Frutas y banderas tiene para mí uno de los arranques más
gozosos que no siempre se presta a regalarte un libro: la frustración de las
expectativas previas sobre él. Conocedor (aunque no tanto como me gustaría y ni
siquiera a título personal) de Paco Moral, de cómo el compromiso ético y social
y la afectividad se acuerdan en él para
asentar sus cimientos humanos más
reconocibles, había fabulado en este poemario una división radical entre “banderas”
como textos de poesía que podríamos denominar “civil” y “frutas” como versos de
tono más hímnico, más hedonista y celebrativo que precisamente lograran su
pleno sentido en su condición de refugio ante esa opresión. En el caso de que
el libro tuviera esa estructura (que creo no tiene, al ser de un tono esencialmente elegíaco y no
reivindicativo), no existiría esta distinción tan manifiestamente ingenua: poemas como el inicial “Luego vino el otoño” o
“La memoria herida” (conmovedor en ese afán de autonegarse el tiempo robado por
la represión) revelan que el testimonio social y su sentimentalidad son
inseparables, que precisamente la memoria de unos años de infancia, de
crecimiento entre los límites de un mundo de hipocresía moral y libertad
castrada (resumida en versos de impecable expresividad como ese “el púrpura del
palio de los muertos” del primer poema
citado) es la que ha predispuesto su
interior para la vulnerabilidad pero también para la infinidad de formas de
desdecirla que sabrá enunciar. Volviendo a esa vena elegíaca que se antoja el
eje vertebrador de estos poemas, pocas veces encontrará el lector un libro donde
esta temática, la única de vigencia imperecedera, se le sugiera con tal
cantidad de matices, con tal variedad poliédrica: ahí están la desesperación (“Cuentas
pendientes”, “Vuelta a la casa de la playa”, cuyo final no puede sino recordar
a ese “triste, cansado, pensativo y viejo” con que Machado sentenciaba su
soledad tras la muerte de Leonor), un escepticismo que lleva a la inversión
paródica de los tópicos vitales más asentados (“Constataciones”) el repudio de
la muerte como una maldición que arrebata posesiones casi tan valiosas como la
propia vida, como la sugestión del misterio (“Miscelánea”) o cualquier intento
de énfasis intelectual o sentimental en que haya querido cifrarse su sentido (“Vehemencia”),
pero también su salvación en la trascendencia de la cotidianidad (“Desconocido”)
de la naturaleza (“Cuerpo a tierra”) o un simple dejarse ir sin extremos
dramáticos, tan sólo con un sufrimiento amortiguado que revela a la vez
elegancia y dignidad (“Certeza”). Y, como en cualquier otro libro de Paco
Moral, el amor no podía sino hallar su sentido en el recuerdo, en ese pulso
personal de atreverse a verificar cuanto
el tiempo ha devastado: resulta emocionante que siendo consciente de su
fragilidad, de saberlo regido por una
distancia que llega a crear nostalgia de la extinción (“Sueños ajenos en
propiedad”) o casi una estrategia provisional para ganar tiempo, para acallar
la angustia mientras se busca un asidero más sólido que nunca llega (“Redención”), se le pueda celebrar con tan rotunda fe en la consumación (“Llegarán los días”)y
alzarlo como más que una voluntad de
resistencia, casi una insurrección contra el tiempo (“Máquina del tiempo”) en
el que los recuerdos más traumáticos se desvirtúan para convertirse en ofrenda
sentimental (“Un tiempo que fue”, que
evoca al Baudelaire de “Una carroña”, aunque carezca de esa concesión
salvadora). Igual versatilidad muestra el autor al afrontar cuestiones
habitualmente amenazadas por el tópico, como la escenografía del llamado “realismo
sucio” (que aquí no sólo se presta a la expresividad dramática en poemas como “Paseo
de los borrachos” sino también a esa ansia de evasión y fabulación sentimental
a través de los “placeres artificiales” que regala “Licores”) o ese coro
interior de voces de uno mismo que Borges llamaba “otredad”, que aquí apunta
simultáneamente al conflicto de la incomunicación íntima (“Otro yo”) pero
también a una antitética preservación de la identidad (“Atajo”)…. lo que hace
echar de menos un desarrollo más amplio de otras líneas temáticas que han
quedado sólo sutilmente esbozadas. Es el caso de lo metapoético, tras leer
textos tan lúcidos como “Dudas” y su
concepción de la poesía como un ejercicio de confusión de lo lírico, el
compromiso o la simple intrascendencia por sospecharlos hermanados en la misma
nada que significan o “Contrato” con ese desencanto vital sugerido a través de
la capacidad de parodia de la gravedad burocrática,…. aunque un libro de Paco
Moral sobre las interioridades del lenguaje podría ser potencialmente
perturbador, como parecen evidenciar los poemas que lo retratan en su desgaste,
su paradoja dramática de incomunicación (“Parodia de los amantes”)o , peor
aún, como la única herencia verificable
(y vana) que ha dejado el amor (“Palabras”). Termina el libro con
un “Acuse de recibo” integrado por uno
de sus mejores poemas, “Milagro en una esquina para un lector incierto” que,
como un resumen de ese talento para el claroscuro, para el juego antagónico
entre la tristeza y su negación que ha demostrado , integra una gran verdad (el
amor del lector es frágil, en cuanto lo condicionan el acecho del azar y la
dispersión vital) y una rotunda mentira: esa hipotética recepción de este libro como un acto fortuito bien podría
valer para un desconocido o un posible lector futuro; los demás nos acercaremos
a él no sólo voluntariamente, sino guiados por algo más que el afecto, por la certeza de encontrar ese aliento de
honradez y autenticidad vital que
pervive más allá de la propia literatura.
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