La literatura como manera de sondear las raíces de la
infelicidad, de establecer una distancia de objetividad con el propio dolor
que, además del beneficio colateral del consuelo, alumbre las causas del
desbocamiento de la vida, sobre todo la desarrollada en condiciones
aparentemente perfectas, hacia su desustanciación. A este presupuesto se aplica
Tina Balser por medio de sus diarios o “informes” en una novela que más allá de
las mitificaciones tópicas (Kaufman es otra de las novelistas americanas
muertas prematuramente y con premio literario instituido a su memoria, con los
mismos cincuenta años de Carson McCullers, y una obra desgraciadamente breve) y
una filiación al ideario feminista que el contexto histórico (los social y
políticamente “movidos” años sesenta) en que apareció hacen más inevitable si
cabe (no hacía falta matizar, como se apresuró a hacer la crítica de la época,
que Kaufman era una “versión femenina” de Richard Yates o John Cheever… baste
decir que tiene sus mismas cualidades), la pone en primera línea de una
gloriosa nómina de escritores americanos (el listado, además de prólijo, es
evidente) que, aunque no sean brillantes desde un punto de vista técnico, se
hacen memorables al aplicar una despiadada lucidez y un humorismo mordaz a la
hora de señalar las contradicciones y los múltiples razones para la debacle
personal en unos tiempos modernos en que la felicidad se ha convertido en una
asignatura tan obligatoria como hipócritamente dada por sentada por todos. Y
así, entre las páginas que Tina escribe como refugio clandestino en su
cotidianidad doméstica, va pasando revista los traumas de una infancia sin
afecto (una madre con problemas de ludopatía que la ignoró por completo), la
mentira de la maternidad como única manera de realización personal para una
mujer (de sus dos hijas, es la mayor, Sylvie, la que parece más maleducada e
irritante, perfecto prototipo del niño convertido en “tirano” de sus padres),
la terapia psicológica (tema sobre el que se ironiza de forma implacable
durante toda la novela) como otra falacia en que con la excusa de dirigir a las
personas a su definición personal se les encajona en roles estándar y se
achatan sus perspectivas vitales (claro, a una chica como Tina, talentosa pero
insegura, había que decirle que lo que realmente quería era ser una esposa y
madre modelo y no una artista…) y, sobre todo, el peso de un matrimonio
convertido en su mayor lastre vital después de que Jonathan, siempre ambicioso
pero al menos cercano y afectivo, a causa de una herencia y un par de golpes de
fortuna en la bolsa, se haya convertido en un snob rampante, colérico y
obsesionado por aparentar en sociedad y círculos de la “intelligtensia” y la
bohemia artística sin duda para desahogar su complejo de inferioridad cultural,
una vida inauténtica a la que debe plegarse Tina como otra de tantas féminas
que pululan en este mundo (elegante, sofisticada… y sin cerebro alguno… para lo cual se ocupa
puntualmente de ridiculizar las pocas ganas de leer o de ser creativa que hayan
podido sobrevivir a su asfixia doméstica). Impactantes, a medio camino entre la
ironía despiadada de los cronistas de sociedad ingleses y el más sangrante
patetismo, esas escenas de “party” entre la farándula (incluida una aparatosa
mascarada en la propia casa que será un rotundo fracaso), en las que Tina,
incapaz de integrarse, deambula abochornada por la soledad y el desarrollo de
todo tipo de patologías obsesivas (agorafobia, claustrofobia… y otras tantas
inventadas por ella misma) con que expresa su perturbación, una falsedad que
solo parece tener un mínimo contrapunto en el personaje de Lottie, la criada,
cuya querencia, aunque sugestionada por la conciencia de inferioridad social y
la adhesión ciega del pobre a la mano que le da de comer, se antoja el único
