Cumbre del mito literario forjado en torno a la revista Contemporáneos e incluso quizá de toda
la poesía mexicana del S.XX (aquí sí que habría mucho, pero mucho que discutir…
por Dios que no se me enfaden ni mi
Jaime Sabines ni mi Rosario Castellanos) , Villaurrutia es uno de esos poetas
de obra desgraciadamente breve pero impecable, regida por un sentido de la
exigencia y la ética artística que imponía una lenta y tortuosa maduración de
los versos hasta cristalizarlos en obras impecables y con una personalidad que,
como añadido anecdótico, pero que es indudable que no deja de influir en la
recepción de la posteridad de su autor, presentaba todos los ingredientes
idóneos para convertirlo en carne de leyenda, ya incluso en vida: una
personalidad enigmática (no en vano, es esencial en él el tema de la identidad,
o más bien de la carencia de la misma) sombría, antagóncia entre una “tristeza
estática” y una notable capacidad de acción (la intensidad de su dedicación a
las tertulias, las conferencias, la crítica literaria, el mundo del teatro y en
sus últimos años también al cine que abordó no sólo como autor sino como
promotor en sentido amplio), atacada una hiperestesia y una melancolía
inseparables del trauma de su homosexualidad, que Villaurrutia iría poco a poco
asumiendo (desde la rotunda negación en los poemas amorosos de sus primeros
libros) hasta una actitud que no cabe calificar de “desafiante” pero sí de
obviamente valiente para su época (gracias a la influencia de compañeros de
viaje más audaces y concienciados en ese sentido, especialmente Gilberto Novo,
amigo de por vida y con el que incluso compartió paso en uno de los “ghettos”
gays de la ciudad de México) hasta
culminar en una muerte enigmática y prematura que cada vez más biógrafos y
estudiosos de su obra atribuyen a un suicidio más que al vago “ataque al
corazón” con que siempre se explicó. Villaurrutia creció como escritor en un
contexto histórico y cultural convulso en que la literatura mexicana intenta
sacudirse no ya los lastres de un Modernismo caído en la reiteración y el
tópico (aún patente en los primeros versos del poeta recogidos en esta
antología, carentes de su intensidad emocional y su originalidad pero con una
factura lingüística que no puede hacer sino adivinar a un poeta grande a poca
intuición literaria que se tenga) sino en la “tiranía” impuesta por superadores
de esa propia estética (el caso más significativo es el del “torcedor de cuellos
de cisne” Enrique González, para Villaurrutia y otros poetas del grupo excesivamente presente como “gurú” de los
nuevos rumbos por los que debía caminar la poesía mexicana moderna) y en la que
los Contemporáneos, tras pasar por la tentación de convertirse en “líricos
oficialistas” (Villaurrutia, a instancias del lírico más orientado a la vida
pública del grupo, Torres Bodet y de figuras de generaciones anteriores como
Henríquez Ureña, participó en los proyectos de regeneración y modernización de la cultura de su país, a
la búsqueda de una definición de su identidad frente a su consideración de “auxiliar”
de la europea y española ,que propulsaron políticos como Vasconcelos) sufrieron
todo tipo de menosprecios (incluso en España, donde sus poemarios o textos
sueltos aparecidos en revistas cosecharon una fría indiferencia) por practicar
una poesía supuestamente europeizante y desligada de la tradición autóctona
(complejo nacionalista que, como veremos, es en Villaurrutia una rotunda
mentira), “afeminada” (no comments…) y carente del compromiso social y político
que se exigía desde estéticas tan dispares como los pintares muralistas
encabezados por Diego Rivera o algunas incipientes vanguardias como el
Estridentismo.
Entrando ya en materia lírica, la poesía de Villaurrutia se
nos presenta ya casi de cuerpo entero, tras esbozos iniciales publicados en
revistas escritos desde la adolescencia a los veintipocos años, en el admirable
Reflejos (1926), que dedicó al poeta Enrique Díez Canedo. El poema
inicial y titular, “Reflejos” y el inmediatamente posterior, “Sueño”, ya marcan
el tono con su aspiración a una salvación amorosa que se revela fatalmente
imposible o solo asequible por medio del sueño y un lenguaje depurado que
combina lo mejor de la esencialidad juanrramoniana con toques de irracionalidad
que preludian la posterior influencia del Surrealismo (su influencia
vanguardista más reconocible, junto a cierta tendencia al juego léxico heredada
de la orientación lúdica de muchos de estos movimientos) y cuya orientación, en
contra de lo que muchas veces se ha dicho de su autor, no es exclusivamente
trágica sino aplicable al deslumbramiento que sugiere la naturaleza (como
atestiguan los poemas “Aire” o “Incolor”). Emocionan en el joven autor su
capacidad para proyectar estados de ánimo de tristeza crónica o de delirante
imaginación sobre referentes artísticos (“Soledad”, “Cuadro”) o elementos de la
cotidianidad (“Puzzle”, “Fonógrafos”, “Azoteas”, “Cinematógrafos”) y de crear
atmósferas, a menudo inspiradas en la vida rural de sus primeros años de vida
entre la pequeña burguesía culta y acomodada que le proporcionó todo tipo de
estímulos artísticos, ya sutilmente decadentes (“Pueblo”), de una tristeza
traspasada de un misterio en que parece superarse dicha melancolía (“Amplificaciones”
o como una la fuga mística con la
naturaleza como agente de enajenación
salvadora (“Domingo”). Igualmente reseñables son las primeras aproximaciones
hacia al estética del “nocturno” que tocará techo en su siguiente libro (“Noche”)
o los breves apuntes de “Suite del isomnio”, de una precisión lírica y una
condensación del ingenio dignas de las mejores greguerías de Gómez de la Serna.
