Por las vías simultáneas de su calidad literaria, el impacto
emocional que produce su historia (una
de las más brutales que cualquiera podría recordar en toda su vida como lector) y
el hipócrita escándalo que suscitó (prohibiciones y censuras en países que
presumen de liberales como Dinamarca, tierra de la autora, Francia o Noruega),
es este libro uno de los mayores best-sellers de la literatura europea de
principios de siglo. Se inicia este “cuento” (la propia Teller le da esta denominación, que pese a las apariencias creo que es bastante exacta) tremebundo
como un guiño a un planteamiento argumental tratado por clásicos de la
narrativa moderna como Capote, Welty o Calvino: el personaje que, hastiado
definitivamente con la realidad que le rodea, decide aislarse de los demás y
convertirse en profeta de la disidencia. Desde el ciruelo en el que se ha
establecido, el adolescente Pierre Anthon lanza las proclamas de su filosofía de nihilismo e inacción recientemente descubierta ante unos compañeros de
generación que, sabedores ya de que sus actos los guía la lucidez y no la
enajenación, intentan devolverlo al redil para no ver vencidas sus incipientes
certezas sin renunciar en principio ni la violencia (la escena inicial de la
lapidación). Cuando la acción de la fuerza se revela inútil, inician un
peculiar proyecto de intentar desmontar su pesimismo haciendo acopio de sus
objetos más preciados e íntimamente significativos para convertirlos en un aval
del sentido de la vida que se se convierte en la radiografía más explícita de la
condición humana: el intento inicial de no comprometerse y salir del paso
aportando cosas superficiales da paso a una creciente fiebre de transgresión
moral guiada por el resentimiento (cada uno se venga de la renuncia que le ha
exigido el anterior inventando una audacia cada vez más aberrante) en la que,
además de la incidencia en actos de crueldad gratuitos (como cuando se exige la
cabeza de “Cenicienta”, la perra encontrada en el cementerio) se acaban
malogrando valores en principio éticamente sagrados como la muerte (Elise debe
aceptar que el ataúd de su hermano pequeño sea desenterrado y añadido al
“montón de significado”), la patria, la religión (caso significativo del
adolescente árabe que debe entregar su alfombra de rezos con el consecuente
desprecio que eso le acarrea en su entorno como traidor a sus valores)o la
libertad sexual (Sofie debe dejarse “arrancar su inocencia” para aportar su
himen sangrante como testimonio). Cuando el “líder” y miembro más popular del
grupo pierda el respeto de los demás tras la indignidad con la que
afronta el sacrificio que se le impone(la
amputación de su dedo pulgar, no solo guiada por el morbo sangriento sino por
la crueldad de despojarle de su don más preciado: su talento para tocar la
guitarra) y se convierta en delator a la policía, la novela cambia
momentáneamente de rumbo para convertirse en una valiente sátira de los falsos
fenómenos sociales y debates éticos
fomentados por los medios de comunicación de masas (la controversia entre
partidarios y detractores del grupo de jóvenes, que llega a sobrepasar los
límites del propio país) o el esnobismo y la desorientación de valores
estéticos del mundo del arte (museo que reivindica el “montón de significado”
como una obra genial y está dispuesto a pagar una elevada suma de dinero por
exhibirlo) que, además proporciona a Anthon, cuyo nihilismo se ha mantenido
insensible a la celebridad ganada por sus compañeros y sobre todo a la
evidencia de lo que han sido capaces de arriesgar para persuadirlo, el
argumento perfecto para vencerlos cuando señale lúcidamente que la conversión
de sus significados en materia comercial es la prueba definitiva de la inanidad
de los mismos. El final, (que no os avanzo, claro) aunque añade la rúbrica definitiva de brutalidad a la
historia y resulta de gran expresividad, creo que no puede sino resulta en parte previsible y es
lo que el lector ha intuido desde el primer momento. Aunque tal vez, al menos eso quiere uno pensar, al final, la inmolación del “héroe” no haya resultado del todo inútil y revela que han aprendido tal vez la única lección existencial que puede
asimilarse: que, al margen de todos los valores subjetivos que le queramos
atribuir (llamémosle amor, patria, religión, familia…) la vida, objetivamente
contemplada, no es sino vacío y absurdo pero que de esa certeza, más que el
pesimismo, debería nacer la conciencia de la vulnerabilidad, es decir, la raíz
de la única ética auténtica.
