Isherwood es uno de esos escritores que presenta un perfil
biográfico y artístico que no pueden sino atraer de inmediato: británico
cosmopolita, amigo de Auden (con quien llegó a escribir obras en colaboración),
de una permanente inquietud intelectual que le llevó a militar en ideologías
tan dispares como el comunismo y el hinduismo espiritualista de sus últimos
años (llegó a escribir una biografía de Bhagavad-gita), de obra breve pero
excelente en la que despunta la Trilogía
berlinesa (amén de la homoerótica Christopher
y su gente) que inicia esta novela y que dio base argumental a películas
tan conocidas como Cabaret. Genial
desde su misma indefinición genérica (la obra se podría leer como una colección
de narraciones breves interrelacionadas pero a la vez autónomas entre sí y a la
vez como una novela gracias a los hilos de coherencia temática y estilística
que existen entre ellas), el libro combina la mejor literatura autobiográfica
con el atinado retrato de la decadencia de una cultura y un entramado
histórico, el Berlín (y por extensión toda Alemania) de entreguerras, en el que
se empieza a descomponer una superficie fascinante de bohemia, vida nocturna y
efervescencia cultural bajo el cual se ha ido labrando, de forma casi
inadvertida pero implacable, el monstruo del totalitarismo cuyas consecuencias
no hace falta glosar. Este proceso concreto de corrupción social y política
está perfectamente dosificado por el autor: se apunta ya en la primera parte
del Diario berlinés(en la que
Christopher contacta en una pensión con varios personajes del mundo nocturno,
prostibulario y pseudocultural de la ciudad, por medio de personajes como la
cantante Fraulein Mayr capaz ya de actos de extremo sadismo contra los judíos
que aún quieren emascararse con “motivos personales”… parte en la que, por
cierto, mejor se aprecian las cualidades descriptivas y poéticas del estilo de
Isherwood (“maestro en la construcción de la frase y del párrafo, con un
infalible sentido del ritmo y del fraseo narrativo”, lo califica
acertadamente Javier Alfaya) que luego
se echan un tanto de menos y reparecen plenamente, en otro acto de coherencia
estilística, en la parte final del diario), se sostiene mediante personajes
aislados como el médico de En la isla de Ruegen y el Lothar de Los Nowak, caso especialmente aterrador
por ilustrador la capacidad del fascismo para seducir a personas esencialmente
bondadosas, con sentido de la responsabilidad civil aunque escasa inteligencia
que se convierten en verdugos a los que apenas se les puede reprochar nada por
ser decididamente bientencionados, tiene su ejemplo más sangrante en el
asesinato del empresario judío que se narra en Los Landauer (a mi gusto, y a pesar de su trascendencia para el
conjunto de la narración, la parte menos lograda del libro) y culmina en la
agobiante sensación de derrota, punteada de escenas de creciente violencia e
inhumanidad, que transmite la última
parte, tras la que solo queda el abandono de la ciudad por parte del autor
entre el más absoluto desencanto. Redondean el conjunto dos “novuelles”
perfectas y plenas de emoción: Sally
Bowles, (que reparece como “personaje de reparto” en la parte de los
Landauer, en una suerte de “nudo balzaciano”), desnortada niña bien inglesa, el
personaje que más justificada fascinación ha despertado entre el reparto de la
novela de Isherwood, comparable (en perfil humano e impecabilidad de su retrato
) a una Holly Hunter de Truman Capote, muchacha esencialmente bondadosa, llena
de espontaneidad e ingenuidad encantadora, cuya fragilidad y nulo talento
artístico, pese a sus delirios de diva, la aboca a una vida no explícitamente
asumida (pero finalmente efectiva) de prostitución y dependencia de los hombres
(edificante episodio del millonario que la seduce, y en parte también al propio
Christopher, para finalmente abandonarla), que entabla con el escritor una
relación de sentimientos ambiguos y llenos de alternativas (el rencor y hasta el afán de revancha, dejándola en
manos de un timador y arribista a la caza de jóvenes con ansias de triunfar, de
Christopher tras ser depreciado por ella en uno de sus momentos de
envanecimiento ) hasta que desparece, disolviéndose en el aire de
provisionalidad que envuelve su existencia y En la isla de Ruegen, otro inquietante retrato de joven adinerado
lastrado por inseguridades y traumas personales alimentados en la familia, las
instituciones educativas y el conservadurismo cultural (más complejo e
interesante que los perfiles más planos de niños pijos y caprichosos que había
tenido Isherwood como alumnos de inglés en la primera parte de la novela) que
entabla una relación homosexual de dependencia patológica con Otto, bisexual,
vividor y hedonista que se venga continuamente del acecho y el amor castrante
del otro en una recaída continua en el desprecio y la infidelidad hasta el
abandono definitivo, motivo que enlaza con Los
Nowak, un memorable aguafuerte de histeria doméstica (alcoholismo, intensas
relaciones filiales de amor y desprecio, rendición al efecto manipulador de las
ideologías fascistas en el citado caso de Lothar) narrado durante la estancia
del escritor en la casa del joven que va apuntalando el ritmo de agobiante
desesperanza que ya no decaerá hasta la conclusión del libro. ¿Algo más que se
pueda añadir para rubricar la sentencia de “obra maestra”?: sí, que la
traducción la realiza Jaime Gil de Biedma.
2 comentarios:
Juntos estábamos cuando compraste la novela, en aquel mercadillo de León; presentías que su lectura te iba a fascinar y así ha sido. Te recuerdo que prometiste pasármela. La espero con ganas.
Vi hace unos meses "Christopher and his kind, película sobre sus andanzas berlinesas con auden como cicerone. La novela, hace cinco o seis años, y fue un gran descubrimiento.
Publicar un comentario