La tejedora de sueños es otra muesca genial más en la trayectoria de Buero y la
evidencia, por si era necesaria todavía alguna más, de su infinito talento para
convertir ambientaciones históricas y culturales (por ejemplo, Las Meninas…
y eso me recuerda que debería leer, entre otras muchas, La detonación)
en metáforas de calado universal. Sin prescindir del aura clásica, el autor se
permite ciertas libertades sobre del texto homérico para adaptarlo no sólo a la
visión del mundo que quiere transmitir sino a las obsesiones más particulares
de su mundo literario (la conversión de la nodriza Euriclea en una de esas
“ciegas con percepción” que tanto abundan en su obra, como una anciana
entregada a la premonición intuitiva de la tragedia antes de que esta se
consume), tales como la figura del pretendiente ético Anfino, ligado por lazos
afectivos a Ulises (hijo de un lugarteniente suyo)y ,desde la humildad de su
condición de desclasado social frente a la soberbia jerárquica, del resto de
aspirantes a la mano de Penélope, capaz de vivir el amor con una inocencia y
noble capacidad de entrega que le hace sobrevivir a la ficción de la fidelidad
amorosa de la reina y el abierto desprecio de Telémaco, incapaz de perdonarle
la devoción que por él siente Dione, la mujer a la que ama obsesivamente, y una
supervisión paternal que es una ofensa para su necesidad adolescente de
reafirmación viril (además de, se sabrá después, su cierta intuición sobre la
pasión correspondida que profesa a su madre). Y el uno y el otro no son sino
antesalas del extraordinario trabajo de desmitificación y adaptación a una
sensibilidad ética y social modernas que realiza con el personaje de Penélope:
antípoda de la mujer sumisa, la esposa fidelísima o de la soñadora impenitente
(de ahí el título de la obra) que da primacía a la fabulación de un amor
perdido frente a las exigencias puramente pragmáticas de su condición de
gobernante de un país progresivamente arruinado por la inmoralidad de sus
pretendientes (así la percibe Dione, única criada con cierta conciencia social,
(de la que carece Penélope, aunque se le perdone por su coraje sentimental)
capaz incluso de favorecer el matrimonio de Anfino y la reina y humillarse a la
condición de “la otra” como única manera de favorecer un orden que conjure la
amenaza de la ruina total), Penélope es una mujer consciente de sí misma,
sabedora de su legítimo papel de víctima en un mundo en que las de su género
son piezas de atrezzo que pueden arrinconarse ante cualquier mínima exigencia
de la necesidad vanidosa de confrontación de los hombres (… la odiada guerra de
Troya… culpa a la par de Helena y de los varones que la utilizan como pretexto
para expresar su mezquindad y su falta de arraigo en los auténticos valores),
que no sólo no juzga sino empatiza con Climtemnestra (astutamente, el
mendigo-Ulises, cuenta nada más llegar la historia de Agamenón para comprobar
la persistencia de la fidelidad de su mujer… trampa en la que ella, mucho más
inteligente, no cae) y cuya astucia, el mítico ardid de la mortaja tejida y
destejida a la noche, no persigue el engaño sino la realización de un ideal
amoroso (sabedora de que solo Anfino resistirá, por la autenticidad de sus
sentimientos, al tiempo de espera, se entrega a una trampa en la que está incluso
dispuesta a arruinar el reino de Ítaca para que el resto no lo asesinen cuando
se convierta en rey por considerar que ni su mano ni el lugar son ya un buen
negocio). La conclusión de la obra es totalmente redonda: descubierta su
estrategia, Penélope tiene que aceptar el concurso de arco propuesto por el
“mendigo” en colaboración secreta con Telémaco, que ha descubierto hace tiempo
la identidad de su padre, y, progresivamente eliminados los rivales, la reina
se traiciona intentando proponer para Anfino una prueba más asequible que le
garantice la victoria. Vengados los traidores por Ulises, Anfino confirma su
rotunda dignidad personal dejándose prácticamente inmolar una vez han fracasado
sus aspiraciones sentimentales y Penélope, aunque incapaz de acompañarle en ese
destino que es la única posibilidad de autenticidad para su vida futura, antes
de rebajarse al fingimiento del rol de esposa sumisa, encuentra el coraje para reprocharle su odio,
su cobardía por llegar al reino amparado en la protección de un disfraz que
adopta a sabiendas de que el tiempo han minado tanto su belleza como su
fortaleza física (la obra tiene una intensa vena existencialista que hace casi
las funciones de subtexto de la reelaboración del mito clásico) y haber
ejercido la venganza sobre un inocente que siquiera ha intentado defenderse… y
hasta para la fabulación de un mañana utópico en que se respete la diginidad
femenina… todo deliciosa y trágicamente entreverado (detalle genial) entre los
cantos de una rapsodia que consagrará para la posteridad la falsa mitología
sobre la perfección conyugal de Penélope.
Último desembarco es la versión teatral de “La Odisea” del filósofo y escritor vasco
que, por su capacidad para desmitificar el clásico y a la vez perpetuar su
esencialidad como historia cuyo subtexto es la misma condición humana, merece
contarse entre las mejores versiones contemporáneas de la épica homérica.
Encontramos aquí un Ulises diametralmente alejado de su condición heroica,
melancólico, desnortado por los azares trágicos y el dolor hasta el punto de
perder la conciencia de su identidad y hacerse encarnar de forma dramática el
nombre de “Nadie” que le había sugerido su astucia y su sentido de la ironía
durante la famosa aventura de los cíclopes. En una playa de Ítaca adaptada a la
escenografía de la posmodernidad (un chiringuito de playa que sirve bebidas y
tapas en el que trabaja un camarero que se revelará finalmente como una de las
metamorfosis de la diosa Atenea), va asistiendo a cómo el paso del tiempo ha
sido implacable con la memoria heroica que en principio le pertenece: le llegan
noticias de cómo Penélope (que no aparece en la obra), lejos de su rol de
esposa casta y melancólica, disfruta con el cerco erótico de sus pretendientes
y está a punto de contraer matrimonio, ve cómo Euriclea, retratada como un
divertido vejestorio beodo, no le reconoce y confunde su identidad con la de
otros personajes con los que no le había unido ese lazo en principio irrompible
de la infancia y la primera inocencia y, decepción primordial, cómo su hijo
Telémaco (que tampoco es capaz de reconocerlo), convertido en un intelectual
regido por los firmes ideales del estoicismo y el “vanitas vanitatum”, se niega
a caer en los tópicos del orgullo viril o el concepto externo de la honra
(sabio, muy sabio…), asume con pasividad indiferente su inmediata pérdida de su
derecho al poder y la riqueza a favor de una vida consagrada al descubrimiento
interior y, más aún, da como buena la ausencia de su padre, al que ya no le une
no sólo ningún afecto sino ninguna mínima posibilidad de empatía al
imaginárselo como poco más que un arribista, un bucanero que surca los mares en
guerras guiadas por la más vil ambición.
Y es precisamente este desprecio (concepto muy asociado a la revisión
moderna de los mitos homéricos si recordamos, por ejemplo, la excelente novela
de Alberto Moravia) el que actúa quizá de peculiar “electroshock” para que
Ulises recobre su energía y, tras rechazar la eternidad que le ofrecía Atenea a
cambio de la persistencia en una vida de continuo exilio (exterior e interior)
, de Odisea alargada a perpetuidad y se decida a entrar a la ciudad dispuesto a
una lucha por sus derechos conyugales, ecónomicos y políticos que no son sino
un pretexto para la restauración de la propia identidad.
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