Bien hace Jean de la Ville en comenzar esta novela con una cita
inicial de Cervantes sobre la fatalidad de tener que soportar en la vida a un
buen número de “plebeyos” (en el plano en que lo hace el autor del Quijote: no
en sentido de clasismo social y político, ni siquiera de intelecto, sino de
pura ética) que no hacen sino hacer bulto en el cómputo de la humanidad (se
nota que Cervantes es piadoso: habría que matizar que lo que hacen realmente es
daño), pues son los mismos que le arrebataron a él prematuramente la vida
(muerto en una acción militar de la IGM en la que, inexplicablemente, se alistó
de forma voluntaria) y al mundo una prometedora carrera literaria que ya había
dado sus primeros frutos (era también un notable poeta) y hacía suponer las mejores
previsiones, al margen del encanto de la inteligencia y la autenticidad vital
que tan bien retrata Mauriac, amigo y compañero de correrías en el París
modernista, en un prólogo lleno de admiración y afecto. Creo que es esta una
novela en dos actos, el último solamente agradable y simpático (el encuentro de
Jean con una joven, Elvire Barrochet, encantadora pero caprichosa y llena de
tics de niña de papá que remueve los sólidos cimientos de su atonía vital y con
la que tiene su única posibilidad de acceso a una vida convencional hasta que
lo abandone y el protagonista, con su mentalidad de sistematismo kantiano, pase
por todas los preceptos del desconsuelo amoroso (melancolía, caída en el
hedonismo desesperado) hasta un intento de suicidio... que aquí no os revelo si llega a consumar...) y el primero absolutamente memorable, capaz de
epatar a Melville o Goncharov en sus retratos ya clásicos de la abulia
existencial pero añadiéndole nuevos matices que redondean una impresionante
hondura psicológica: Jean Dezert es un Bartleby, o un Oblómov, inerte, incapaz
de toda iniciativa vital, espectador de una vida anclada en sus propios ritos
(como la cena diaria en un restaurante que le proporciona su único amigo, un
tal León Duborjal al que tan sólo escucha pasivamente y cuyo perfil de hombre
vitalista, pragmático y un tanto ambicioso parece anular cualquier posibilidad
de empatía), envuelto en una grisura de carácter tan espontánea que impide la
depresión (vía la abolición de toda expectativa), inteligente pero incapaz de
crearse una identidad a través del arte y el intelecto (ni sus intentos de
escribir poemas, de llevar un diario o de leer (apenas un libro de máximas
filosóficas de Confucio que no hacen sino confirmar drásticamente su apatía)
parecen una vía efectiva de supervivencia) y de una vida profesional opresiva
(rutina, sometimiento jerárquico, angustia burocrática con algún detalle
especialmente turbador como el del compañero de despacho que se oculta tras un
biombo y sólo deja escuchar ocasionalmente su voz o el rasgado del bolígrafo
sobre el papel). Sin embargo, a diferencia de los referentes literarios que se
prestan de inmediato a la comparación, Dezert es también un “hedonista
amortiguado”, capaz de encontrar en el domingo
su propia ventana a la asfixia cotidiana y, aun con un sentido de la
programación racional que parece la pura antítesis de la espontaneidad del
placer, llenarlo de experiencias estimulantes (gastronomía, actividades
reconfortantes para la belleza y la salud corporal), algunas tan deliciosamente
irónicas como el hecho (para él, al que nadie podría imaginar siquiera en un
coito conyugal) de acabar la jornada asistiendo a una conferencia en una
farmacia sobre higiene sexual entre damas francesas recatadas. A partir de
aquí, creo que la novela decae con la irrupción de la anécdota sentimental,
pero De la Ville ha demostrado de sobra un talento que, junto al encanto de
malditismo de su temprana muerte en el anonimato, justifican su creciente
conversión en figura de culto de la literatura francesa (muy elogiado por
autores del prestigio y la popularidad de Houellebecq)y, desde luego, esta
impagable traducción, tan estupendamente editada como todas, del sello
Impedimenta.
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