Mi deuda pendiente con Jaime de Armiñán, uno de los nombres
más versátiles de la difícil cultura española de la posguerra (dramaturgo,
novelista, cineasta, articulista… y aún en activo, si bien al parecer no en su
mejor forma, a pesar de la ya provecta edad) iba mucho más allá de lo literario
o lo cinematográfico para entrar ya en el campo de los frikismos y las
gratitudes personales: ya sabemos, cuñado de Carmen Santonja… y promotor de las
Vainica Doble en una época, en realidad cualquier época, en que eran todavía
contempladas como “rara avis” dentro de un panorama artístico con mira estrecha
para las propuestas críticas y verdaderamente innovadoras. Tras La señorita,
impecable pieza breve en la que apenas un par de escenas de diálogo sencillas
bastan para desnudar con virulencia ese tipo de falsa caridad aristocrática que
no busca sino el alimento de la vanidad propia, nos espera otra señorita, la
Amparo- Juan de Mi querida señorita que López Vázquez bordó en
escena, que no podemos sino calificar de
mítica, que traspasó nuestras fronteras y fascinó a George Cukor o Billy Wilder
y queda como una de las apuestas más valientes de toda la literatura de
posguerra, con la aportación del talento y la valentía crítica de un tal Rafael
Azcona. Sólo el edulcorado final (que no resulta apropiado por feliz sino por
inverosímil) empaña una pieza que conmueve en su retrato de los desequilibrios
anímicos ocasionados por la represión (la homosexualidad de Adela, sumada a los
celos, la lleva a forjar una
personalidad castrante y malhumorada que determina que su enamorada, la joven
criada Isabelita, tenga que abandonar su casa)y directamente perturba en su
lucidez para mostrar como una religión y una ciencia médica que de puro atrasado recala en la superstición de
la anterior se confabulan para crear en la protagonista una crisis de identidad
sexual en plena madurez cuyo alcance dramático se sugiere en detalles, tan
paradójicos como dolorosos, como el de
que Adela (ahora transmutada en Juan) tenga que recurrir a roles de su ser
femenino para asegurarse su supervivencia (coser vestidos a máquina ante la
imposibilidad de encontrar salidas laborales “masculinas”) antes de ser
expulsado de la pensión en que vive por los prejuicios de rancia moral sexual…
e iniciar un camino de descubrimiento personal y lucha por sus convicciones
sentimentales tras reencontrarse de forma fortuita con Isabel, camarera de un
local madrileño, que, como hemos comentado, culmina quizá de manera demasiado
idílica. Si no como película (aunque el film protagonizado por Ana Torrent y
Héctor Alterio tiene sus defensores y supuso la segunda nominación al Óscar de
su director, aunque con una repercusión menor en el Hollywood estelar), al
menos como literatura, El nido compite y en mi opinión supera a la
anterior. No creo que haya “peros” posibles: los personajes están perfectamente
trazados, tanto ese Don Alejandro
conducido a una pederastia que se ha fundamentado tan bien en su soledad y la
evidencia de su vacío existencial que deja al lector sin posibilidad de juicio
moral, como la joven Goyita, síntesis de inocencia y perversión que la podría
convertir en heroína de la mejor literatura erótica de un Vargas Llosa,
manipuladora y verdugo de la relación desde su aparente posición de fragilidad
pero que no es sino otra luchadora por la supervivencia con recursos totalmente
autónomos (el amor, la fascinación por la naturaleza, pasión que determina la
escala final de la atrocidad hasta el asesinato) dentro de los límites de una
sociedad castrante que tiene en la vida de cuartel una de sus mejores metáforas
posibles; e incluso los secundarios como la maestra, Concha, entregada al afán
de protección para huir de su desolación íntima o el sacerdote Eladio, en cuya
relación con el protagonista clava el autor una de esas relaciones de afecto
fundadas en una distancia irónica permanente. Sin renunciar a ciertas
concesiones sentimentales (la escena final de Goyita ya adulta, a la par
arrepentida y orgullosa de esa relación enfermiza, ante la tumba del
protagonista), la conclusión aquí sí resulta acertada y perfectamente coherente
en su “in crescendo” de delirio en que Alejandro pasa de la destrucción de
todos los rastros de su pasado sentimental (el ataque a la memoria de la mujer
de la que enviudó, obsesión de la niña desde el comienzo) al intento de
asesinato de uno de los sargentos de la casa cuartel al que odia Goyita en una
escena de impecable sainete tragicómico (la escena risible del intento de
asesinato con las balas de fogueo frente al escalofrío de la muerte real de
Alejandro). Para otra ocasión (y la habrá, seguro) queda la obra, primer éxito
teatral de un todavía muy joven Armiñán, que se incluye en esta edición de
Cátedra, hecha con mimo y generosa documentación por Catalina Buezo (y que
tiene el mérito añadido de la reivindicación del guión cinematográfico como
género literario de pleno derecho), Eva sin manzana. En fin, otro lastre
menos en la conciencia que celebraría si no me quedaran tantas agravios y, me
temo, tan poca vida (aunque el tiempo fuera generoso conmigo) para deshacerlos.
1 comentarios:
Hola Rafa,
Agradecerte el trabajo que has hecho este año con el blog. siempre encuentro algo para leer.
Un lujazo asiático¡¡¡
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