Gran, y lo que es más difícil aún, perpetuo “best seller” de
las letras norteamericanas contemporáneas, el final prematuro y trágico de la
carrera de Kennedy Toole (cuya obra sólo se integra por otra breve novela
anterior, La biblia de neón, al parecer de peor calidad pero igualmente
estimable) y las peculiares circunstancias de su edición (aquel peregrinaje de
la madre de editorial en editorial hasta quien tuvo el pleno acierto, comercial
y estético, de darla a la luz…más meritorio aún si damos por sentado el
supuesto fondo autobiográfico del libro) añaden el punto de mitomanía
imprescindible que puede convertir una novela en carne de leyenda.
Parte del
peso específico de estas páginas está, por supuesto, en su protagonista, uno de
esos caracteres (como Don Quijote, Hamlet…o
Homer Simpson) que han superado el ámbito de la ficción que los vio
nacer para convertirse en encarnación, y hasta arquetipo, de una forma de
personalidad humana. Inconfundible ya desde su propia indumentaria (esa gorra
de cazador con orejeras que es más parte de su cuerpo que de su atuendo y que
le acompaña insensible a los cambios
climatológicos o estacionales) o las aberraciones científicas de su cuerpo
(¿qué significa realmente eso de la válvula?), Ignatius J.Reilly, sociópata,
onanista convencido, misántropo, devoto de la única fe sobre la progresiva
decadencia de la raza humana desde la Edad Media (Boecio y la monja Rosvita son
sus autores de referencia y algunos de sus pocos puntales espirituales), tras
un paso por la universidad (que se recrea indirectamente como parte del
esperpento por medio de la transcripción del trauma psíquico perenne que ha
dejado en el doctor Talc, uno de sus sufridos docentes, víctima incluso de
filípicas encendidas que son casi amenazas de muerte) que creó la ficción,
tempranamente desecha, de una integración más o menos (más bien menos)
convencional en el tejido social, vive en su casa, perpetuamente en el paro
(salvo sus accidentados paréntesis laborales en la oficina, trabajo al que se ve obligado a someterse tras
la deuda contraída en el accidente de coche del primer capítulo y del que
consigue ser despedido tras falsificar una carta con amenazas a nombre del
dueño e incluso escenificar una tentativa grotesca de motín con un pretexto tan
peregrino como su cruzada por integrar a los homosexuales en el ejército para
así arrumbarlos desde dentro con fines pacifistas , o el puesto ambulante de salchichas que, tras
una sucesión de hechos a cual más surrealista, acaba accidentalmente implicado
en los negocios turbios de Lana Lee), con una madre a la que detesta
profundamente e intenta herir con un calculado sadismo, acosado por las cartas
de Myrna Minkoff, lo único que ha tenido en toda su vida similar a una novia o
una amante (¿realmente llegaron alguna vez a follar pese a la decidida
promiscuidad de corte tanto filosófico como instintivo de esa inmejorable
caricatura de la feminista furibunda radical de verbo profético y seguro pelo
en el bigote y los sobacos?) e inmerso en la inacabable tarea intelectual de
una larga y furibunda diatriba filosófica contra la sociedad occidental (cuyos
párrafos, cual palimpsesto superpuesto al hilo narrativo central, permiten a
Toole mostrar un talento para la parodia literaria que no parecen tan lejos ni de
Cervantes ni de Joyce).