punto de autenticidad de su entorno humano. Y así, entre crisis mal atajadas
con ansiolíticos y somníferos, un buen día se decide a jugar a Madame Bovary
(Madame “Ovary” la llamará pérfidamente en una ocasión su amante…) con George
Gaylord, un snob cínico que escribe obras teatrales, prototipo perfecto de ese “intelectual”
que se obligado a demostrar continuamente su teórica superioridad sobre los demás
con un ejercicio constante de la ironía cruel que raya el sadismo y que somete
a la protagonista a un continuo debate interior en el que se van alternando la
repulsa a causa de la conciencia puntual de su propia dignidad, su avocación
fatalista, como “chica frágil”, a enamorarse del típico cabrón de instituto y
el pulso entre dejarse llevar por la aproximación afectiva que parece
inevitable tras echar más de tres veces un polvo con la misma persona y
someterse a su frialdad del “sex is just sex” que convierte a los demás en poco
menos que un dildo, un consolador o cualquier juguete erótico. La obra, tras la
intensidad dramática que gana con el tema del supuesto embarazo extraconyugal
de Tina (que la sume en el vértigo de acabar con una rutina que la hacía
infeliz pero que era tan consoladora como cualquier credo que nos libera de la
responsabilidad de ser libres) acaba en uno de esos finales (que voy a tener la delicadeza de no contaros...) desoladores pero
indefinidos, que crean más angustia en el lector que cualquier culminación
trágica previsible (¿el suicidio, culminación predilecta del adulterio
decimonónico femenino, con el que llega
a fantasear? ¿el tópico del abandono del esposo y la familia en busca de la
propia identidad a lo “Casa de muñecas” de Ibsen?) .
ROSARIO CASTELLANOS: "Juegos de inteligencia"
Por fin conozco a esta
extraordinaria mujer de las letras hispanoamericanas que, además de con una
obra poética directamente conmovedora, fascina con su perfil humano de renovada
y mejorada versión de otros nombres femeninos del cono sur como Clorinda Matto
de Turner: hija díscola de una familia adinerada burguesa que se reveló contra
el papel estándar y plano reservado a la mujer con una honda formación
intelectual (fue una celebridad como profesora universitaria, conferenciante,
directora de instituciones culturales, una de las pioneras del feminismo
hispanoamericano sobre todo en su obra ensayística y finalmente embajadora en
Israel, donde encontró la muerte de forma prematura y absurda en un accidente
doméstico) y una vena reivindicativa que le llevó a practicar la novela social
y hasta a despojarse de su herencia y sus tierras para devolvérselas a sus
legítimos dueños indígenas, amén de superviviente de todo tipo de naufragios
personales (un matrimonio de desamor y anulación que, a diferencia del de Ajmátova,
al menos no consiguió vaciarla como poeta sino todo lo contrario o la muerte
del hermano varón y predilecto de sus padres que le llevó incluso al
sentimiento de culpa por haberle sobrevivido). Quien no fuera capaz de
emocionarse (básicamente porque tenga corazón de perro) con el contenido de una
poesía “desgarrada”, “impúdica”, como la califica acertadamente Amalia Bautista
(la única pega que se le puede plantear a esta antología de Renacimiento
prologada y seleccionada por ella es quizá el título, extraído de uno de sus
poemas: “juegos de inteligencia” quizá no es la expresión más apropiada para
sintetizar a una poeta que, sin negar las virtudes de su intelecto, está claro
que se hizo grande más por razones de vísceras que de cerebro) tendría necesariamente
que rendirse a su lenguaje, expresivo, rotundo, lleno de una impetuosidad
lírica que puntualmente no puede sino resultar excesiva pero de una enorme
calidad y, además, con la capacidad de renovarse y hacerse progresivamente
novedosa y original desarrollando nuevos tonos y registros apuntados de forma