ANA ARES: "55 minutos"
Si faltaran en este libro poemas de sustancia, logros
redondos por su emoción y uso limpio del lenguaje (que no es el caso), creo que
sería igualmente memorable por su simple movimiento estructural, su disposición
de tal manera que remite a toda una larga tradición de poemarios que intentan
describir el proceso de amor y, a la vez, su habilidad para desmarcarse de
ellos en un final que reclama se reconozca su evidente originalidad al margen
de posibles modelos. Así, presenta el sentimiento amoroso como una dinámica de
premonición ( emocionante ese primer poema en que se habla del amor como un
germen, una semilla cuya llegada se intuía pero a la vez se retardaba casi
voluntariamente hasta lograr la madurez del corazón y el dominio sobre la
palabra que pudieran hacerle justicia:
Esperaba algún viento,/la voz mía,/para llegar más alto,/para decir más
blanco/y no herir el silencio/con palabras de amor/que no nos contuvieran ),
búsqueda (“Pasaporte biológico…”, que hace más emotivo el género lírico del “retrato”
en tanto que no busca la definición de la propia identidad sino el ser indicio,
huella para ser hallazgo en otro que se complementa con la simultánea búsqueda
del ser amado que testimonia el siguiente poema), hallazgo (resulta conmovedor
aquí como la autora reivindica su melancolía como el mejor aval para que el
otro supere el miedo a hacerle daño que se ha convertido en freno para la
unión: Dónde puede llevarte tu tristeza /que
no se haya embarrado/antes mi corazón? Tómame de la mano. No le temo/a ninguna
tiniebla en la que habites), intensificación y… cuando el lector espera la
desolación peligrosamente convertida en tópico, la rendición casi obligatoria
al “largo lamento” saliniano tras ser voz
debida a otro, (los guiños a Don Pedro no son caprichosos, no tanto porque la
propia autora lo cite en la introducción a la segunda parte sino porque el
estilo de todo el poemario demuestra una plena asimilación de las lecciones de
esencialidad, precisión léxica, música a media voz y captación de la “esencia”
sin necesidad de cascarilla brillante y ornamentos retóricos que nos regala
toda su obra), encuentra, de manera sorpresiva y gozosa, tan sólo unos “atenuantes
“ (término bien elegido que sugiere cierta elegancia y distancia irónica en el
desconsuelo), versos que registran ausencias (Qué extraña sombra tuya/cuando te vas y queda/en tu lugar un cuerpo que
te busca/hecho cántaro roto y sangre no vertida), culminan con un
desiderativo (el magnífico Ojalá) que
expresan la inseguridad, el miedo a perder (o tal vez, peor aún, a dejar de
merecer) aquello que se ha amado, pero cuyo mensaje final parece no ser otro que
la supervivencia de los amantes y su intensidad pasional entre el cerco de un
mundo opresivo (Cómo así, tú y tu
piel?/Cómo estos ojos tuyos, tu mirada, cuando todo en el mundo se ha
perdido?). El título del libro, en principio desconcertante, parece remitir
(y ya me comentará la autora si esa era su intención) a la idea de que estos
estados evolutivos del sentimiento no se dan de forma lineal ni están radical(y
temporal)mente separados los unos de los otros, sino que cada instante de la
vivencia amorosa, cada hora (o cada 55 minutos) consiste en la sucesión simultánea
de los mismos, un eterno retorno en el que se pasa, en una circularidad
viciosa, del anhelo a la consumación, y,
en consecuencia y con plena sabiduría, los poemas están “desordenados”, dispuestos
para sugerir una dinámica de avances y retrocesos, de la necesidad de encontrar
el amor a su consumación erótica… y vuelta a la incertidumbre inicial y de esta
de nuevo al “éxtasis… y así hasta el infinito. El proceso, podríamos decir “intermedio”
,de crecimiento progresivo del amor una vez que ambos amantes lo han desvelado,
ocupa buena parte del libro y nos proporciona muchos de sus momentos más
logrados: entre ellos, la delicadeza con que el amor filtra un eco de
trascendencia entre la cotidianidad (Oler
