La cuarta y más reciente entrega de la poeta gaditana
Cecilia Quílez se convierte, casi desde su inicio, en un libro memorable por
ser uno de los pocos en la última poesía española en que la imaginería, el uso
decidido de la irracionalidad con un punto voluntaria o involuntariamente
críptico no consigue crear sólo un efecto de originalidad sino no ir en
detrimento de una emoción que se impone con auténtica convicción dramática.
Como hacían Alejandra Pizarnik, Anne Sexton o Sylvia Plath, autoras a las que
el libro (y no es exageración) epata no sólo en uno o varios momentos puntuales
sino en muchos. El poema inicial, Lo que
hay detrás de una mujer… sirve de perfecta introducción al tono del libro
con su advertencia sobre la incapacidad de huir de la vulnerabilidad con el
referente simbólico del “vestido” como todas las “armas” humanas y afectivas
con que intenta afrontarse un dolor que al final no puede reconocerse sino como
la esencialidad de uno mismo (Lo que hay
detrás de mí/es una mujer./Escribe sobre la inercia de la piel/Y sí, está
desnuda). A partir de aquí, Silencio
sostenido afronta el tema de la identidad personal y poética con una
capacidad de perturbación lograda dando un giro dramático una imaginería
poética tradicionalmente idealista (la mariposa, el ángel), con ciertos matices
apocalípticos (Si digo la verdad/se
acabará el mundo/alguien me dijo que estaba en lo cierto./Alguien dijo adiós) y
la honestidad en reconocer la indefinición y el desnortamiento personal (Ni dama, ni niña, ni poeta/ni rara aleación
de lo correcto/al fondo, en el fondo de mis fuerzas/me dejo ir arrastrada por
el frío). Dilación del desnudo
reserva el éxtasis erótico (además de
seguir girando obsesivamente sobre la necesidad de “nombrarse” en poemas
brillantes como “Sí, soy pañuelo de seda…”), retratado como una visceralidad
que, aun naciendo de la indefensión y la carencia de afecto (Necesito
que me veles cada noche/en mi blanco ataúd de hábitos y zarzas./Cada
mañana para honrarme/con guirnaldas sencillas de tu huerto), acaba
paradójicamente convertida en violencia en la que acecha no sólo la propia
destrucción de los amantes sino la misma desmembración del lenguaje (Te amo como a las palabras que no se
dicen/las que tampoco hacen falta./Soldadito de plomo que un día soñó/dar
patadas al silencio), violencia que no evita cierta ingenuidad
(maravillosa) sobre el amor como fuerza regeneradora de todo la realidad que se
ha definido como sufrimiento (Sujeto tu
cráneo./Quiero volverte a nacer/desde la contracción/donde se obra el deseo).
La sección final, Vísteme de largo,
aun teniendo quizá una visión de lo erótico más “hímnica”, de tono más
vitalista y celebrativo (en poemas estupendos como “Estoy aquí a medias…”, “La
noche que tiene que ver con lo bendito…”) que en los textos anteriores,
redondea la sensación de incertidumbre que sugiere todo el libro con la
irrupción de lo elegíaco y lo existencial, en tonos más sobrios pero que no
evitan cierta angustia que afrontan el amor y el tiempo como pérdidas
simultáneas y decididamente sangrantes aunque se dejen escapar de forma opaca e
inadvertida (ahí está el “sufrimiento amortiguado” de “Mientras llegue
diciembre…” y especialmente de“La edad
que aún no tengo…”), preludios perfectos para un poema final en que, tras el largo itinerario de búsqueda de
consuelos e identidad personal que ha ido trazando el libro, finalmente parece
asumirse (Aleixandre dixit) que no hay efusión amorosa que no implique recavar
en la nada: anónimo hombre,/vengo a morir
de pie contigo/en el alud incomensurable de la madrugada.
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