciación carnal más rotunda, aquella que celebra el erotismo  como lo que en esencia es, un triunfo absoluto del presente, se afronta a partir de su simbología más delicada, las manos, alegoría universal de la entrega,  que apunta simultáneamente al placer y a la fatalidad elegíaca tras su abolición con una intensidad sugestiva que sobrepasa la que previsiblemente podría lograrse con un léxico sexual más explícito y por ello más obvio. Y con este logro de maestría poética... ya solo queda leer al propio autor. 

Si dejo así mis manos dibujan tu inicial.
Prefiero no moverme.
Todavía gotean.
Todavía son memoria.
Caen
blandamente, y recogen un cuenco
parecido al silencio.
Ahora sé en qué piensa un pájaro
que enmudece su trino.
Cosas de las que hablo; cosas serias
como una mejilla
que encuentra su lugar.

Por instinto un aroma.

ALBERT CAMUS: "La peste"

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Entre la desapasionada objetividad de un reportaje periodístico y una prosa tanto o mejor quientaesenciada que la de grandes de la narrativa contemporánea como Hemingway o Fitzgerald, que desprende un talento innato para hilvanar la fluidez narrativa con la lentitud meditativa del ensayo, transcurre este excelente retrato de una pandemia mitad clásica (no en vano siguen siendo las ratas, como en aquella horrible Peste Negra del medievo, el agente patógeno fundamental) y mitad contemporánea en su retrato de la incomunicación y la impostada sensación de optimismo vital que transmiten el progreso y la conciencia de modernidad. Camus se marca una panorámica magistral de todas las sensaciones y estados de ánimo que pueden sucederse en una comunidad humana acechada por un peligro  que le obliga a mirar de frente su fragilidad: las inflexiones del terror y la esperanza, la tensión entre el egoísmo y la implicación solidaria (encarnada en el joven Rambert, visitante ocasional por motivos de trabajo del Orán, durante buena parte de la novela totalmente precintado al exterior, que se niega a asumir como propia una suerte determinada por el puro azar hasta que va comprendiendo el dolor como factor clave para la integración en una comunidad humana), el fanatismo religioso que se va descomponiendo ante el triunfo de la enfermedad y la muerte que vacían y relativizan cualquier intento de buscarle un significado moral, el horror que elimina cualquier intento de evaisón o distorsión fabuladora de su crueldad cebándose en los más débiles (para Camus, y lo dijo reiteradamente en toda su obra, nunca pudo existir prueba más irrefutable de la inexistencia de Dios que el sufrimiento de un niño) el amor o el afecto como difusas formas de redención que parecen remitir a medida que la desgracia va exigiendo una creciente insensibilidad como requisito de supervivencia.

Apuntalando tanta (y tan bien contada) hondura, el logrado perfil psicológico de tres caracteres inolvidables: el médico Rieux, lo más parecido a un filósofo estoico que ha fundamentado su sabiduría en la experimentación del dolor y que de milagro consigue sostenerse en la equidistancia entre una indiferencia aparente  y el desgarro que le circula íntimamente; el cronista francés Tarrou, quien desde niño  afronta su propio y descarnado conflicto interior por ser hijo de un juez que emitía sentencias de muerte hasta persuadirse que no es posible defender ideario ético alguno sin incurrir en alguna forma de agresión al otro, certeza que lo va convirtiendo progresivamente en un inmovilista, en alguien que solo puede registrar el sufrimiento pero no afrontarlo y el ciudadano Cottard, que abre un ángulo insólito acerca del conflicto central al representar al hombre asolado por la culpa y cercano a su final físico y moral hasta el punto de que no puede sino incidir (hasta el mismo centro de la locura, la que le hace acabar muriendo en un tiroteo con las fuerzas del orden una vez remita la peste) en la euforia que le provoca la sensación de sentirse perpetuamente a salvo que siempre reconforta al que ha asumido voluntariamente el fracaso:

“Se apoya sobre la idea, que no es tan tonta como parece, de que un hombre que es presa de una gran enfermedad o de una profunda angustia queda por ello mismo a salvo de todas las otras angustias o enfermedades. “Ha observado usted- me dice- que no puede uno acumular enfermedades? Supongáse que tuviese una enfermedad grave o incurable, un cáncer serio o una buena tuberculosis; no pescará usted nunca el tifus o la peste: es imposible. Y la cosa llega más lejos. No habrá visto nunca morir a un canceroso de un accidente de automóvil”.