más embrionaria en sus primeros libros. El juvenil Apuntes para una
declaración de fé (1948) sorprende ya por su impresionante texto titular, extenso poema en
el que expresa la nostalgia por un estado primitivo y natural de la existencia
que, tras el simbólico pecado edénico, se convierte en degradación y angustia
vital (impresionantes los versos dedicados al suicidio) fácilmente conectable
con la inanidad de la vida moderna y las atrocidades de cuño social y político
hasta una inesperada restauración de lo paradisíaco original al que se llega
por la fascinación de la naturaleza de la selva que como nacida en Chiapas
conocía tan bien. Trayectoria del polvo (1948) conduce su consumada
intensidad verbal tanta a la desesperación como a tonos más eufóricos (el poema
sobre la adolescencia) y en De la vigilia estéril (1950) podemos
encontrar esa habilidad para el rotundo y desolador epitafio existencial (Origen será el primero de tantos
posteriores como Retorno) o para una
melancolía amorosa más tenue (Distancia
del amigo). Dentro de lo poco que deja entrever una antología tan escasa
como la presente, su producción de los años 50 (libros como El rescate del
mundo o Poemas 1953-1955) resulta un tanto apagada, pero a partir de
Al pie de la letra (1959) recobra su mejor tono en poemas de cierto
aliento metafísico: Diálogo del sabio y
su discípulo, que previene sobre los peligros del “yo” (al contrario de lo
que parece transmitir en Piedra,
donde la mirada individual se convierte en elemento redentor) para cantar el
encuentro con los demás pese una conversión del mismo en sufrimiento que se
corrobora en El otro. En Lívida
luz (1960) manda el desgarro narrado con la citada concisión epigramática (El día inútil) o una entrega
desconsolada a la imposibilidad de amar (El
despojo, el impresionante Jornada de
la soltera) que aspira a desdecirse con rabia en poemas como Presencia. Materia memorable
(1969),se puede considerar en buena medida un libro de transición hacia una renovación
de su lírica que no era necesaria puesto que no daba síntomas de agotamiento
pero que no deja de antojarse valiosa y sugestiva: poemas sorprendentes
inspirados en elementos de la cotidianidad (Sobremesa,
Nota roja o El recital, que funde
la ironía sobre el mundo poético con versos más perturbadores sobre la
incapacidad de comunicarse a causa de la alienación) abren el camino a lo que
confirma En la tierra de en medio (1969): un acercamiento de la palabra
a registros más coloquiales, a un prosaísmo sabio y elaborado y un dominio de
la ironía y el sentido del humor que, por no prescindir de la calidad formal
anteriormente mostrada, la pone a la altura de los mejores logros de la
generación prodigiosa de Sabines, Pacheco o Lizalde. Junto a algunas de las
mejores muescas de su drama amoroso (Elegía,
Desamor), Autorretrato, por
inteligencia incisiva y talento para la desmitificación personal pasa a
formar parte de los mejores logros de este peculiar género (o subgénero, si así
quiere) poético y aún tiene tiempo de “escandalizar” a las mentes pacatas
desvirtuando los tópicos de la maternidad como consumación femenina (Se habla de Gabriel, que bien podría ser
el “anti-poema” dedicado al hijo) o los tópicos de una educación basada en una
mitificación del orden y racionalidad que desbaratan los traumas íntimos (Economía doméstica) o una bondad mal
entendida que crea remordimiento por degenerar en falta de identidad propia y
coraje para enfrentarse a la injusticia que no puede sino devenir en un
estoicismo derrotado como única salida (los
buenos no son inquisitivos… nos recuerda en el extraordinario Lecciones de cosas), amén de
desengañarse del poder redentor de la escritura (Entrevista de prensa) porque la
palabra tiene una virtud:/si es exacta es letal/como lo es un guante envenenado.
