En el año 1934, en
plena inminencia de un conflicto civil que no se cita aunque se pueda intuir su
crudeza, se arranca este inicio de una de las sagas más justamente memorables
de la narrativa realista española del S.XX, con el retorno del aristócrata Carlos
Deza, médico educado en el extranjero, a su pazo nobiliario original en una
Pueblanueva que se convierte en otra Macondo o Santa María por su doble
cualidad metafórica de la Galicia rural y de la existencia en su conjunto. En
medio de una total desorientación existencial en que intenta encontrar el
sentido de su vocación y sobre todo de su libertad tras la dominación que le
han supuesto la relación con su madre y una experiencia sentimental frustrada,
la presencia de Carlos en su tierra parece circunstancial, de pura
vacación…aunque en el pueblo ya se ha marcado su destino como pieza fundamental
para establecer el pulso definitivo entre el
atávico mundo nobiliario ligado a la tierra, el de los “Churruchaos”
(apelativo ancestral de su linaje) y un
nuevo poder burgués que no ha hecho sino recrudecer las situaciones de
desigualdad y ha dado a su retorno un perfil casi mesiánico (al que responde
perfectamente el título de “El Señor llega”, con su deliberada ambigüedad
religiosa, que también remite a la frustración de uno de los personajes
centrales, Fray Ossorio, hombre de elevada formación intelectual que debe
sufrir cómo las enseñanzas de su maestro, sintetizadas en una obra de igual
título a la novela, un decidido renovador ideológico de la Iglesia, son obstaculizadas
por las fuerzas vivas que controlan el mundo clerical). Carlos Deza es un magnífico ejemplo de lo
mejor que puede producir la aristocracia española, en su virtud pero también en
su infinita miseria: culto, educado,
inclinado de forma innata a la piedad pero también un tanto abúlico,
hiperestésico, incapacitado para enfrentarse a lo más pragmático de la
existencia…mismamente como un noble de “El jardín de los cerezos” de Chéjov…. y
justo igual que su padre (un hombre
asolado por la tristeza de su vida sentimental y lo insípida que le resultaba
la vida pública a la que le había abocado su posición que optó por la fuga y la
muerte en vida como única respuesta) y de hecho es su decidido alineamiento
vital junto a él tras conocer los pormenores de su historia lo que convierte en
definitiva, en una salida existencial, lo que en principio había sido un simple
paréntesis para reflexionar y “tomar aire”. La excepción de la “casta” la
constituye la tía Mariana, amiga y enamorada platónica de su madre, en cuya
casa vive y que sí que demuestra voluntad de acción y coraje en su pulso
decidido contra la doble moral (el hijo abandonado que tuvo de soltera…) y el
nuevo estado de opresión burguesa con el mantenimiento de actividades
económicas ( los jornaleros de la tierra, los pescadores) consideradas
anacrónica por la soberbia y la tiranía de la modernidad de los nuevos ricos. Y
es este rival de ambos, este Cayetano Salgado, una de las mejores creaciones de
la novela: un auténtico Jarrapellejos galaico, un depredador social, político,
económico y sexual, que recibe como agresión todo lo que no sea una
subordinación sin condiciones a sus intereses, que ve en Carlos confrontación
donde solo hay un deseo de paz y libertad,
jaleado por una corte de palmeros hipócritas y cobardes que al mismo
tiempo que se muestran sumisos desean íntimamente su destrucción (y ponen por
tanto en Deza todas sus expectativos de desahogo)…pero curiosamente aquejado
por una extraña debilidad que le hace casi sufrir un Edipo de libro por su
madre, enojosa encarnación de las virtudes tradicionales de la gran matrona
galaica, y el único ser de raza femenina por el que no muestra un palmario e
insultante desprecio.
Con el fondo de este
antagonismo, que además de social y político es también personal por las
diferencias de carácter entre ambos, Carlos va conociendo un interesante
catálogo de caracteres que Torrente traza con mano firme y manifiesta finura y
profundidad psicológica: Juan Aldán, ejemplo prototípico de una “dignidad” mal
entendida que se convierte en soberbia y lo aboca al parasitismo social,
dominado por su obsesión tiranicida hacia Salgado a la vez que sufre la
devastación de su problemática vida familiar (el desprecio hacia el padre
fallecido que los engendró como “adulterinos”, una madre alcohólica y
relaciones no menos difíciles con sus hermanas); su hermana Clara, uno de los
pocos personajes del entorno capaz de reflexionar con lucidez y honestidad
sobre la que ella considera fatal precipitación a la indignidad (que en Pueblanueva
solo puede consistir en ser una más de las amantes de Salgado, claro) e
intentar conjurarla en una fascinación erótica desesperada por Carlos; Rosario
“la Chalupa”, condenada por la ambición y las ganas de prosperar de su familia
a una prostitución al tirano en que el desprecio irá degenerando
progresivamente en incluso violencia física; Paquito el Relojero, que cumple
perfectamente su rol de “loco que dice la verdad” y oculta una insólita lucidez
tras elegir a Carlos como “amo” y rebelarse contra el papel de criado servil y
bufón al que le condena su problemática personal, el citado Fray Ossorio o el
boticario Baldomero, de ideas políticas y religiosas firmemente conservadoras
pero incapaz de afrontar el desprecio que le producen tanto su propia esposa
como su sumisión a Salgado y sobre todo la cruda predisposición a la caída en
la concupiscencia que pesa sobre él. La brillantez de las partes iniciales creo
que se desinfla un tanto a medida que progresa un relato que acaba centrándose
casi exclusivamente en la conflictividad
sentimental de Carlos, dolorosamente desgarrado entre la obligación moral y
sexual que parece imponerse con sus “dos mujeres”: la una Clara la “esposa”, a
la que se ha propuesto decididamente “redimir” pero cuyo rechazo sume a la Aldán
en un conmovedor proceso de desprecio de sí misma y afán de perfección personal
en que llega a creer que puede convertirse en alguien como su hermana Inés, una
de tantas beatas de esa España que buscaban enajenar en la espiritualidad sus
insatisfacciones de solteronas, la otra Rosario “la amante”, a la que le
conduce un instinto que recrudece sus malas relaciones con Don Cayetano y cuya
definitiva resolución carnal solo se sugiere. Dicha ambigüedad continúa en unas
escenas finales en que no llega a saberse si Rosario ha llegado a cumplir su
proyecto, con “bebedizo” de bruja incluido, de rescatarse a sí misma
engendrando un hijo de Carlos o el desenvainado definitivo de sables que supone
la escena final de su disputa con Don Cayetano, quien llega a su casa con la
firme intención de agredirlo y acaba humillado hasta el punto de tener que
reconocer su manifiesta inferioridad intelectual y moral con una tentativa de
“pacto” que no es sino el retorno a sus intentos iniciales de anularlo sin
necesidad de confrontación (le había propuesto, sin éxito, convertirse en
médico de su astillero… un trabajo precisamente de astillero de Onetti) y que,
fracasado, no hace más que obviamente avivar su resentimiento. Queda el odio
encendido pues para una siguiente entrega y también la devoción del
lector…aunque no me gusten las partes de trilogía que no parezcan resultar
unidades perfectamente concluidas y ensambladas en sí mismas, a la medida de
Nagib Mahfuz o Ramiro Pinilla.
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