¿Alguna pega? Bueno, no se hasta qué punto se debe dar crédito a las críticas de “galocentrismo” (yo me niego: nunca aceptaré que un hombre al que considero inteligente, más aún profundamente brillante, pueda incurrir en ideas o comportamientos racistas) que recibió Camus al ambientar su novela en una ciudad real, en una colonia francesa en el mundo árabe… y no incluir ningún personaje relevante de esa cultura o religión. Supongo que, simple y llanamente no quería arriesgarse a disertar sobre algo que en buena medida desconocía… y esto por supuesto es otro detalle de distinción y sabiduría que agradecerle.


En fin… leí por primera vez esta novela cuando tenía poco más de veinte años y no me dijo absolutamente nada; de hecho, creo que no llegué ni a la mitad. Confirmado una vez más: como poco, mis treinta primeros años de vida han sido una absoluta pérdida de tiempo. 

LUCÍA PLAZA: "Lonely planet"

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La excelencia de este último libro de Lucía Plaza restalla antes incluso de su primer poema: con una cita de Kavafis  (… la ciudad es siempre la misma./Otra, no busques- no la hay- ni caminos ni barco para ti.- La vida que aquí perdiste/la has destruido en toda la tierra)  que resulta una elección inmejorable para sugerir que la huida es una ficción, un gesto tan inútil como un simple cambio de postal  que pretende conjurar un vértigo que permanece tan afirmado en la propia subjetividad que no hará sino proyectarse en cualquier lugar que acoja su ansiedad.  Por ello, Matías Miguel Clemente en un prólogo breve pero sumamente esclarecedor por su aproximación certera a las claves del poemario, señala que la poeta “no deja de mostrarnos la globalidad que supone hoy el dolor, el desarraigo, la soledad, el amor que se desmorona por las calles de cualquier ciudad”.

 Eso es Lonely planet, ya desde la inquietante ambigüedad de su título, una cartografía del sufrimiento, un itinerario desasosegante por los más diversos escenarios y apariencias de la derrota que abarca el desgarro de la separación  (“Objetos perdidos”, “Los paraguas de Cheburgo”), la fatalidad de crecer para corroborar la pérdida de la inocencia (“Universo”, ) la conclusión amarga del sueño de la celebridad en una deriva de excesos y fama impostada en que el reconocimiento externo se contrapone a la certeza de no contar con nadie que se comprometa con la propia intimidad herida (Contratos multimillonarios que no pueden comprar/un lugar/donde poder llorar a solas/donde nadie pueda ver/la pena hirviendo en mis ojos enrojecidos se dice en “God save the queen”, líneas que remiten al escalofrío de aquel “cada día hago el amor con 25.000 personas y después me acuesto sola” que sentenciara  otra víctima prematura del éxito como Janis Joplin),amar como el sometimiento al pulso de comprobar cuánto ha sobrevivido a la devastación del tiempo (“Trenes”, “Bienvenido”) y con ello renunciar a cualquier tipo de coartada para no asumir  la proximidad asfixiante de la enfermedad y la muerte (“Hospital central”), el peso de afrontar la supervivencia en un mundo inauténtico, la suplantación artificial de una naturaleza cuya espontaneidad solo puede ya perfilarse  en el delirio (“Un techo de estrellas”), una carencia de valores éticos que niega la posibilidad de enraizarse en patria alguna e impone la conformidad con el autoexilio (“Nothing to declare”)…si bien, y es parte fundamental de la complejidad que debe caracterizar  todo libro genuinamente memorable,  no todo en este planeta solitario es desgarro, persiste alguna senda cuyo destino marcado no suponga  el extravío: “Usa” conserva casi intacta la euforia  del viaje como una aventura de construcción personal a través del otro y el excelente “Cercanías” ahonda en la inminencia del reencuentro hasta el punto de ejercer una deformación de los límites espaciales y temporales  que impone la distancia (Así- de tu corazón al mío- se reduce la distancia/se vuelve un suave traqueteo casi un arrullo/una elipsis para soñar y disfrutar del paisaje/para pasear el corazón/por confortables vías de acero).

