Nunca es tarde para cancelar una deuda pendiente, ni menos
para darle la razón (otra vez) a Faulkner y corroborar que, en efecto, en Mark
Twain ya está contenido todo lo que haría grande a la narrativa norteamericana
en el siglo por venir, la misma cuyos efluvios ya intuías en la infancia con
ese Las aventuras de Tom Sawyer convertido en el libro de horas de tu
niñez provinciana. La historia continúa por donde quedó aquella, con Huck en la
“cumbre de su buena fortuna”, con una confortable posición económica que parece
sacarle de la mendicidad… pero que atrae sobre él el acecho de su más íntimo
terror: la amenaza de que lo integren a la civilización. Entre la sobreprotección
maternal de la viuda y la moral castrante de su hermana solterona cuyas
contradicciones Huck, casi analfabeto, sabe desmontar con inteligencia
endiablada con los dos únicos sentidos necesarios para vivir (el del humor y el
llamado “común”), la vida junto al padre alcohólico y vagabundo, desarrollada
en la anarquía y la repulsa a la norma a la que aspira, parece casi atractiva
de no ser porque pasa por el abuso físico y moral… así que solo queda una de
sus clásicas huidas, en este caso junto a Jim, negro que escapa de la casa con
la esperanza de recalar en un estado norteño tolerante con la esclavitud al que
pueda llevar a su familia. Desde luego que Jim no es Tom Sawyer, no es el compañero
audaz e ideal de la aventura: ingenuo, con un perfil timorato continuamente
alimentado por la tendencia a la superstición de la incultura; Huck se debate
entre la tentación perpetua de vacilarle y la de quedar conmovido por su
nobleza que va alternando sin que deje de resultar emocionante que, educado en
una moral reaccionaria que le hace sentirse encubridor de un delito al permitir
y facilitar su huida, rechace todas y cada una de las muchas oportunidades que
tiene de entregarlo a la justicia y hacerse simultáneamente con una recompensa
de dinero y afecto en el corazón podrido de los hipócritas. Está en Jim, desde
luego, la única mácula que no puede dejar de encontrarle un lector moderno al
libro la misma, por más que la calidad literaria de Twain esté a años luz, que
lastró las novelas de Beecher Stowe: la perpetuación del mito del negro como “buen
salvaje”, noble pero de manifiesta inferioridad intelectual, al que hay no solo
que agredir sino querer más por su indefensión que por su consustancial derecho
a la dignidad como hombre. Por lo demás, es una rotunda obra maestra, tanto en
el retrato implacable de las miserias coyunturales del sur americano (sobre
todo durante la estancia en la casa de los Grangreford, idílica estampa
familiar redondeada con el punto de decadentismo estimulante de la memoria de
una hija adolescente artista fallecida, única tentación sincera de Huck de
rendirse a la convencionalidad, que se deshace brutalmente en la imposición de
la violencia irracional de las luchas de clanes a lo Puerto Urraco) como en su
sabor picaresco, plenamente emparentado con la propia vida vagabunda,
pluriempleada y andariega de Twain, que deja momentos hilarantes como todos en
los que Huck se ve obligado a mentir y enredar ficciones en que su esencial
ingenuidad queda delatada entre la sonrisa de ternura del lector y, sobre todo,
dos personajes legendarios como “El Duque” y “El rey”, finísimos retratos de
toda esa casta de timadores, charlatanes y embacaudores asociados a la sordidez
rural americana con los que Twain toca techo como creador de situaciones
precursoras de la comicidad del absurdo, humorista plenamente capacitado para
la parodia, especialmente de los registros de la “alta literatura” (esos
pastiches de Shakespeare que arman los dos sinvergüenzas en sus “representaciones”)
y ferviente devoto de la auténtica caridad, como relatan los escrúpulos morales
de Huck que finalmente le llevan a posicionarse con los más débiles cuando sus
compañeros de correrías logren suplantar la identidad de un fallecido y engañar
a unas jóvenes indefensas para apropiarse de su herencia. El final, aunque de
desarrollo un tanto previsible y retardado en exceso, no deja de resultar
igualmente delicioso, con ese juego de las identidades falsas entre Huck y el
súbitamente reaparecido, como “deus ex machina” del delta del Mississippi, Tom
y sobre todo, con el cómico repudio de
este a la facilidad y cómo su mente privilegiada, encendida por la literatura
de aventuras y su necesidad innata de que cualquier vivencia suponga en reto
para poner a prueba sus evidentes aptitudes, consigue armar una sofisticada
estrategia para conseguir la emancipación definitiva de Jim… que para entonces
ya había conseguido su libertad por una disposición testamentaria de la viuda. ¿Final
feliz? No, en un escritor de la talla de Twain tenía que ser necesariamente “abierto”
y ambiguo: rota la confortable coartada de que todo el mundo lo diera por
muerto, Huck vuelve al punto de partida, a un reto que se prevee ya será su
dinámica vital perpetua, la huida de la convencionalidad (ahora lo que acecha
es el cariño dulcificador de la tía Sally…) para preservar una espontaneidad
que lo convierte, bienaventurado él, en un animal sublime más que en un hombre.
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