Una senda similar, en tono y logros, siguen los últimos poemas de la autora,
integrantes no ya de títulos individuales sino de compilaciones como Poesía
no eres tú (1972) en textos como Mutilaciones, Pasaporte (otro logro pleno de su capacidad
para la autoironía) Meditación en el
umbral, deliciosa reflexión sobre la necesidad de realizarse al margen de
las actitudes marcadas por los grandes referentes, ficticios o reales, de la
literatura femenina o Kinsey report
que alude al potencial transgresor de las encuestas del famoso experto en
sexualidad aportando brutales testimonios de mujeres tan dispares como
adolescentes idealistas, lesbianas, casadas insatisfechas o solteras entregadas
al desenfreno o el encierro virginal. En fin, de cabeza al Olimpo de mis diosas
poéticas, bien cerquita de Emily Dickinson o Wislawa Szymborska (con la que la
unen tantas cosas, especialmente en sus últimos poemas) y en marcha una
recogida de firmas acuciante para exigir unas obras completas, otra de las
renuncias que nos ha impuesto el enanismo cultural patrio.
XAVIER VILLAURRUTIA: "Obra poética"
Cumbre del mito literario forjado en torno a la revista Contemporáneos e incluso quizá de toda
la poesía mexicana del S.XX (aquí sí que habría mucho, pero mucho que discutir…
por Dios que no se me enfaden ni mi
Jaime Sabines ni mi Rosario Castellanos) , Villaurrutia es uno de esos poetas
de obra desgraciadamente breve pero impecable, regida por un sentido de la
exigencia y la ética artística que imponía una lenta y tortuosa maduración de
los versos hasta cristalizarlos en obras impecables y con una personalidad que,
como añadido anecdótico, pero que es indudable que no deja de influir en la
recepción de la posteridad de su autor, presentaba todos los ingredientes
idóneos para convertirlo en carne de leyenda, ya incluso en vida: una
personalidad enigmática (no en vano, es esencial en él el tema de la identidad,
o más bien de la carencia de la misma) sombría, antagóncia entre una “tristeza
estática” y una notable capacidad de acción (la intensidad de su dedicación a
las tertulias, las conferencias, la crítica literaria, el mundo del teatro y en
sus últimos años también al cine que abordó no sólo como autor sino como
promotor en sentido amplio), atacada una hiperestesia y una melancolía
inseparables del trauma de su homosexualidad, que Villaurrutia iría poco a poco
asumiendo (desde la rotunda negación en los poemas amorosos de sus primeros
libros) hasta una actitud que no cabe calificar de “desafiante” pero sí de
obviamente valiente para su época (gracias a la influencia de compañeros de
viaje más audaces y concienciados en ese sentido, especialmente Gilberto Novo,
amigo de por vida y con el que incluso compartió paso en uno de los “ghettos”
gays de la ciudad de México) hasta
culminar en una muerte enigmática y prematura que cada vez más biógrafos y
estudiosos de su obra atribuyen a un suicidio más que al vago “ataque al
corazón” con que siempre se explicó. Villaurrutia creció como escritor en un
contexto histórico y cultural convulso en que la literatura mexicana intenta
sacudirse no ya los lastres de un Modernismo caído en la reiteración y el
tópico (aún patente en los primeros versos del poeta recogidos en esta
antología, carentes de su intensidad emocional y su originalidad pero con una
factura lingüística que no puede hacer sino adivinar a un poeta grande a poca
intuición literaria que se tenga) sino en la “tiranía” impuesta por superadores
de esa propia estética (el caso más significativo es el del “torcedor de cuellos
de cisne” Enrique González, para Villaurrutia y otros poetas del grupo excesivamente presente como “gurú” de los
nuevos rumbos por los que debía caminar la poesía mexicana moderna) y en la que
los Contemporáneos, tras pasar por la tentación de convertirse en “líricos
oficialistas” (Villaurrutia, a instancias del lírico más orientado a la vida
pública del grupo, Torres Bodet y de figuras de generaciones anteriores como
Henríquez Ureña, participó en los proyectos de regeneración y modernización de la cultura de su país, a
la búsqueda de una definición de su identidad frente a su consideración de “auxiliar”
de la europea y española ,que propulsaron políticos como Vasconcelos) sufrieron
todo tipo de menosprecios (incluso en España, donde sus poemarios o textos
sueltos aparecidos en revistas cosecharon una fría indiferencia) por practicar
una poesía supuestamente europeizante y desligada de la tradición autóctona
(complejo nacionalista que, como veremos, es en Villaurrutia una rotunda
mentira), “afeminada” (no comments…) y carente del compromiso social y político
que se exigía desde estéticas tan dispares como los pintares muralistas
encabezados por Diego Rivera o algunas incipientes vanguardias como el
Estridentismo.