 Una parte fundamental de la singularidad que apuntala la consistencia del libro radica en la apuesta novedosa, y también sumamente arriesgada, que implica su estilo: además de la mezcla sugestiva de irracionalidad (sin la complacencia hermética de tanto experimento supuestamente vanguardista) y referencialidad realista,  el talento de su autora  para subvertir la impersonalidad de lenguajes decididamente asépticos (guiones cinematográficos, anuncios breves de prensa, textos instruccionales) y convertirlos en códigos capaces de transparentar la fragilidad emocional, especialmente en  “No life vest under your seat”, donde un instante anodino  de la cotidianidad va transformándose en una apelación dolorosa a asumir la vida como una apariencia, la conciencia de la propia insignificancia y el deseo como una ortopedia en que apenas se sostiene el pundonor de resistir (No olviden/que viajan con sus sueños como único equipaje/no haciéndose responsable la sociedad ni la empresa/si estos aparecen rotos y mojados/flotando en alta mar/bajo el amanecer violeta). Igualmente, y como quien ha asimilado el magisterio de un “Poeta en Nueva York” de García Lorca, los lenguajes tecnológicos e informáticos que conforman el bagaje más emblemático de la modernidad aparecen líricamente afinados para insinuar la opresión, para sugerir una alienación vital en que se asienta la paradoja de que su voluntad de tender lazos afectivos no ha hecho sino confirmar nuestra rotunda incapacidad para la empatía (En la era de la comunicación/nunca una sílaba costó tan cara(…)Un Olimpo de ondas/de cifras/de cables/que nos condena al ostracismo/de no entendernos, concluye “Papelera de reciclaje”). Igualmente, nos asombra a cada momento una palabra de total competencia sugestiva, un talento para la recreación climática de “atmósferas” emocionales  que tiene sus mejores ejemplos en el inicial “6:30” (su panorámica la ciudad recién amanecida nos evoca la ternura que suscita la palpitación frágil de cuanto acaba de nacer (Se va apoderando a pinceladas de las calles/derrochando un perfume de café/y flores de piel recién abierta/ con piezas ensambladas del engranaje/de una caja de música)  pero también el desequilibrio  que  impone una civilización vaciada por la robotización y la uniformidad (Haciendo enrojecer con su furia los estratos bajos de las nubes/detonando la maldición/de los despertadores/de los hombres embozados en trajes grises/del llanto hueco de las campanas)) y en “La chica de la fábrica de cerillas”, cuya ambientación  llega a cobrar las dimensiones de una densidad onírica colindante con la duermevela asfixiante  y la pesadilla.

Dejo para el final, y no puedo sino transcribirlo entero, el que quizá es mi momento predilecto en este vuelo poético de texturas tan perturbadoras que merece mucha mayor difusión y atención crítica de la que seguramente ha recibido : ”Automático”. Más o menos conocedor de la peripecia vital de Lucía (soy compañero de trabajo de Javier, su marido, en el IES Jorge Manrique de Motilla del Palancar), su necesidad de renunciar a menudo a la vida familiar por imperativos laborales, no puedo sino dejar de conmoverme ese esfuerzo de aleccionarse (tan frustrado como el de otros poemas de temática similar como “Fotogramas”, que no hace sino revelarle cómo la nostalgia es una adicción exigente/que sólo habla/-y no escucha-/ni sabe de dolor/ni comprende) para la insensibilidad, para diluir el amor en una anestesia capaz de salvar su herida confundiéndolo en el ritmo opaco que implantan la vida convencional y la rutina…y  la poesía, sabedora de que es más que una condenación al olvido de cuanto invoca:

Voy a levantarme cada mañana
Y no voy a pensar en ti

Voy a ponerme el traje gris marengo de “Soledad & Rutina”
Y a tomar el café en una taza
Que no reconozca el roce de tus labios

Después

Peregrinaré hasta el trabajo
Por calles que nuestras sombras nunca han recorrido
Y me mantendré en pie-cada vez-
Que mi pecho reciba
El impacto mortal de tu recuerdo

Voy a sincronizar los latidos con el tic-tac del despertador
Y  limitarme a abrir
Y cerrar los ojos

No voy a mentirme

Te sacaré de mí- poco a poco-
Goteándote en cada una de mis palabras
Aunque sea necesario
Un universo de versos

Para extinguirte.

FRANCISCO CARO: "Cuaderno de Boccaccio"

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Aquellos lectores que aún sigan teniendo reticencias con la poesía culturalista, que la perciban como un exhibicionismo “arty” sin más sustancia que el brillo de la referencialidad de la que presume, puede que hayan leído alguno de los libros adscritos a dicha tendencia en la poesía española de los años 70. Desde luego, no han leído a Francisco Caro y su “Cuaderno de Boccaccio”. Un ejemplo de que la “impostura” se rebela contra la connotación que la pretende una forma de la mentira.  Un viaje a la Italia renacentista del S.XIV, a las clases ficticias de un ya anciano Boccaccio ante un grupo de alumnos predilectos, que llega hasta el tuétano de los dos o tres motivos verdaderamente esenciales de la poesía y sobrepasa la fascinación de la coartada literaria que lo motivó.