tu ducha, /oler tu desayuno/desde el hueco que dejas en la cama), la
asunción voluntaria del sufrimiento precisamente para ser digno de liberarse de
él (No he dicho que me quieras
derrotada,/pero así habré de ser cuando llegue a ti) y quede siempre un
poso de humildad y de conciencia de casi no merecimiento que de el amor su
auténtica dimensión humana (Yo sé que
me dirás están abiertas/las puertas a
que llamas/ mas yo me inclinaré con reverencia/otra vez, esta vez, la misma vez……estos
versos, si no pusiera “Ana Ares” en la cubierta del libro, se los atribuiría
sin pensar a Elizabeth Barrett), los momentos en que hasta el mundo y sus fenómenos naturales (el
estupendo poema sobre la lluvia) parecen convertirse en pretexto para nuevos
ritos de unión, las ganas de enajenarse hasta convertir el amor en otra
dimensión inalcanzable para la realidad, el “jardín cerrado” al que aspiran los
místicos de vocación (Venzo la
tentación/de llevarte conmigo a donde vaya,/de esconderte en el bolso, en un
bolsillo,/donde pudiera solo acariciarte/sin saberlo los ojos de la gente)o
la manera inadvertida, casi de “voayer” indecente, en que se cuela la otra
pasión auténtica, la de la palabra, entre la celebración erótica (Cuando se enredan dos/que son como tú y como
yo,/los dos poetas,/hay besos entre versos encubiertos,/y la guerra intestina
de palabras/es un órgano más, enfebrecido), hasta que la autora pueda
clamar, eufórica, que “han vuelto las
palabras” y se poseen plenamente para dar testimonio de la plenitud que ha
logrado (y no deja de hacer otra cosa hasta el final del poemario). En fin, un verdadero hallazgo que, volviendo
al juego del título, tal vez pueda leerse en tan sólo 55 minutos gracias a la
espontaneidad, a esa “fácil dificultad” de los verdaderos poetas, los que
ofrendan la hondura sin violentar el legítimo hedonismo del lector, pero cuya
verdad, humana y poética, le queda retumbando al lector, sin traicionar la
vocación de humildad de la autora (por ahí , en algún hueco oculto de esa
nuestra víscera rectora y tantas veces tirana) de forma perpetua.
MARIO VARGAS LLOSA: "La ciudad y los perros"
Rotunda obra maestra de juventud del genio peruano y la que,
tras las iniciales Los cachorros y Los jefes (que aún tengo
pendientes de lectura) lo dio a conocer en nuestro país y consolidó su papel de
figura referencial del cacareado “boom” hispanoamericano tras hacerse con los
premios Biblioteca Breve y de la Crítica (1962 y 63 respectivamente). La novela es un logro inacabable ya desde su
ambientación, el tétrico colegio militar limeño Leoncio Prado, emblema de la
institución especializada en desustanciar a los hombres, en extirparles
prematuramente su potencial de lucidez crítica y empatía humana para
convertirlos en eslabones pasivos del sistema, de cuya inautenticidad es
víctima incluso el cuerpo docente y militar que lo dirige (casos muy
significativos como el afeminado profesor de francés que, por su apariencia de
debilidad, se convierte en blanco de la visceralidad reprimida de los alumnos)…
hecha la excepción del teniente Gamboa, de un fervor por la disciplina de puro
fanatismo religioso, resultado de la ingenuidad de que la complejidad de la
vida y el ser humano es reductible a reglas, que una vez que se desvelan las
múltiples “transgresiones “ al orden ocultas (alcohol, juego, robos, prácticas
sexuales) a propósito del asesinato de El Esclavo, no puede sino tomarse la
restauración moral del colegio como un pulso personal vivido con tal rigor que
finalmente lo hace inaceptable para el sistema y labra el fracaso de su futuro
en el ejército con el “destierro preventivo”. Lo peor no es ya tanto el clima
de disciplina inhumana de la institución, la continua apelación al valor y la
virilidad en sus acepciones más viles (para colmo impuesta desde una paradójica
cobardía, como se expresa en actos como el casi tribunal de guerra con el que
se intimida a un alumno por romper un cristal y robar un examen y,