Entrando ya en materia lírica, la poesía de Villaurrutia se
nos presenta ya casi de cuerpo entero, tras esbozos iniciales publicados en
revistas escritos desde la adolescencia a los veintipocos años, en el admirable
Reflejos (1926), que dedicó al poeta Enrique Díez Canedo. El poema
inicial y titular, “Reflejos” y el inmediatamente posterior, “Sueño”, ya marcan
el tono con su aspiración a una salvación amorosa que se revela fatalmente
imposible o solo asequible por medio del sueño y un lenguaje depurado que
combina lo mejor de la esencialidad juanrramoniana con toques de irracionalidad
que preludian la posterior influencia del Surrealismo (su influencia
vanguardista más reconocible, junto a cierta tendencia al juego léxico heredada
de la orientación lúdica de muchos de estos movimientos) y cuya orientación, en
contra de lo que muchas veces se ha dicho de su autor, no es exclusivamente
trágica sino aplicable al deslumbramiento que sugiere la naturaleza (como
atestiguan los poemas “Aire” o “Incolor”). Emocionan en el joven autor su
capacidad para proyectar estados de ánimo de tristeza crónica o de delirante
imaginación sobre referentes artísticos (“Soledad”, “Cuadro”) o elementos de la
cotidianidad (“Puzzle”, “Fonógrafos”, “Azoteas”, “Cinematógrafos”) y de crear
atmósferas, a menudo inspiradas en la vida rural de sus primeros años de vida
entre la pequeña burguesía culta y acomodada que le proporcionó todo tipo de
estímulos artísticos, ya sutilmente decadentes (“Pueblo”), de una tristeza
traspasada de un misterio en que parece superarse dicha melancolía (“Amplificaciones”
o como una la fuga mística con la
naturaleza como agente de enajenación
salvadora (“Domingo”). Igualmente reseñables son las primeras aproximaciones
hacia al estética del “nocturno” que tocará techo en su siguiente libro (“Noche”)
o los breves apuntes de “Suite del isomnio”, de una precisión lírica y una
condensación del ingenio dignas de las mejores greguerías de Gómez de la Serna.
