Rotunda obra maestra de juventud del genio peruano y la que,
tras las iniciales Los cachorros y Los jefes (que aún tengo
pendientes de lectura) lo dio a conocer en nuestro país y consolidó su papel de
figura referencial del cacareado “boom” hispanoamericano tras hacerse con los
premios Biblioteca Breve y de la Crítica (1962 y 63 respectivamente). La novela es un logro inacabable ya desde su
ambientación, el tétrico colegio militar limeño Leoncio Prado, emblema de la
institución especializada en desustanciar a los hombres, en extirparles
prematuramente su potencial de lucidez crítica y empatía humana para
convertirlos en eslabones pasivos del sistema, de cuya inautenticidad es
víctima incluso el cuerpo docente y militar que lo dirige (casos muy
significativos como el afeminado profesor de francés que, por su apariencia de
debilidad, se convierte en blanco de la visceralidad reprimida de los alumnos)…
hecha la excepción del teniente Gamboa, de un fervor por la disciplina de puro
fanatismo religioso, resultado de la ingenuidad de que la complejidad de la
vida y el ser humano es reductible a reglas, que una vez que se desvelan las
múltiples “transgresiones “ al orden ocultas (alcohol, juego, robos, prácticas
sexuales) a propósito del asesinato de El Esclavo, no puede sino tomarse la
restauración moral del colegio como un pulso personal vivido con tal rigor que
finalmente lo hace inaceptable para el sistema y labra el fracaso de su futuro
en el ejército con el “destierro preventivo”. Lo peor no es ya tanto el clima
de disciplina inhumana de la institución, la continua apelación al valor y la
virilidad en sus acepciones más viles (para colmo impuesta desde una paradójica
cobardía, como se expresa en actos como el casi tribunal de guerra con el que
se intimida a un alumno por romper un cristal y robar un examen y,
especialmente, con la miserable ocultación de las evidencias de un crimen por
temor a las represalias y la presión de familiares, superiores o medios de
comunicación), sino el hecho de que los alumnos hayan asumido la supervivencia
como agresión, como la falsa dialéctica del “morir o matar” sin que nadie, ni
siquiera los más obviamente sensibles y predispuestos al sentimentalismo (sobre
todo Alberto, el “poeta”, hombre frágil desde su problemática vida familiar,
tendente al enamoramiento atormentado pero también lo suficientemente
pragmático para convertir su talento para la escritura no en un lastre sino en
una forma de resistencia, haciéndose respetar como redactor de cartas
personales… o de relatos pornográficos para aliviar las libidos desatadas), se
atrevan a defender la compasión como forma de disidencia. Así, los alumnos novatos son calificados de “perros”,
sufren todo tipo de vejaciones físicas y psíquicas que a su vez alientan su
ansiedad por crecer y convertirse a su vez en verdugos lo que, sumado a su
necesidad de revancha respecto a sus propios agresores, crea una atmósfera de
violencia a perpetuidad, un ciclo imposible de romper, como bien demuestran los
estudiantes de “El Círculo”, núcleo de supervivencia liderado por el
aparentemente inhumano El Jaguar… aunque incluso él fue una vez inocente y
capaz de amar, y hasta de emprender una carrera delictiva desvalijando
mansiones de clase alta para conseguir dinero con el que seducir a un primer
amor de juventud. Quienes opten como estrategia para resistir el servilismo con
los fuertes se equivocan; ahí está el drama de Ricardo Arana, “el esclavo”, una
pieza maestra de la hondura psicológica de Llosa, pura carne de humillación
desde su infancia con un padre castrante que se avergüenza de su fragilidad y
aspira a “hacerlo un hombre” de forma inhumana, la continua violencia física y
mental que recibe en el colegio y, finalmente, despojado de su única opción
personal de redención por su supuesto
único amigo, Alberto (que le arrebata a Teresa, “la chica” de su infancia,
auténtico centro emocional de la novela por la que compiten no sólo los dos personajes
citados sino también El Jaguar y posible razón auténtica, aunque no confesada
explícitamente (ni siquiera por el narrador) de su conversión en criminal), que
precipita su conversión delator de sus compañeros y en consecuencia un
asesinato que será cobardemente disimulado por las autoridades del colegio como
un accidente en unas prácticas militares. Como toda obra genial, esta lo es
hasta en mínimos detalles que se antojan cargados de simbolismo: qué mejor
imagen, resumen de toda la humanidad malograda de estos jóvenes que “La
Malpapeada” , perpetuamente fiel entre la violencia que sufre, a El Boa, uno de
los protomachos más bestiales de El Círculo… como nuestra propia rendición
incondicional a una vida de la que no conseguimos más que la promesa de la
futura y perenne agresión. Pese a todo lo expuesto, la crudeza de la obra no es
absoluta (por cierto, la censura española debía ser ya descafeinada o
directamente inexistente en esta época para pasar por alto las escenas de
sodomía, masturbación o zoofilia… crudeza sexual típica de don Mario de la que
imagino tomarían buena nota sus rivales políticos tristemente victoriosos en el
Perú… y es que toda la “perversión” de Llosa no cabe sólo en Elogio de la
madrastra, Pantaleón y las visitadoras o Los cuadernos de Don Rigoberto)
y, ante el asfixiante inicio y desarrollo de la novela, el final se puede calificar casi
de “happy end”: no os lo cuento, vosotros mismos lo juzgaréis... y veréis si estáis de acuerdo en pensar en que hay ciertas felicidades que se parecen peligrosamente a la rendición y que, en definitiva, quizá se pueda decir del colegio Leoncio Prado lo mismo que del campo de
concentración de Austwitchz: que en realidad nunca hubo supervivientes… porque
los vivos quedaron más íntimamente muertos que los mismos difuntos.
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