especialmente, con la miserable ocultación de las evidencias de un crimen por
temor a las represalias y la presión de familiares, superiores o medios de
comunicación), sino el hecho de que los alumnos hayan asumido la supervivencia
como agresión, como la falsa dialéctica del “morir o matar” sin que nadie, ni
siquiera los más obviamente sensibles y predispuestos al sentimentalismo (sobre
todo Alberto, el “poeta”, hombre frágil desde su problemática vida familiar,
tendente al enamoramiento atormentado pero también lo suficientemente
pragmático para convertir su talento para la escritura no en un lastre sino en
una forma de resistencia, haciéndose respetar como redactor de cartas
personales… o de relatos pornográficos para aliviar las libidos desatadas), se
atrevan a defender la compasión como forma de disidencia. Así, los alumnos novatos son calificados de “perros”,
sufren todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas que a su vez alientan su
ansiedad por crecer y convertirse a su vez en verdugos lo que, sumado a su
necesidad de revancha respecto a sus propios agresores, crea una atmósfera de
violencia a perpetuidad, un ciclo imposible de romper, como bien demuestran los
estudiantes de “El Círculo”, núcleo de supervivencia liderado por el
aparentemente inhumano El Jaguar… aunque incluso él fue una vez inocente y
capaz de amar, y hasta de emprender una carrera delictiva desvalijando
mansiones de clase alta para conseguir dinero con el que seducir a un primer
amor de juventud. Quienes opten como estrategia para resistir el servilismo con
los fuertes se equivocan; ahí está el drama de Ricardo Arana, “el esclavo”, una
pieza maestra de la hondura psicológica de Llosa, pura carne de humillación
desde su infancia con un padre castrante que se avergüenza de su fragilidad y
aspira a “hacerlo un hombre” de forma inhumana, la continua violencia física y
mental que recibe en el colegio y, finalmente, despojado de su única opción
personal de redención por su supuesto
único amigo, Alberto (que le arrebata a Teresa, “la chica” de su infancia,
auténtico centro emocional de la novela por la que compiten no sólo los dos personajes
citados sino también El Jaguar y posible razón auténtica, aunque no confesada
explícitamente (ni siquiera por el narrador) de su conversión en criminal), que
precipita su conversión delator de sus compañeros y en consecuencia un
asesinato que será cobardemente disimulado por las autoridades del colegio como
un accidente en unas prácticas militares. Como toda obra genial, esta lo es
hasta en mínimos detalles que se antojan cargados de simbolismo: qué mejor
imagen, resumen de toda la humanidad malograda de estos jóvenes que “La
Malpapeada” , perpetuamente fiel entre la violencia que sufre, a El Boa, uno de
los protomachos más bestiales de El Círculo… como nuestra propia rendición
incondicional a una vida de la que no conseguimos más que la promesa de la
futura y perenne agresión. Pese a todo lo expuesto, la crudeza de la obra no es
absoluta (por cierto, la censura española debía ser ya descafeinada o
directamente inexistente en esta época para pasar por alto las escenas de
sodomía, masturbación o zoofilia… crudeza sexual típica de don Mario de la que
imagino tomarían buena nota sus rivales políticos tristemente victoriosos en el
Perú… y es que toda la “perversión” de Llosa no cabe sólo en Elogio de la
madrastra, Pantaleón y las visitadoras o Los cuadernos de Don Rigoberto)
y, ante el asfixiante inicio y desarrollo de la novela, el final se puede calificar casi
de “happy end”: no os lo cuento, vosotros mismos lo juzgaréis... y veréis si estáis de acuerdo en pensar en que hay ciertas felicidades que se parecen peligrosamente a la rendición y que, en definitiva, quizá se pueda decir del colegio Leoncio Prado lo mismo que del campo de
concentración de Austwitchz: que en realidad nunca hubo supervivientes… porque
los vivos quedaron más íntimamente muertos que los mismos difuntos.
