Adoro las novelas sobre mundos flotantes, grietas de la
historia en que se entreabre la ilusión de crear un mundo nuevo antes de que
nuestra organización social y política muestre su terca inmutabilidad, que es
tanta como nuestra tozudez en persistir en el error.
En el año 1864, el
ejército del mítico general unionista Sherman, del que estás páginas ofrecen un
agudo análisis psicológico, avanza en marcha hacia el Sur esclavista e
insurrecto. Y a su paso se van trenzando un buen número de historias humanas
apasionantes: como la de Pearl, hija bastarda y mestiza de una esclava negra y
uno de tantos terratenientes sureños que se verán obligado a desbaratar sus
haciendas y huir prácticamente con lo puesto, que acabará siendo “tambor” del
ejército de Sherman y enfermera a la vez que afronta el conflicto del
sentimiento de culpa por haberse posicionado con el elemento “blanco”, la parte
de su adn con que su corazón le prohíbe alinearse debido a su conciencia de
marginada social, pulso que solo conseguirá apaciguar a través de la redención
que supone la maternidad y la adopción de un niño negro huérfano, el mismo que
había obligado al periodista inglés Pryce a replantearse su voluntad de retrato
objetivista de una realidad ajena hasta el compromiso con los más débiles. O la
de Mattie Jameson, soberbia cacique algodonera a la que la guerra obligará a
una participación en el bando contrario por supervivencia, y sobre todo, a
enfrentarse a su mayor terror, el de estar sometida a Pearl, la hija bastarda
de su esposo, cuya existencia concibe como la viva muestra de la hipocresía del
mundo falsamente privilegiado en que ha crecido. O la de Emily, hija del juez
sureño cuya participación en la guerra a favor del bando en principio contrario
crece al mismo ritmo de su pasión estéril por el médico de campaña Wrede
Sartorius, un corazón imposible de abordar y vencer por su fascinación
solipsista por la ciencia y la progresiva insensibilidad, puramente
autodefensiva, a que va conduciéndolo su contacto diario con la atrocidad del
conflicto.
Pero sin duda el centro de gravedad narrativo y emocional de
esta magnífica novela es la comunidad negra, que sirve a Doctorow para tranzar
una de las mejores reflexiones sobre la
naturaleza paradójica de la libertad que jamás haya leído. Ser libre,
como todos sabemos, es un don, pero como tal es también un acto de
responsabilidad que puede ser imposible de asumir si se ha crecido entre la
anulación de la voluntad y la energía de la autoconfianza que supone afrontar
la vida. Y por eso la comunidad negra, libertada por primera vez por los
soldados unionistas, siente este logro casi como una maldición que desbarata el
entorno, cruel pero a la vez seguro en su brutalidad, en que ha vivido y solo
es capaz de enfrentar su incertidumbre siguiendo como un animal indefenso al
ejército norteño para sumirlo en una dramática contradicción: la de que aquello
que supone el aliento idealista de su lucha sea también un enorme problema a
nivel puramente pragmático que amenaza con conducirlos a una derrota que acaba
reforzando o convirtiendo en definitivos los grilletes recientemente
arrumbados.
Resulta igualmente reseñable la presencia de personajes y
líneas argumentales que ponen en contacto la novela de Doctorow con la más
primigenia tradición narrativa norteamericana que, además, es contemporánea de
los hechos históricos que se retratan. Y ahí están los caracteres que remiten a
ese fondo realista y “picaresco”, el mismo que convierte nuestra narrativa y la
yanqui en criatura simétricas, como la peripecia de Will y Arly, sometidos a un
vértigo sin otro objetivo que la supervivencia más literal a través de una
sucesión de traiciones, falsas alianzas y cambios de uniforme hasta que se
revele el destino particular de cada uno: el del primero, la fatalidad; el del
segundo una progresiva degeneración moral que le lleva al asesinato y
progresivamente a la locura a través de la fabulación de vilezas inverosímiles como
la de asesinar al mismo general Sherman utilizando la peculiar coartada de un
carromato de fotografía que va capturando instantáneas del Sur abrasado en el
odio fratricida…. como haría años después otro enorme tótem literario forjado
en este mismo entorno literario y humano: una tal Eudora Welty.
En definitiva, un clásico con visas de imperecedero de la
última narrativa norteamericana, reconocido en su día con el prestigioso premio
Pen/Faulkner de 2006, que me desvela la grandeza de un autor que junto a Roth,
McCarthy u Oates engrosa la nómina de los norteamericanos más perentoriamente
merecedores del premio Nóbel….pero que sea ya porque, por desgracia, no parece
posible que puedan estar entre nosotros mucho tiempo más. Yo lo
acabo de conocer… y ya era hora después de tantas apelaciones sabias a su
acercamiento, ¿alguien me cuenta y me recomienda algo más de él?.
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