Afirma Julio Mas Alcaraz,
en unas palabras del epílogo (excelente) con que se cierra este libro, que “el
impulso narrativo es un pilar fundamental en la escritura de Alejandro
Céspedes(…), cada uno de sus poemarios ha tenido como origen la voluntad de
narrar una historia individual o un conjunto de historias comunes”. Esto, que
parece cierto visto el fiable análisis que realiza de obras que aún no he leído
como “James Dean, amor que me prohíbes” o “Las palomas mensajeras sólo saben
volver”, no puede sino dejar sorprender, más bien desconcertar, a quien ha empezado la casa por el
tejado, a quien ha tenido como primer
contacto con la obra de Céspedes su reciente Topología de una página en
blanco, un libro con tendencia a la abstracción, el hermetismo metapoético
y una práctica de la irracionalidad plena de sugerencia y desligada de
cualquier inclinación a la anécdota narrativa o el registro de lenguaje
coloquial que a menudo apunta en estos versos. No sorprende tanto este tipo de
planteamiento como la cantidad de
registros divergentes entre sí que en él se pueden aunar: el tema de la
carretera se presta de inmediato a una filiación con el “realismo sucio” y sus
querencias temáticas y estilísticas de “road movie” (estilo plenamente logrado
en poemas como “Te hará feliz o te devolvemos tu dinero”, tan próximo a uno de
esos ejercicios de “non style”, de negación de la filiación de la poesía a la
retórica tradicional, que podrían aparecer en cualquier poemario de Raymond
Carver) pero a él se opone, por ejemplo, la intensa “poetización”, de intensa
expresividad pero a la vez de cierta atmósfera de cualidad metafísica, de los
dos poemas finales (“No es lo que vives con él, es lo que sientes dentro de él”
“Lo nuevo es intemporal” que creo son la “cumbre” lírica del libro y que Mas
Alcaraz afilia acertadamente con los monólogos de muertos del realismo
hispanoamericano, por su capacidad de epatar el desasosiego de los difuntos de
Rulfo, que canjean el reposo por la obsesión y el sentimiento de culpa ), por
no extenderse en el dominio del humor negro, la capacidad de parodia de
lenguajes científicos y técnicos (sobre
todo en “Conduce donde el interior te lleve”) amen de los pertenecientes al
campo de la modernidad “mass media” (más obvios por su aparición en los
títulos) y el talento para convertir
detalles de la cotidianidad (véase “Iventa tu ruta”, sobre el motivo de los
zapatos perdidos de los muertos en carretera o “¿Quién posee a quién?”,
escalofriante en su condición de catálogo de formas de atrezzo de la muerte) en simbología de atrayentes posibilidades
dramáticas. Parte de la calidad del libro radica en que, siendo la carretera
una escenografía de la muerte, los narradores-personajes encuentren en ella
posibilidades aún más luctuosas que su misma desaparición: en la carretera,
arrasan, además de a sí mismos, a toda las formas de inocencia superviviente
que pudieran quedar en el mundo (sean la naturaleza o el amor sentido con
verdad, como en “Los animales de dos en dos, ua, ua” o “Autoemoción”) o quedan
perpetuamente encerrados en un delirio en el que se reitera indefinidamente la
escenografía de la tragedia (“Vuelve a soñar”, “Todo lo que conocías, ha
cambiado”, poemas en los que además se pone de manifiesto que los juegos
tipográficos rara vez son caprichosos en Céspedes y son parte esencial en la
transmisión de la sensación de irrealidad que los personajes intentan
transmitir) y que es mucho más perturbador que la posibilidad de la nada. Y,
sobre todo, y como parte esencial de la sabiduría sobre la condición humana de
su autor, en el hecho de que estas muertes gratuitas y accidentales no sean
solo para sus víctimas la consumación de unas vidas dominadas por la
inautenticidad y el absurdo sino, principalmente, la revelación, fortuita y sin
posibilidad piadosa de vuelta atrás, de la propia vaciedad de las mismas (el
poema “Y de pronto, hoy es un buen día” es no sólo brillante sino especialmente
revelador en este sentido), tras años en que su falta de inteligencia les ha
permitido comprender una paradoja
esencial del existir: la ficción de que crees “buscar”, ser la parte dirigente
y el líder de la iniciativa de los hechos que van punteando tu camino (los
poemas focalizados en personajes entregados al vértigo del “vivir deprisa” o a
una risible sensación de poder expresados en hábitos de conducción suicida)
cuando realmente eres un elemento pasivo, “buscado” por caprichos del destino
trágico o el simple azar cuya naturaleza no puede revelarse. Poco más que
decir: el libro me tenía ganado de antemano por la sola elección del simple eje temático de los poemas (“Una
cruz en el camino”, del último libro que escribí, es la última manifestación de
una fijación casi patológica por los “ramos de flores” de las carreteras a los
que el autor alude en la cita inicial) pero su hondura existencial y la citada
heterogeneidad formal mandan certificar su calidad al margen de las obsesiones
particulares y todos los traumas freudianos de la enfermedad de cada cual.
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