No tengo los suficientes datos sobre la formación literaria
(si es que tenían alguna… al menos Ian Curtis , cuyas letras demostraban que
era un hombre tan leído como atormentado, sí) que pudiera influir en la
generación de músicos ingleses del punk-new wave de finales de los setenta y
principios de la siguiente década para configurar su estética del desencanto y
el escupitajo pero, desde luego, aquí (y al parecer también ya en el primer
libro de Sillitoe, una novela no menos mítica que esta colección de relatos
cortos: Sábado por la noche y domingo por
la mañana, también publicada en España por Impedimenta) ya tenían
todo lo esencial, esa escritura hecha desde la rabia y la visceralidad
(¿recibiría a su vez Sillitoe la impronta de Salinger, cuyo “The catcher in the
rhy”, con quien le unen tantas afinidades temáticas y estilísticas , se había
publicado sólo ocho años antes, en 1951… tal vez no, pero es tan difícil no
cotejar con Salinger cualquier otra novela sobre el drama íntimo adolescente
que se haya escrito después que él…), en claro contraste con el tono más tópica
de cierta progresía liberal e izquierdista, cuyo retrato le dejo al autor del prólogo,
Kiko Amat (buena elección de la editorial, tanto por su talento como narrador
como por sus conocimientos sobre la música rock que ya hemos dicho podría
hermanarse en espíritu con este libro), que lo hará mucho mejor: En “La soledad…” tampoco cae la ambición
reformista de los pretéritos de clase media-alta, ni tampoco la épica
trabajadora de los primeros autores socialistas, con sus personajes proletarios
llenos de nobleza, coraje, ingenio y voluntad de mejora. Lo que distingue a
Arthur Seaton y Colin Smith de todos aquellos “probos y honrados trabajadores”
previos es su GRAN IRA”. Ya el magnífico relato titular lo tiene todo, esa
historia del joven criado en un entorno deprimido e insatisfactorio a nivel
material y emocional que recala en la delincuencia (si se le puede dar nombre
tan altisonante al robo más que inocente del cajón de una panadería junto a un “colega”
tan desnortado, aunque paradójicamente librado del reformatorio por resultar “encantador”
y “frágil”, como él) y al que el
ambiente de sobreprotección y buenismo hipócrita con el que se le pretende
redimir no hace sino confirmar su vocación no sólo de vivir al margen del
sistema sino de cuestionarlo y agradirlo a la más mínima ocasión (el final no
deja de recordarnos al de El buscón
de Quevedo… con el personaje desdiciéndose del tópico arrepentimiento para “volver
a las andadas”, en este caso más por decisión personal que por la
predisposición fatalista que casi se atribuía el pícaro del madrileño). Para la
antología de la literatura moderna esa escena final en que Colin, al final de
la carrera tras una dedicación al atletismo que le permite evadirse de su
opresión cotidiana y encontrar los momentos de soledad precisos para llegar a
su identidad a partir de la reflexión sobre sí mismo y el mundo, decide dejarse
ganar para frustrar las expectativas de los bienpensantes que aspiraban a
utiliza su victoria para anotarse un tanto como redentores de la juventud
problemática. Otros dos relatos completan este perfil de una juventud abocada
al desencanto: el brutal Una tarde de
sábado, sobre la “mala educación” de un niño que recibe en un solo día dos
lecciones magistrales de vida; una sobre el cerco de la decepción que se lleva
a extremos trágicos (hombre en paro y abandonado que se intenta suicidar delante
de él) y otra aún peor sobre el histerismo moral y la falta de respeto a la
libertad individual cuando el suicida sea detenido por atentar contra su vida
(en otro memorable acto de chulería típico de los “héroes” de Sillitoe, el
personaje impone su libertad para elegir muerte (I choose death… que diría Virginia Woolf) arrojándose desde la
ventana del hospital psiquiátrico a que ha sido conducido por las hordas
salvadoras) y Declive y ocaso de Frankie
Buller, pieza perturbadora sobre el hombre ya en tránsito a la edad adulta
pero anclado en una infancia-adolescencia peterpanesca, de fascinación ingenua
por lo bélico y su falso brillo de virilidad, que se deshace brutalmente en
contacto con la guerra hecha realidad y no juego y la sordidez de los
sanatorios mentales . El resto de los cuentos, de igual calidad y capacidad de
impacto emocional, compone un álbum de cromos tremebundo de perfectos “losers”,
hombres que fracasan en su intento por hacer sobrevivir su humanidad por la
imposición de la fatalidad (Mr Raynor, el
maestro de escuela, con ese profesor de secundaria intentando evadirse del
desencanto de las clases en que debe imponer su autoridad en la contemplación
de unas jóvenes dependientes, fantasía sobre la que pesa el lastre luctuoso del
recuerdo de la muerte de una de ellas, la que copaba, claro está, sus
ensoñaciones), por la oposición de la citada histeria moral (es el caso del Tío Ernest, hombre regresado de la
guerra con la peor marca posible (no la enfermedad o la muerte, sino el
sentimiento de culpa por no haber caído en garras de la una o la otra que hace
imposible sobrellevar la vida que no se cree merecer; al que las mentes
podridas privan de su última posibilidad de realización personal en su amistad
del todo inocente con unas niñas con problemas familiares) por ser víctimas del
chantaje y la manipulación emocional (la conmovedora historia de La deshonra de Jim Scarfadale, y ese
hombre asolado primero (y después, porque la historia concluye en una
inquietante circularidad que rubrica la rendición del personaje) por la
sobreprotección maternal y luego por el cinsimo de la típica niña rica (parece sacada de la
memorable “Common people” que escribió Jarvis Cocker para Pulp) que se fuerza a
sí misma a empatizar con el obrero para caer en lo “cool” de lo
intelectualmente correcto hasta que sienta la necesidad infantil de romper su
juguete) o por haberse dejado arrastrar por una degradación que convierte la
hipotética víctima en verdugo al carecerse de la inteligencia o la sensibilidad
para preservar de ella la propia dignidad personal (el protagonista de El partido, artífice de una pesadilla
doméstica de maltrato físico y psíquico que se desata por lo más trivial (como
el resultado de un partido de fútbol) hasta ganarse un merecido abandono). De
todas, quizá la que más me conmociona es El
cuadro del barco de pesca, porque revela que incluso la piedad más
conmovedora es inútil, con esa historia del hombre abandonado que se decide
años después a comprometerse en la ruina humana y personal de su esposa, y su
huella queda borrada por una impronta más poderosa como es el remordimiento
tras la cobardía (su incapacidad de apreciar los indicios de que deseaba volver
con él y el darse cuenta de que estaba dispuesto a hacerlo cuando la tragedia
se consume y sea ya demasiado tarde). Coda final para caracterizar el estilo,
el esperado en este tipo de literatura: antirretórico, coloquial, con talento
para el humor y la corrosión irónica, que desprende esa sensación de
autenticidad que a menudo es preferible a lo más lírico o la más lograda (o
mejor dicho, buscada)exquisitez formal pero que quizá no acabe de agradar a los
poco predipuestos a dejarse hechizar por
el tipo de literatura, cuyos rasgos canónicas y “de manual” cumple por lo
general, con la que puede relacionarse el libro.
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