Me gustan especialmente en este libro las reflexiones metaliterarias, las sabias apelaciones a una poesía sobria, contenida tanto en el desgarro y la exaltación emocional  como en el preciosismo formal (de la que estos poemas, por supuesto, son cumplido ejemplo en virtud de la coherencia rotunda con sus propios planteamientos que preside cualquier libro de este excelente poeta), que es una emanación espontánea del vivir pero que es consciente de que solo podrá comunicar su verdad a través de una mínima disciplina de refreno y equilibrio (Que nunca se derrame/ni os domine/ como a veces pretende,/que no os tema,/conducidlo/ sereno a su final llevándole de la mano). Una poesía que no termina en su realización verbal sino que queda incompleta y hasta vaciada sin el cotejo con la experiencia que alentó su existir (pensaos en poema como fruto/imperfecto, mortal, matriz en esperanza/entendedlos así:/trinidad y conflicto/permanente y acción, hacedlo verbo/esperad tiempo y modo, conjugadlo  afirma  en “De la acción y el verbo”), que desvela la trascendencia muda en su humildad de cuanto aparenta insignificancia (En las que no griten,/poned vuestra atención en tales cosas,/también existen,/tienen/la misma intensidad/de aquellas que vocean su presente) sin renunciar a ser una suerte de materialización de lo imposible (También es un poema/la cúpula imposible,/sueño núbil y abierto en el Duomo del Fiore/ de quién será/-ofrecía Boccaccio-/la palabra que cubra tanto azul infinito?), que es entrega y a la vez recogimiento sugestivo en su propio misterio (… No contéis la evidencia/ni desveléis lo oculto,/vuestros lectores deben/intuir vuestra senda, pero hacedles/dudar sobre el exacto recorrido), que mana del magisterio de los clásicos pero que a su vez sabe que solo alcanzará su autenticidad a través de la transgresión de su genealogía (Alguno de vosotros (…)/escribirá sin mí, renegará,/me negará/tres veces como padre, será poeta), que es lúcida y sabe tentar sus propias carencias y por tanto sentenciarse a sí misma al silencio, sin necesidad de la evidencia del desprecio de los demás, cuando ha rozado lo mediocre y lo inane (Vosotros, mis futuros: Alessandro,/ Filippo, Luca, Massimo, Paolo,/que pronto viviréis en tales tiempos,/juradme ser humildes, que jamás/os haréis imprimir/libros inútiles).

Una palabra, en definitiva,  que asume con ternura su propio desgaste,  que se niega a ser una salvación estética de la vida para, por el contrario, asumirla y verse a sí misma crecer en el sufrimiento y la sensación de orfandad e intemperie que fatalmente nos impone (Os conviene mirar de cerca el miedo/y salir,/tocar la tierra,/el negro frío con las manos,/saber de soles sucios y de oteros,/escribir de los hombres que orinan el dolor) y por ello deja como testamento una invitación al viaje “kavafiano” aun sabiéndolo un pulso desesperado contra la ruina  del tiempo (“Que conozcan las islas/o las huérfanas letras,/la errante, venturosa,/riqueza de quien anda,/que sean de oro pobre/ y de prez escondida).  Por todo ello, y por la rotunda originalidad de su enfoque y su ángulo de enunciación lírica, este es mi poema predilecto de un libro en el que ningún texto está demás, que es la obra de un poeta clásico que caracteriza a otro clásico a través de un decir que hace suya la virtud estilística de lo clásico: un insólito regalo, rayano en el milagro, para el lector.

DE PALABRAS Y CALLES

Por donde pasen torpes
Jinetes como ángeles mecánicos
De oscuros vicios

Ni de abadía,
Ni de una audiencia, quiero
-confesaba de sí
Boccaccio de Certaldo-
Que mis palabras sirvan
Para empedrar las calles

Que les arranquen
Sus aristas las aguas,
Sus sílabas los pasos de mil brutos

Que griten golpeadas por el hierro
Errático de furias y herraduras

Que pierdan su inocencia y sepan

De la inmisericordia. 