Y esto, que ya es mucho, parece nada ante el imbatible Nostalgia
de la muerte (1946), su obra maestra y uno de los pocos libros (junto a los
mejores de Neruda, Vallejo, Lorca o Juan Ramón) que se antojan tienen una
vigencia indefinida en la tradición lírica hispánica y un papel referencial que
parece creado a propósito para acoger el concepto de “clásico”. Su primera
mitad, los memorables “Nocturnos”, culminan una tradición primero romántica y
musical y luego también modernista y literaria cuya recepción profundamente
original por parte del poeta consiste en la integración de los referentes más
predecibles (Novalis, Baudelaire) con otros resultado de la impronta de la
literatura autóctona (López Velarde, en cuya poesía cifraba Villaurrutia el
camino a seguir para la superación de la estética modernista y la configuración
de una poesía mexicana moderna y, más atrás en el tiempo, Sor Juana, toda ella
como figura pionera en quien el autor encontraba además las afinidades
dramáticas de la represión sexual y la incomprensión por parte de un entorno
cultural reaccionario, pero especialmente su “Primero sueño” de mayor densidad
intelectual pero de una cualidad atmósferica poco menos que gemela de los mejores
poemas de Villaurrutia) que además echan por tierra las malintencionadas
(deliberadamente mentirosas) tesis sobre el carácter extranjerizante de la
poesía de su autor que se difundieron en su momento. Frente al citado “nocturno”
romántico o modernista el de Villaurrutia, y ya desde un primer
texto-manifiesto que no podía sino titularse así, se antoja más trágico, más proclive a la
perturbación a través de una densidad melancólica en la que agobian la soledad,
la imposición del terror, su clásico
sentido de la desnortación existencial y la carencia de identidad y la
premonición obsesiva de la muerte, frente a la tendencia a complementar la
noche con matices más estimulantes en su aproximación a lo misterioso y
enigmático o a lo carnal en su papel de ambientación prototípica para las
relaciones eróticas. Todos los textos son impecables y al lector sólo le queda
citar sus favoritos: los míos son “Nocturno en que nada se oye”, radiante en su
antítesis entre el silencio y la sutil vida amortiguada (que se antoja tan
angustiosa) de los sonidos acallados en la noche, “Nocturno en que habla la
muerte”, quizá el más “asequible” por una aproximación al lenguaje coloquial
(aunque en realidad es su estilo un coloquialismo lírica y sobriamente
elaborado) que no es muy frecuente en
Villaurrutia y una de las personificaciones de la muerte más inquietantes de la
literatura moderna, “Nocturno de los ángeles”, ligado a la exaltación vitalista
y sexual ( locales de jazz, vida nocturna y locales de ambiente) de su estancia en Carolina del Norte, amén de a la
influencia de autores explícitamente homoeróticos como Luis Cernuda (“los
marineros son las alas del amor”… imagen que encantaba al mexicano y que
aparece en uno de sus dibujos que incluye esta edición… precisamente en la
portada o Cocteau) pero que se antoja
igualmente inquietante en la asociación del ángel no a la redención espiritual
sino a la misma ansiedad carnal impotente de cualquier hombre común (personalmente,
creo que hay mucho más Alberti de “Sobre los ángeles” que Luis Cernuda aquí…), “Nocturno
rosa”, inseparable en la memoria del poema de Borges a este símbolo poético
universal en “Fervor de Buenos Aires”, en el que juega a desustanciarlo de sus atribuciones
tópicas (inocencia, belleza, intensidad pasional) para contaminarla de la
turbiedad de su mundo, “Nocturno mar”, necesaria y parangonable en altura
literaria vuelta de tuerca a los poemas del mar trascendentalizado del Juan
Ramón del “Diario…” (libro y autor esenciales para el mexicano) y el “Nocturno
de la alcoba”, culmen de una encarnación de la muerte en la cotidianidad tan
perfecta que queda abolida cualquier posibilidad de salvación. La última parte,
“Nostalgias”, añade poemas escritos casi en su totalidad durante la estancia en
Estados Unidos, vivencia bipolar donde se alternaron la citada intensidad
vitalista y una caída en la gris cotidianidad (especialmente en la conservadora
y tediosa New Haven) que icentivó su permanente predisposición a la “bilis
negra” con que lo caracterizaba Octavio Paz, entre los que destacan los
asociados a la nieve (“Nostalgia de la nieve”, “Cementerio en la nieve”), símbolo
que le permite tanto la imposición trágica de la muerte como una sutil apertura
a la esperanza a partir de la sugestión creadas por la belleza y el incentivo
del enigma, o los breves apuntes, más próximos a una estética prototípciamente
americana en su escenografía de “realismo sucio” (hoteles de solitarios,
hospitales, salas de espera) o la aparición de problemáticas sociales y
políticas (el tema del racismo) de “North Carolina Blues”.