Y esto, que ya es mucho, parece nada ante el imbatible Nostalgia
de la muerte (1946), su obra maestra y uno de los pocos libros (junto a los
mejores de Neruda, Vallejo, Lorca o Juan Ramón) que se antojan tienen una
vigencia indefinida en la tradición lírica hispánica y un papel referencial que
parece creado a propósito para acoger el concepto de “clásico”. Su primera
mitad, los memorables “Nocturnos”, culminan una tradición primero romántica y
musical y luego también modernista y literaria cuya recepción profundamente
original por parte del poeta consiste en la integración de los referentes más
predecibles (Novalis, Baudelaire) con otros resultado de la impronta de la
literatura autóctona (López Velarde, en cuya poesía cifraba Villaurrutia el
camino a seguir para la superación de la estética modernista y la configuración
de una poesía mexicana moderna y, más atrás en el tiempo, Sor Juana, toda ella
como figura pionera en quien el autor encontraba además las afinidades
dramáticas de la represión sexual y la incomprensión por parte de un entorno
cultural reaccionario, pero especialmente su “Primero sueño” de mayor densidad
intelectual pero de una cualidad atmósferica poco menos que gemela de los mejores
poemas de Villaurrutia) que además echan por tierra las malintencionadas
(deliberadamente mentirosas) tesis sobre el carácter extranjerizante de la
poesía de su autor que se difundieron en su momento. Frente al citado “nocturno”
romántico o modernista el de Villaurrutia, y ya desde un primer
texto-manifiesto que no podía sino titularse así, se antoja más trágico, más proclive a la
perturbación a través de una densidad melancólica en la que agobian la soledad,
la imposición del terror, su clásico
sentido de la desnortación existencial y la carencia de identidad y la
premonición obsesiva de la muerte, frente a la tendencia a complementar la
noche con matices más estimulantes en su aproximación a lo misterioso y
enigmático o a lo carnal en su papel de ambientación prototípica para las
relaciones eróticas. Todos los textos son impecables y al lector sólo le queda
citar sus favoritos: los míos son “Nocturno en que nada se oye”, radiante en su
antítesis entre el silencio y la sutil vida amortiguada (que se antoja tan
angustiosa) de los sonidos acallados en la noche, “Nocturno en que habla la
muerte”, quizá el más “asequible” por una aproximación al lenguaje coloquial
(aunque en realidad es su estilo un coloquialismo lírica y sobriamente
elaborado) que no es muy frecuente en
Villaurrutia y una de las personificaciones de la muerte más inquietantes de la
literatura moderna, “Nocturno de los ángeles”, ligado a la exaltación vitalista
y sexual ( locales de jazz, vida nocturna y locales de ambiente) de su estancia en Carolina del Norte, amén de a la
influencia de autores explícitamente homoeróticos como Luis Cernuda (“los
marineros son las alas del amor”… imagen que encantaba al mexicano y que
aparece en uno de sus dibujos que incluye esta edición… precisamente en la
portada o Cocteau) pero que se antoja
igualmente inquietante en la asociación del ángel no a la redención espiritual
sino a la misma ansiedad carnal impotente de cualquier hombre común (personalmente,
creo que hay mucho más Alberti de “Sobre los ángeles” que Luis Cernuda aquí…), “Nocturno
rosa”, inseparable en la memoria del poema de Borges a este símbolo poético
universal en “Fervor de Buenos Aires”, en el que juega a desustanciarlo de sus atribuciones
tópicas (inocencia, belleza, intensidad pasional) para contaminarla de la
turbiedad de su mundo, “Nocturno mar”, necesaria y parangonable en altura
literaria vuelta de tuerca a los poemas del mar trascendentalizado del Juan
Ramón del “Diario…” (libro y autor esenciales para el mexicano) y el “Nocturno
de la alcoba”, culmen de una encarnación de la muerte en la cotidianidad tan
perfecta que queda abolida cualquier posibilidad de salvación. La última parte,
“Nostalgias”, añade poemas escritos casi en su totalidad durante la estancia en
Estados Unidos, vivencia bipolar donde se alternaron la citada intensidad
vitalista y una caída en la gris cotidianidad (especialmente en la conservadora
y tediosa New Haven) que icentivó su permanente predisposición a la “bilis
negra” con que lo caracterizaba Octavio Paz, entre los que destacan los
asociados a la nieve (“Nostalgia de la nieve”, “Cementerio en la nieve”), símbolo
que le permite tanto la imposición trágica de la muerte como una sutil apertura
a la esperanza a partir de la sugestión creadas por la belleza y el incentivo
del enigma, o los breves apuntes, más próximos a una estética prototípciamente
americana en su escenografía de “realismo sucio” (hoteles de solitarios,
hospitales, salas de espera) o la aparición de problemáticas sociales y
políticas (el tema del racismo) de “North Carolina Blues”.