Un personaje de tal calado, que justificaría por sí
mismo no ya una novela sino toda una obra literaria (y así lo hace,
tristemente) se ve enriquecido, además por toda una “troupe” que permiten a
Toole exhibir su maestría para el auténtico humor por su talento para
entreverar tantas dosis de distorsión grotesco como de apelación a la compasión
humana más conmovedora( de hecho, no parece casual que el final de la novela
reserve algo positivo para todos los personajes cuya única tara es la de la
excentricidad o la debilidad pero en absoluto la maldad) que justifica el glosarlos, aunque sea
brevemente, uno por uno: el patrullero
Mancuso (personaje que llegó a dar nombre incluso a un grupo musical de rock
independiente famoso entre la parroquia indie en los años ochenta),
sistemáticamente humillado tanto en su trabajo como en su vida personal, por su
caótico entorno familiar y una actividad laboral en que sus disfraces se sumen
a lo intrínsicamente inútil de las misiones y tareas que le encomiendan; la
misma señora Reilly que llega a sugerir
compasión hasta que se vaya revelando progresivamente una “sin-sustancia”
deseosa de ser engullida por los convencionalismos y la moral podrida e
hipócrita del típico americano votante del partido republicano y afiliado a la
asociación del rifle, después de sucumbir a las ramplonas estrategias
celestinescas de Santa Battaglia (tía del citado Mancuso) y prometerse con el
señor Robichaux, encarnación repudiable de todo el fanatismo ideológico de los
peores años de la “caza de brujas” (¿establece
Toole algún tipo de juego paródico con la típica novela de folletín (o de las
novelas de Dickens, sin ir más lejos y por citar una lectura e influencia más
plausible) al utilizar el recurso del personaje que reaparece posteriormente (Robichaux
es el anciano que aparece al comienzo de la novela para defender a Ignatius de
su detención por la policía) y solo entonces revela su plena identidad?); el
joven negro Jones, quizá una hipérbole humorística (¿un “tío Tom”, conociendo
la connotación peyorativa del término a partir de la cuestionable ideología de
la novela de Beecher Stowe?) del hombre de color bientencionado pero convertido en carne de cañón por los
prejuicios sociales y la escasa autoestima que en él han provocado, tan
acuciante como su deseo de una integración social que parece cada día más
utópica; muy similar a Darlene una pseudo-prostituta tierna, mujer frágil e
insegura, como recién salida de una obra de teatro de Miguel Mihura o de un
cabaret berlinés de Isherwood, en su lucha por hacer valer un talento artístico
que lamentable no tiene, ambos oprimidos la pérfida Lana Lee sucia arribista llena de
patéticos ansias de presunción y poder cuya ambición (que le lleva a implicarse
en actividades delicitivas como la de los “sobres para los huérfanos”, coartada
para un tráfico de pornografía) degenera en una terca explotación económica y
humana de los demás; el señor Levy (pilar, junto a su pareja, indispensable de
la sátira del matrimonio como consumación de la vida inauténtica que aparece en
tanta de la mejor narrativa yanqui de las últimas décadas) , casi un dueño de
astillero “onettiano” en su afán por mantener a flote una empresa ruinosa y
hace tiempo anulada por la competencia y, para colmo, sometido a la opresión
continua de su esposa, cuya “filosofía” de vida es, aparte de la tortura sádica
de un cónyuge al que no solo ama sino considera un mindundi y fracasado, esa
visión pervertida de la virtud (conservadora, católica, de tía Tula unamuniana
multiplicada por dos o por tres) que convierte la caridad en una negación de la
justicia y un alimento del propio ego, a costa de la señorita Trixie, el
personaje más conmovedor de todo el elenco, anciana octogenaria convertida en
objeto de las disputas de los Levy que ya hubiera querido para sí Arniches como
protagonista de su “señorita de Trevélez.
El final de la novela, precipitado en
un vértigo creciente de concatenación de sinsentidos que haría parecer
equilibrada y seria un film de los hermanos Marx, deja otros tantos momentos
impagables como el frustrado número musical de Darlene interpretando a una dama
sureña con una cacatúa, el desmayo en la calle y posterior ingreso en el
hospital de Ignatius…pero también un momento conmovedor con los quince escasos
minutos de gloria o al menos abrillantamiento efímero de la dignidad de Mancuso
(algo de suerte también para Darlene, que al menos consigue un contrato tras la
escena…haciendo bueno el dicho de que la publicidad (su grotesco número y
consecuencias posteriores salen en el periódico de la mañana) aunque mala
siempre es buena) tras conseguir descubrir, de manera completamente accidental,
la trama ilegal en que se hallaba implicada Lana. Magnífico también, por el
efecto de sorpresa y la estructura de “ópera abierta” que consigue, la
aparición final cual “deus ex machina” clásica de Myrna para salvar en el
último momento al protagonista de su seguro ingreso en un centro psiquiátrico
(tras la rendición definitiva de su madre a las maniobras de su alcahueta y
prometido y, en otro plano, la persecución a que lo somete el señor Levy tras
descubrir sus manejos en la fábrica…enredo que al final se resuelve
favorablemente cuando la señora Trixy mienta atribuyéndose la carta… y
consiguiendo así la enajenación de su tirana en que encuentra la puerta a su
merecida libertad)…algo que nos deja salivando tristemente con la fabulación de
otra novela, de seguro tan magnífica y divertida como la presente, que ya nunca
podremos disfrutar.
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