¿A quién pertenece en justicia la autoría y el derecho de
patente de un género literario, a quien lo inventa o a quien escribe en él su
primera obra maestra, la que pone en evidencia todas sus posibilidades
expresivas y queda como referente inevitable para sus posteriores
practicantes? Baudelaire no intenta
hacer pasar el poema en prosa como un invento suyo, no niega la impronta ni de
la teoría romántica del hibridismo de género (aquí plenamente lograda en la
intersección de lo lírico-descriptivo, la hondura reflexiva y la anécdota
narrativa, con el contraste de registros de estilo que supone) ni del francés
Aloysius Bertrand (cuya influencia glosa en la carta inicial a Arsenio Houssaye
que hace las veces de prólogo) pero lo escribe con tal brillantez, en poemas
que tan poco le tienen que envidiar a Las
Flores del mal ni en calidad literaria ni en condición reveladora de la personalidad y las
constantes obsesivas de su creador que, lo dicho, existe la tentación de
considerarlo directamente una aportación suya (otra de tantas) a la historia de
la poesía universal. Estos pequeños poemas en prosa son el enésimo intento del
poeta parisino de crear un proyecto personal para conjurar los demonios del
hombre (al menos los del hombre, plenamente persuadido de su vulnerabilidad
como tal, que él era) que no son ni el demonio, ni el mundo, ni la carne (al
menos el primero y el tercero bastante gratos a su persona y su identidad
artística) sino la sensación de extrañamiento y desarraigo(¿Qué es, entonces lo que amas, extraordinario extranjero? Amo las nubes…
las nubes que pasan… allá lejos… las maravillosas nubes, se nos dice ya de
forma muy reveladora en el primer texto y considerados inclinación espontánea
antes del mal aprendizaje del mundo en Las
vocaciones) y la misantropía (culminación del desengaño de los afectos
humanos, sean amorosos o de simple amistad, en poemas como Los ojos de los pobres o La
moneda falsa), inseparable de cierta tendencia patológica a la
insatisfacción por todo y por todos (Los
proyectos, En cualquier parte fuera del mundo) y una vivencia incoherente
de los propios deseos (¡Ya¡) que se impone al margen de la lucidez para
desvelar nuestra miseria. ¿Sus armas? Las clásicas de su genialidad y de toda
sensibilidad y capacidad de intelecto
que aspire mínimamente a lo auténtico: el acercamiento afectivo a los
marginados y los débiles (La
desesperación de la vieja), a menudo como la salvación en lo espontáneo
frente al artificio del mundo reglado (El
juguete del pobre) pero no reñido
con una vena corrosiva y crítica que roza el arte de la crueldad de un Jonathan
Swift (por poner el ejemplo más brillante) y pretende no dejarles acomodarse en
la autocompasión, ni mitificarlos “per se” (ahí está la terrible anécdota
luctuosa que se nos narra en La cuerda,
el más colindante con el simple relato frente a la reflexión lírica) ni caer en
la trampa de la caridad que es parte esencial de la hipocresía de los poderosos
(memorable el titulado ¡A los pobres,
matémoslos a palos¡) la capacidad de crear atmósferas a partir de la
sugestión emocional y el talento para la sublimación idealista del mundo,
indistintamente aplicados a la naturaleza, el erotismo o la simple observación
de la cotidianidad (todas radiantes en El
aposento doble y otros textos como El
loco y la Venus, Un hemisferio en una cabellera, Las ventanas, El deseo de
pintar, ¿Cuál es la verdadera?, El puerto), la necesidad de provocación
(más impulso irracional incontrolable que decisión consciente en textos como El mal vidriero), la posesión de la
sutileza (léase aristocratismo) de espíritu suficientes para ser un hedonista
de la soledad , especialmente en el refugio romántico de la noche que consuela
la opresión de la vida diurna (A la una
de la madrugada, El crepúsculo, La
soledad), el tiento al mal en busca de una aproximación honesta a sí mismo
frente a la simulación de la virtud (El
jugador generoso), el canto al exceso, a la intensidad entre los límites
timoratos de la cordura que nos desustancian la vida (Embriagaos), un humor que además de inteligente tiene la valentía
de ser sincero y desvirtuar la trascendencia que se autoimpone como artista (Pérdida de aureola)… y otras tantas que
espero me cuente algún lector más incisivo y atento porque este libro, como cualquiera
de su autor, tiene tantas vidas y tantas lecturas como personas que se acerquen
a él con la humilde intención (expectativa imposible de frustrar) de enajenarse
de la propia.
3 comentarios:
Es grato comprobar que los efluvios a tu espalda, Rafael, llegan a tu cerebro y tu corazón. "El spleen de París"(editorial Fontanara, 1979) te ha acompañado varias cenas y tarde o temprano tenía que manifestarse (esta vez al contrario que en "El perro y el frasco").
Charles siempre está conmigo desde la adolescencia, Carmen, así que no me extraña que me estuviera también discretamente observando como un ángel tutelar en nuestras cenas. Qué ilusión me hace tu comentario, Carmen, bien sabes que Baudelaire no merece la indiferencia. Un abrazo.
Precisamente estos días estoy escribiendo cosas sobre la melancolía en el cine. El cine como arte del tiempo y, sobre todo, del paso del tiempo. Y Baudelaire, con Verlaine, Hölderlin y otros son mis fuentes de inspiración. Por cierto, la voz inglesa spleen viene del griego clásico splên, que quería decir bazo, porque el este órgano era supuestamente el que segregaba la bilis negra o melancolía.
Fdo: Pablo Pérez de Montijo
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