Tras esta auténtica animalada, el último libro publicado en
vida por Villaurrutia es poco más que una breve “plaquette” de título sorprendente: Canto a la
primavera y otros poemas (1948), ya admirable si lo consideramos simplemente
un ejercicio formal ,un “juego” de asimilación de las influencias castellanas
clásicas del lenguaje y la métrica barrocas (si a estas alturas alguien sigue
defendiendo que Villaurrutia ignoraba o despreciaba la tradición es que tiene
el encefalograma en estado comatoso), por la perfección de sus sonetos (algunos
“canónicos” y otros con fórmulas rítimicas más peculiares), décimas,
madrigales, estancias… ya presentes, aunque es difícil reparar en ello entre el
deslumbramiento de tantas otras cosas, en el libro anterior (sus “nocturnos”
presentan una gran heterogeneidad de planteamientos métricos y el libro se
remata con una “Décima muerte”, de tono muy similar al de los textos de esta
última obra). Frente a la tendencia, quizá inducida por el título y el poema
que lo inspira (que no creo de los mejores de su autor, aunque sería sádico, a
la vez que imposible, plantearle algún
reproche que no fuera puramente subjetivo) a considerarlo un libro de corte más
optimista y vital, creo que los poemas amorosos que incluye son otra incidencia
en la ansiedad depresiva de su mundo poético, un, no creo que sea correcto
hablar de “reciclaje” o “adaptación” (¿de verdad que el amor no es una experiencia
desasosegante incluso en sus momentos de triunfo?) del tema lírico por
excelencia a las incertidumbres sobre la imposibilidad de la comunicación
(inseparable del veto de silencio impuesto a la homosexualidad) , hasta el
punto de fabular con la negación de su posibilidad de ser palabra(Dichoso amor el nuestro, que nada y nadie
nombra;/prisionero olvidado, sin luz y sin testigo./Amor secreto que cnvierte
en miel la sombra,/como la florescencia en la cárcel del higo sentencia el
implacable “Madrigal sombrío”) la insatisfacción perenne y la difuminación de
los perfiles de la identidad, tanto la propia como la del ser amado en un
puñado de poemas memorables como “Soneto de la granada”, “Soneto de la
esperanza”, “Décimas” o “Nuestro amor”.
Aún puede el lector, después de este
libro que deja un sabor ingrato de aperitivo de otro banquete que nunca llegó,
consolarse con unos cuantos poemas inéditos, parte de un hipotético poemario
futuro , como una manifestación de vocación poética tan encendida como
angustiosa en su carácter inasible (“Poesía”), unos incisivos “Epigramas de
Boston” en los que asoma una vena de sátira literaria y social (con el tema,
tan íntimamente significativo, de la hipocresía sexual) que creó no practicó
todo lo que debiera, un “Cuando la tarde…” que se antoja imprescindible en la
elaboración climática de lo vespertino como introducción al mundo poético proyectado
en la noche, nuevas incidencias en imaginerías propias sobre las obsesiones de
la incomunicación (“Estatua”)algunos sonetos perfectos (“Mar”, “Soneto del
temor a Dios”, insólita rendición a la necesidad de una salvación de una
intensidad que parece salida de la boca del joven San Agustín anhelando el
perdón) y un “Volver”… que cierta leyenda considera sus “días azules y sol de
infancia”, como líneas encontradas en sus ropas de difunto… la verdad es que
bien podría haber sido compuesto con vocación de epitafio. Ahí lo dejo, como la
enésima muestra de lo que es capaz este genio rotundo de la poesía en nuestro
idioma: Volver a una patria
lejana,/volver a una patria olvidada,/oscuramente deformada,/por el destierro
en esta tierra./¡Salir del aire que me encierra¡/Y anclar otra vez en la
nada./La noche es mi madre y mi hermana,/la nada es mi patria lejana/la nada
llena de silencio,/la nada llena de vacío,/la nada sin tiempo ni frío,/ la nada
en que no pasa nada.