Partiendo de la base de que el “canon” de toda promoción
literaria necesita una revisión, una reescritura que deje de lado los
condicionantes puramente externos que determinan la ubicación de un escritor
para dar preeminencia a la palabra, la única realidad no erosionable por el
tiempo, está claro que la Generación de los 50 o Realismo social español es una
de la que los precisan de forma más acuciante. Dejando de lado casos
directamente sangrantes como el de Ramiro Pinillla y el menor medida el de
García Pavón, poco o nada tiene que envidiar, al menos en este título que en su
momento se hizo con el premio Nadal, la santanderina pero de adopción gallega a
nombres más influyentes y citados en las promociones siguientes como los
Laforet, Matute o Martín Gaite. Aunque quizá de factura demasiado “clásica”
para los gustos de unos años en que se empezaba a buscar una superación del
realismo tradicional, demuestra Quiroga poseer una prosa plástica,
exquisita, de equilibrada belleza que,
entre algunos excesos que se antojan la única pega que se le puede poner a la
novela (el arcaísmo lingüístico se hace puntualmente cargante en la
caracterización de personajes como Ermitas, la anciana criada), brilla en su capacidad
de sugerencia en la descripción de la naturaleza , en la recreación de
dialectalismos y giros populares de la Galicia rural que todavía conoció en su
infancia y juventud y sobre todo en el reflejo de ese entorno marcado por las
lacras de la incultura, la miseria y la superstición, en una mirada aprendida
del realismo gallego clásico de una Pardo Bazán, pero lejos de su expresividad dramática y sus
caídas en cierto “tremendismo” por el innato sentido estético de su autora.
Pero sin duda su mejor tanto está en la caracterización de los personajes y en
la coherente línea de evolución psicológica a que los va llevando hasta un
final realmente “climático”: de un lado Álvaro, que de inmediato pide ser
cotejado con el aristócrata de, por ejemplo, La ilustre casa de los Ramires
de Eça de Queiroz, hombre bondadoso y apacible que no se rebela contra los roles
marcados por su posición jerárquica pero los cumple de forma pasiva, como
cuestiones ajenas por completo a su corazón, dominado por una fascinación por
lo intelectual y lo libresco que, salvo en excepciones como su prima Tula
(triste muchacha tísica que, antes de su prematura muerte, se apunta entre el
clan como única posibilidad de realizar un matrimonio entre iguales respetado
por los de arriba…y hasta por otros tantos de abajo tan inexplicablemente
necesitados de jerarquías) no puede sino suscitar incomprensión en su entorno.
De otro Marcela, hija de una réproba, una adúltera, solo acogida por el amo y
por la vieja Ermitas, encarnación quizá demasiado obvia de la ética
consustancial al “pueblo” auténtico, que, despreciada por un mundo marcado por
la hipocresía moral y las tentaciones supersticiosas de la incultura, se
convierte en un ser primitivo en su más noble acepción, capaz de establecer una
comunicación interior, casi mística, con la naturaleza que recuerda a los
personajes hipersensibles de Gabriel Miró (de hecho, después de ser confinada
en un “convento” para evitar el escándalo de las malas lenguas, la decisión de
Marcela de contraer matrimonio finalmente con el señor no la marca el amor sino
el hondo sentimiento de fidelidad a la tierra). El amor le llega a Álvaro como
una de esas revelaciones fortuitas, como chispazos entre la más gris
cotidianidad, y la originalidad de Quiroga consigue convertirlo en una línea
argumental muy diferente al clásico deseo obstaculizado por desniveles sociales
y económicos (que sí sufren otros personajes, como su primo Miguel, enamorado
de una campesina, Saruca, cuyo matrimonio queda prohibido por la imposición de
Don Enrique, monstrenco machista que la autora parece presentarse con cierta
simpatía, como el odioso prototipo del “jerarca campechano” , que directamente
no comprendo) en tanto que para Álvaro, íntimamente ajeno a los prejuicios de
clase, entiende lúcidamente que la única jerarquía posible entre ellos la marca
el tiempo, un acecho de su vejez que el amor hace más torturante y gravoso que
lo convierte paradójicamente en el “inferior”, que trastorna su carácter y le
hace caer hasta en la irritabilidad y que, lleno de efusión erótica, le lleva
incluso a contraer matrimonio incluso desde la lúcida certeza de que sus
sentimientos no son correspondidos y Marcela solo pretende huir de un entorno
opresivo, la rutina y la disciplina del convento, que para un ser “animal” como
ella es directamente la pura negación de la vida. Incapaz de asimilar el “cambio
de roles”, una súbita posición de preeminencia a la que se le eleva no desde su
condición de persona humilde sino de objeto de desprecio de todos los de su
misma clase, Marcela es incapaz de amar y, con la mínima tregua de las
esperanzas de acercamiento afectivo que se abren con la maternidad, se instala
con su marido una permanente atmósfera de incomunicación, de silencio en que cada uno de los dos vive
alineado en su propia insatisfacción que no puede sino rubricarse de forma
trágica: una tarde, una disputa trivial (el que Marcela, como símbolo de su
incapacidad para asumir su nueva posición, acuda vestida como una campesina más
a la misa de funeral por el tío Enrique) hace que de la boca de la joven salga
la única palabra (“un viejo”, pronunciado con rotundidad y resentimiento
contenido) capaz de destruir a Álvaro que, enloquecido de dolor, monta con
furia suicida a su caballo hasta tener un accidente que desde entonces lo
dejará paralítico y hará cargar a Marcela con el múltiple peso de su sentimiento
de culpa , el odio de Ermitas, hasta entonces de trato con ella indistinguible
al de una madre por su amorosa capacidad de entrega y el de otros tantos de su
casta que han encontrado finalmente la coartada para expresar su antiguo odio
ahora intensificado por la envidia tras su ascenso social. Pero aún se reserva Quiroga para el final un
nuevo giro argumental que lleva la historia a límites aún de mayor intensidad climática... que debéis descubrir por vosotros mismos.:. En fin, una excelente novela pese a los citados
excesos de forma (usos arcaizantes, lirismo un tanto retórico en las descripciones, si bien son momentos parciales, puras muescas en una prosa de evidente calidad formal) que abre a partir de ahora una línea de investigación de estos
narradores (me interesan, como no, especialmente las mujeres) a menudo no incluidos
en las nóminas y recuentos oficiales: de la propia Quiroga, me intrigan novelas
como “La sangre” o “Tristura” (lástima que la mejor editada, en la colección
femenina de Castalia y con estudio de Amorós, trate sobre el tema de la
tauromaquia y en principio no me interese lo más mínimo) y habría que retomar “Nosotros,
los Rivero” y alguna otra de Dolores Medio para corroborar si las intuiciones
(que algún instinto para la buena literatura confío en que tuviera ya por aquel
entonces) de aquel lector adolescente que fui se ven refrendadas en este tránsito
a la madurez-decrepitud.
P.D: La ilustración no pertenece a la portada del libro, que me resultaba un tanto anodina, sino al cartel de la versión cinematográfica realizada en los años 50 por el director andaluz, que realizó buena parte de su obra cinematográfica en el exilio, Antonio Momplet.
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