CHARLES BAUDELAIRE: "Pequeños poemas en prosa"
¿A quién pertenece en justicia la autoría y el derecho de
patente de un género literario, a quien lo inventa o a quien escribe en él su
primera obra maestra, la que pone en evidencia todas sus posibilidades
expresivas y queda como referente inevitable para sus posteriores
practicantes? Baudelaire no intenta
hacer pasar el poema en prosa como un invento suyo, no niega la impronta ni de
la teoría romántica del hibridismo de género (aquí plenamente lograda en la
intersección de lo lírico-descriptivo, la hondura reflexiva y la anécdota
narrativa, con el contraste de registros de estilo que supone) ni del francés
Aloysius Bertrand (cuya influencia glosa en la carta inicial a Arsenio Houssaye
que hace las veces de prólogo) pero lo escribe con tal brillantez, en poemas
que tan poco le tienen que envidiar a Las
Flores del mal ni en calidad literaria ni en condición reveladora de la personalidad y las
constantes obsesivas de su creador que, lo dicho, existe la tentación de
considerarlo directamente una aportación suya (otra de tantas) a la historia de
la poesía universal. Estos pequeños poemas en prosa son el enésimo intento del
poeta parisino de crear un proyecto personal para conjurar los demonios del
hombre (al menos los del hombre, plenamente persuadido de su vulnerabilidad
como tal, que él era) que no son ni el demonio, ni el mundo, ni la carne (al
menos el primero y el tercero bastante gratos a su persona y su identidad
artística) sino la sensación de extrañamiento y desarraigo(¿Qué es, entonces lo que amas, extraordinario extranjero? Amo las nubes…
las nubes que pasan… allá lejos… las maravillosas nubes, se nos dice ya de
forma muy reveladora en el primer texto y considerados inclinación espontánea
antes del mal aprendizaje del mundo en Las
vocaciones) y la misantropía (culminación del desengaño de los afectos
humanos, sean amorosos o de simple amistad, en poemas como Los ojos de los pobres o La
moneda falsa), inseparable de cierta tendencia patológica a la
insatisfacción por todo y por todos (Los
proyectos, En cualquier parte fuera del mundo) y una vivencia incoherente
de los propios deseos (¡Ya¡) que se impone al margen de la lucidez para
desvelar nuestra miseria. ¿Sus armas? Las clásicas de su genialidad y de toda
sensibilidad y capacidad de intelecto
que aspire mínimamente a lo auténtico: el acercamiento afectivo a los
marginados y los débiles (La
desesperación de la vieja), a menudo como la salvación en lo espontáneo
frente al artificio del mundo reglado (El
juguete del pobre) pero no reñido
con una vena corrosiva y crítica que roza el arte de la crueldad de un Jonathan
Swift (por poner el ejemplo más brillante) y pretende no dejarles acomodarse en
la autocompasión, ni mitificarlos “per se” (ahí está la terrible anécdota
luctuosa que se nos narra en La cuerda,
el más colindante con el simple relato frente a la reflexión lírica) ni caer en
la trampa de la caridad que es parte esencial de la hipocresía de los poderosos
(memorable el titulado ¡A los pobres,
matémoslos a palos¡) la capacidad de crear atmósferas a partir de la
sugestión emocional y el talento para la sublimación idealista del mundo,
indistintamente aplicados a la naturaleza, el erotismo o la simple observación
de la cotidianidad (todas radiantes en El
aposento doble y otros textos como El
loco y la Venus, Un hemisferio en una cabellera, Las ventanas, El deseo de
pintar, ¿Cuál es la verdadera?, El puerto), la necesidad de provocación
(más impulso irracional incontrolable que decisión consciente en textos como El mal vidriero), la posesión de la
sutileza (léase aristocratismo) de espíritu suficientes para ser un hedonista
de la soledad , especialmente en el refugio romántico de la noche que consuela
la opresión de la vida diurna (A la una
de la madrugada, El crepúsculo, La
soledad), el tiento al mal en busca de una aproximación honesta a sí mismo
frente a la simulación de la virtud (El
jugador generoso), el canto al exceso, a la intensidad entre los límites
timoratos de la cordura que nos desustancian la vida (Embriagaos), un humor que además de inteligente tiene la valentía
de ser sincero y desvirtuar la trascendencia que se autoimpone como artista (Pérdida de aureola)… y otras tantas que
espero me cuente algún lector más incisivo y atento porque este libro, como cualquiera
de su autor, tiene tantas vidas y tantas lecturas como personas que se acerquen
a él con la humilde intención (expectativa imposible de frustrar) de enajenarse
de la propia.