La literatura como manera de sondear las raíces de la
infelicidad, de establecer una distancia de objetividad con el propio dolor
que, además del beneficio colateral del consuelo, alumbre las causas del
desbocamiento de la vida, sobre todo la desarrollada en condiciones
aparentemente perfectas, hacia su desustanciación. A este presupuesto se aplica
Tina Balser por medio de sus diarios o “informes” en una novela que más allá de
las mitificaciones tópicas (Kaufman es otra de las novelistas americanas
muertas prematuramente y con premio literario instituido a su memoria, con los
mismos cincuenta años de Carson McCullers, y una obra desgraciadamente breve) y
una filiación al ideario feminista que el contexto histórico (los social y
políticamente “movidos” años sesenta) en que apareció hacen más inevitable si
cabe (no hacía falta matizar, como se apresuró a hacer la crítica de la época,
que Kaufman era una “versión femenina” de Richard Yates o John Cheever… baste
decir que tiene sus mismas cualidades), la pone en primera línea de una
gloriosa nómina de escritores americanos (el listado, además de prólijo, es
evidente) que, aunque no sean brillantes desde un punto de vista técnico, se
hacen memorables al aplicar una despiadada lucidez y un humorismo mordaz a la
hora de señalar las contradicciones y los múltiples razones para la debacle
personal en unos tiempos modernos en que la felicidad se ha convertido en una
asignatura tan obligatoria como hipócritamente dada por sentada por todos. Y
así, entre las páginas que Tina escribe como refugio clandestino en su
cotidianidad doméstica, va pasando revista los traumas de una infancia sin
afecto (una madre con problemas de ludopatía que la ignoró por completo), la
mentira de la maternidad como única manera de realización personal para una
mujer (de sus dos hijas, es la mayor, Sylvie, la que parece más maleducada e
irritante, perfecto prototipo del niño convertido en “tirano” de sus padres),
la terapia psicológica (tema sobre el que se ironiza de forma implacable
durante toda la novela) como otra falacia en que con la excusa de dirigir a las
personas a su definición personal se les encajona en roles estándar y se
achatan sus perspectivas vitales (claro, a una chica como Tina, talentosa pero
insegura, había que decirle que lo que realmente quería era ser una esposa y
madre modelo y no una artista…) y, sobre todo, el peso de un matrimonio
convertido en su mayor lastre vital después de que Jonathan, siempre ambicioso
pero al menos cercano y afectivo, a causa de una herencia y un par de golpes de
fortuna en la bolsa, se haya convertido en un snob rampante, colérico y
obsesionado por aparentar en sociedad y círculos de la “intelligtensia” y la
bohemia artística sin duda para desahogar su complejo de inferioridad cultural,
una vida inauténtica a la que debe plegarse Tina como otra de tantas féminas
que pululan en este mundo (elegante, sofisticada… y sin cerebro alguno… para lo cual se ocupa
puntualmente de ridiculizar las pocas ganas de leer o de ser creativa que hayan
podido sobrevivir a su asfixia doméstica). Impactantes, a medio camino entre la
ironía despiadada de los cronistas de sociedad ingleses y el más sangrante
patetismo, esas escenas de “party” entre la farándula (incluida una aparatosa
mascarada en la propia casa que será un rotundo fracaso), en las que Tina,
incapaz de integrarse, deambula abochornada por la soledad y el desarrollo de
todo tipo de patologías obsesivas (agorafobia, claustrofobia… y otras tantas
inventadas por ella misma) con que expresa su perturbación, una falsedad que
solo parece tener un mínimo contrapunto en el personaje de Lottie, la criada,
cuya querencia, aunque sugestionada por la conciencia de inferioridad social y
la adhesión ciega del pobre a la mano que le da de comer, se antoja el único
punto de autenticidad de su entorno humano. Y así, entre crisis mal atajadas
con ansiolíticos y somníferos, un buen día se decide a jugar a Madame Bovary
(Madame “Ovary” la llamará pérfidamente en una ocasión su amante…) con George
Gaylord, un snob cínico que escribe obras teatrales, prototipo perfecto de ese “intelectual”
que se obligado a demostrar continuamente su teórica superioridad sobre los demás
con un ejercicio constante de la ironía cruel que raya el sadismo y que somete
a la protagonista a un continuo debate interior en el que se van alternando la
repulsa a causa de la conciencia puntual de su propia dignidad, su avocación
fatalista, como “chica frágil”, a enamorarse del típico cabrón de instituto y
el pulso entre dejarse llevar por la aproximación afectiva que parece
inevitable tras echar más de tres veces un polvo con la misma persona y
someterse a su frialdad del “sex is just sex” que convierte a los demás en poco
menos que un dildo, un consolador o cualquier juguete erótico. La obra, tras la
intensidad dramática que gana con el tema del supuesto embarazo extraconyugal
de Tina (que la sume en el vértigo de acabar con una rutina que la hacía
infeliz pero que era tan consoladora como cualquier credo que nos libera de la
responsabilidad de ser libres) acaba en uno de esos finales (que voy a tener la delicadeza de no contaros...) desoladores pero
indefinidos, que crean más angustia en el lector que cualquier culminación
trágica previsible (¿el suicidio, culminación predilecta del adulterio
decimonónico femenino, con el que llega
a fantasear? ¿el tópico del abandono del esposo y la familia en busca de la
propia identidad a lo “Casa de muñecas” de Ibsen?) .
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