JOSÉ MARÍA EÇA DE QUEIRÓS: "El primo Basilio"

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Pese a que José María Eça de Queiroz la concibió como su primera aproximación certera (y punto inicial de un proyecto de novelas cortas sobre el Portugal contemporáneo, con personajes intercalados, según el modelo de la comedia "balzacesca" que nunca llegó a materializar debido a su creciente distanciamiento con este movimiento literario ) a una estética realista que  consideraba clave dentro del proceso de modernización social y cultural de su país que se propuso su mítica generación (con el malogrado Antero de Quental a la cabeza), como muestra del aún persistente romanticismo que había influido, aunque a su pesar en las primeras prosas del autor, “El primo Basilio”, que Eça corrigió y reescribió varias veces sin encontrar nunca el resultado que satisfaziera su implacable autocrítia,  es un folletín. Pero, eso sí, es probablemente la sublimación del folletín, la prueba definitiva de que hasta el género más previsiblemente execrable puede ser el cauce de una obra maestra si viene servido de la mano de un impecable estilo literario y una agudeza crítica y satírica (Basilio Losada reivindica en la introducción a esta edición que leo, traducida por el poeta Rafael Morales, en Planeta que fue uno de los grandes humoristas de su época) que confirma a cada instante la legítima ubicación del portugués entre los grandes un movimiento que ha aportado algunos de los nombres más grandes de la historia de la novela. Ligado a la temática decimonónica del adulterio femenino y a su filiación a la sátira social y la introspección psicológica en los abismos de la culpa, su protagonista, la joven Luisa, como han señalado reiteradamente los críticos en la necesidad (que ya es más bien fastidio) de cotejarla con la Madame Bovary que es personaje emblema de este conflicto, no es una soñadora enérgica, decidida, con plena voluntad de practicar la evasión sentimental y carnal para crearse su propia fuga a una realidad insatisfactoria, sino más bien un ser “pasivo” cuya caída es resultado de una serie de condicionantes externos que será incapaz de gestionar al tropezar con la maldad y la hipocresía que le rodea. Ningún retrato suyo podría ser más acertado que el escrito por su propio creador:

“…la señora sentimental, mal educada, nada espiritual (porque el cristianismo ya no lo siente y porque no sabe lo que es la sanción moral de la justicia), atiborrada de novelerías, lírica, sobreexcitada por la ociosidad y por el objeto del mismo casamiento peninsular, que es ordinariamente la lujuria, nerviosa por la falta de ejercicio y disciplina moral, etc, etc… en fin, la burguesita de la Baixa”.

Luisa vive en su propia Arcadia feliz, casada con un joven burgués de posibles y mayores expectativas de éxito, noble aunque inevitablemente tocado por el espíritu reaccionario y conformista de su clase, leyendo novelas, estrenando vestidos para ir al teatro y recibiendo al selecto grupo de amigos de la familia en las pequeñas tertulias y frivolidades de salón de una Lisboa más provinciana que cosmopolita. Una prologada ausencia del esposo por motivos de negocios al Alemtejo y la súbita reaparición de su primer amor de juventud, el primo Basilio, un joven de origen humilde convertido en la más execrable versión del Don Juan y la soberbia del “hombre hecho a sí mismo” que, enriquecido por efecto del azar y su carencia de escrúpulos en las colonias brasileñas,  mira cuanto le rodea con hastío y una grotesca sensación de superioridad, sumada a la influencia de su amiga Leopoldina (como han señalado los críticos, la auténtica Emma Bovary de esta historia, una fabuladora impenitente enredada en una y otra historia sentimental que es despreciada por el nudo de la sociedad biempensante lisboeta simplemente por atreverse a reconocer y vivir de forma explícita lo que  el fariseísmo de los demás convierte en algo clandestino), quien le presenta el adulterio casi como un requisito imprescindible de refinamiento y modernidad frente al catetismo del matrimonio institucionalizado, la precipitan a una pasión ilegítima, como hemos comentado antes, más inducida que elegida voluntariamente y alimentada siempre por cierto poso de culpa ante el supuesto enamoramiento y el tormento que sufre Basilio que no es más que una hábil mascarada para la satisfacción de un capricho sexual.