Tras esta auténtica animalada, el último libro publicado en
vida por Villaurrutia es poco más que una breve “plaquette” de título sorprendente: Canto a la
primavera y otros poemas (1948), ya admirable si lo consideramos simplemente
un ejercicio formal ,un “juego” de asimilación de las influencias castellanas
clásicas del lenguaje y la métrica barrocas (si a estas alturas alguien sigue
defendiendo que Villaurrutia ignoraba o despreciaba la tradición es que tiene
el encefalograma en estado comatoso), por la perfección de sus sonetos (algunos
“canónicos” y otros con fórmulas rítimicas más peculiares), décimas,
madrigales, estancias… ya presentes, aunque es difícil reparar en ello entre el
deslumbramiento de tantas otras cosas, en el libro anterior (sus “nocturnos”
presentan una gran heterogeneidad de planteamientos métricos y el libro se
remata con una “Décima muerte”, de tono muy similar al de los textos de esta
última obra). Frente a la tendencia, quizá inducida por el título y el poema
que lo inspira (que no creo de los mejores de su autor, aunque sería sádico, a
la vez que imposible, plantearle algún
reproche que no fuera puramente subjetivo) a considerarlo un libro de corte más
optimista y vital, creo que los poemas amorosos que incluye son otra incidencia
en la ansiedad depresiva de su mundo poético, un, no creo que sea correcto
hablar de “reciclaje” o “adaptación” (¿de verdad que el amor no es una experiencia
desasosegante incluso en sus momentos de triunfo?) del tema lírico por
excelencia a las incertidumbres sobre la imposibilidad de la comunicación
(inseparable del veto de silencio impuesto a la homosexualidad) , hasta el
punto de fabular con la negación de su posibilidad de ser palabra(Dichoso amor el nuestro, que nada y nadie
nombra;/prisionero olvidado, sin luz y sin testigo./Amor secreto que cnvierte
en miel la sombra,/como la florescencia en la cárcel del higo sentencia el
implacable “Madrigal sombrío”) la insatisfacción perenne y la difuminación de
los perfiles de la identidad, tanto la propia como la del ser amado en un
puñado de poemas memorables como “Soneto de la granada”, “Soneto de la
esperanza”, “Décimas” o “Nuestro amor”.
Aún puede el lector, después de este
libro que deja un sabor ingrato de aperitivo de otro banquete que nunca llegó,
consolarse con unos cuantos poemas inéditos, parte de un hipotético poemario
futuro , como una manifestación de vocación poética tan encendida como
angustiosa en su carácter inasible (“Poesía”), unos incisivos “Epigramas de
Boston” en los que asoma una vena de sátira literaria y social (con el tema,
tan íntimamente significativo, de la hipocresía sexual) que creó no practicó
todo lo que debiera, un “Cuando la tarde…” que se antoja imprescindible en la
elaboración climática de lo vespertino como introducción al mundo poético proyectado
en la noche, nuevas incidencias en imaginerías propias sobre las obsesiones de
la incomunicación (“Estatua”)algunos sonetos perfectos (“Mar”, “Soneto del
temor a Dios”, insólita rendición a la necesidad de una salvación de una
intensidad que parece salida de la boca del joven San Agustín anhelando el
perdón) y un “Volver”… que cierta leyenda considera sus “días azules y sol de
infancia”, como líneas encontradas en sus ropas de difunto… la verdad es que
bien podría haber sido compuesto con vocación de epitafio. Ahí lo dejo, como la
enésima muestra de lo que es capaz este genio rotundo de la poesía en nuestro
idioma: Volver a una patria
lejana,/volver a una patria olvidada,/oscuramente deformada,/por el destierro
en esta tierra./¡Salir del aire que me encierra¡/Y anclar otra vez en la
nada./La noche es mi madre y mi hermana,/la nada es mi patria lejana/la nada
llena de silencio,/la nada llena de vacío,/la nada sin tiempo ni frío,/ la nada
en que no pasa nada.
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