A partir de este motivo central, se desata un subtexto de la novela que sin duda era el objetivo principal de su autor: una crítica social acerba, de una intensidad de querencias viscerales nada objetiva, contra una sociedad carcomida por el atraso y la hipocresía moral (No dejan lugar a ambigüedades palabras de Eça para caracterizar su principal interés en evolucionar hacia una estética realista y naturalista: “Queremos hacer la fotografía, iba casi a decir la caricatura, del viejo mundo burgués, sentimental, devoto, católico, explotador, aristocrático, etc. y señalarlo para escarnio, carcajada y desprecio del mundo moderno y democrático, preparando así su ruina”) cuyo juicio moral, falso pero implacable, es la garra que se cierne alimentado el complejo de culpa de la mujer díscola. Para su caracterización, Eça se sirve de una implacable galería de seres tirando a esperpénticos que le permiten lucir su no siempre reconocido talento para la sátira: el consejero Acacio, caricatura del hombre público pomposo, retóricamente vacío y autosatisfecho, el dramaturgo Ernesto, con el que satiriza los excesos de la estética romántica aún persistente y los conflictos del artista en su contacto con editores y empresarios (sin duda, todo ello con un fondo autobiográfico que nos habla de la peripecia literaria del propio Eça), la irritante Doña Felicidad, dama ridícula y cursi, de ideas ultramontanas y con un afán patológico de llamar la atención apelando a la autocompasión por sus problemas de salud o sus castos amores frustrados… un mundo inauténtico siempre amenazado por el absurdo del que solo parece salvarse la autenticidad humana que representa Ernesto, personaje bondadoso aunque un tanto resignado y falto de iniciativa que aún conserva valores humanos de fidelidad y sincera implicación en el otro que, pese a su insobornable sinceridad, no dudará en recurrir a la mentira (por dos veces: para disimular los encuentros furtivos de Luisa y Basilio y para intentar ocultar después la evidencia del “crimen” ante su amigo del alma) para intentar defender la honra y buena imagen pública de los predilectos de su corazón. Pero entre todos los caracteres de la obra, y así ha sido reconocido por unanimidad por críticos y lectores, deslumbra el retrato psicológico maestro de la criada Juliana, parte legítima de la galería de mejores personajes novelescos salidos de la inventiva decimonónica, cuyo resentimiento supera ampliamente el de un simple odio por diferencia de clase para convertirse en una turbiedad que alimentan sus complejos físicos, su frustración sentimental y sexual,  el acecho de una muerte temprana por problemas físicos, cierta delectación morbosa en la inmoralidad de los demás y una existencia escrita sin participación de su voluntad que la convierten en una implacable maestra del chantaje, la mentira y la manipulación sentimental que se va dosificando en un impecable “in crescendo” de la tensión dramática en la segunda parte de la novela (sustancialmente mejor a la primera que detalla las interioridades de la relación adúltera e incestuosa de la protagonista con Basilio) en que se va ejerciendo una progresiva inversión de los roles “señora-criada” a medida que crece la euforia y la sensación de poder de Juliana, que no podía sino convertirse en el detonante de la tragedia final.


Tragedia final con dos “clímax”... que por supuesto no os revelo aquí.  La novela tuvo un éxito impresionante en su época, tanto entre la crítica (salvo en los pacatos de turno, similares a los que llevaron a Flaubert a juicio por inmoralidad, que la calificaron de “pornográfica”) como en entre los lectores, y supuso la mayoría de edad inmediata del realismo portugués que desde entonces, y hasta que a partir de la década de los ochenta Eça se viera tentando por evolucionar hacia otras estéticas orientadas a lo estético, lo fantástico o lo humorístico en cuya suma veía la misma encarnadura de la modernidad, ya contaba con un autor capaz de competir con los frutos de las mayores luminarias del español, el ruso o el modelo francés originario. La única y muy significativa voz disonante fue la del brasileño Machado de Assis, que criticó duramente la “inercia” que presidía el comportamiento de algunos personajes (entre los que solo salvaba la “intensidad shakesperiana” del carácter de Juliana) e ironizaba sobre el supuesto mensaje crítico y moral de la obra (para él reducido a que “hay que saber elegir a los fámulos en las relaciones adúlteras), un ataque que era más para toda la estética realista (que no tardaría en imitar… y ya quisiera su Blas Cubás llegarle siquiera la horma del zapato) más que al propio Eça,  que respetaba su juicio (llegó a escribirle una carta para agradecérselo al considerar que era el único que había sido absolutamente sincero al valorar su novela) y que de hecho alimentó mucho el propio, que siempre la menospreció un tanto, se mostró insegura con ella (de ahí la abundancia de reescrituras) e incluso se distanció irónicamente (la llegaría a tildar de “falsa, afectada y ridícula” sobre todo a medida que vaya tomando forma efectiva su distanciamiento respecto a la estética realista. Para todos los demás, una obra maestra y el más consumado fruto de la aspiración crítica y renovadora que han convertido a Eça en autor inoxidable de la narrativa universal que seguiré leyendo sin tregua: próxima estación Los maias.