Frutas y banderas tiene para mí uno de los arranques más
gozosos que no siempre se presta a regalarte un libro: la frustración de las
expectativas previas sobre él. Conocedor (aunque no tanto como me gustaría y ni
siquiera a título personal) de Paco Moral, de cómo el compromiso ético y social
y la afectividad se acuerdan en él para
asentar sus cimientos humanos más
reconocibles, había fabulado en este poemario una división radical entre “banderas”
como textos de poesía que podríamos denominar “civil” y “frutas” como versos de
tono más hímnico, más hedonista y celebrativo que precisamente lograran su
pleno sentido en su condición de refugio ante esa opresión. En el caso de que
el libro tuviera esa estructura (que creo no tiene, al ser de un tono esencialmente elegíaco y no
reivindicativo), no existiría esta distinción tan manifiestamente ingenua: poemas como el inicial “Luego vino el otoño” o
“La memoria herida” (conmovedor en ese afán de autonegarse el tiempo robado por
la represión) revelan que el testimonio social y su sentimentalidad son
inseparables, que precisamente la memoria de unos años de infancia, de
crecimiento entre los límites de un mundo de hipocresía moral y libertad
castrada (resumida en versos de impecable expresividad como ese “el púrpura del
palio de los muertos” del primer poema
citado) es la que ha predispuesto su
interior para la vulnerabilidad pero también para la infinidad de formas de
desdecirla que sabrá enunciar. Volviendo a esa vena elegíaca que se antoja el
eje vertebrador de estos poemas, pocas veces encontrará el lector un libro donde
esta temática, la única de vigencia imperecedera, se le sugiera con tal
cantidad de matices, con tal variedad poliédrica: ahí están la desesperación (“Cuentas
pendientes”, “Vuelta a la casa de la playa”, cuyo final no puede sino recordar
a ese “triste, cansado, pensativo y viejo” con que Machado sentenciaba su
soledad tras la muerte de Leonor), un escepticismo que lleva a la inversión
paródica de los tópicos vitales más asentados (“Constataciones”) el repudio de
la muerte como una maldición que arrebata posesiones casi tan valiosas como la
propia vida, como la sugestión del misterio (“Miscelánea”) o cualquier intento
de énfasis intelectual o sentimental en que haya querido cifrarse su sentido (“Vehemencia”),
pero también su salvación en la trascendencia de la cotidianidad (“Desconocido”)
de la naturaleza (“Cuerpo a tierra”) o un simple dejarse ir sin extremos
dramáticos, tan sólo con un sufrimiento amortiguado que revela a la vez
elegancia y dignidad (“Certeza”). Y, como en cualquier otro libro de Paco
Moral, el amor no podía sino hallar su sentido en el recuerdo, en ese pulso
personal de atreverse a verificar cuanto
el tiempo ha devastado: resulta emocionante que siendo consciente de su
fragilidad, de saberlo regido por una
distancia que llega a crear nostalgia de la extinción (“Sueños ajenos en
propiedad”) o casi una estrategia provisional para ganar tiempo, para acallar
la angustia mientras se busca un asidero más sólido que nunca llega (“Redención”), se le pueda celebrar con tan rotunda fe en la consumación (“Llegarán los días”)y
alzarlo como más que una voluntad de
resistencia, casi una insurrección contra el tiempo (“Máquina del tiempo”) en
el que los recuerdos más traumáticos se desvirtúan para convertirse en ofrenda
sentimental (“Un tiempo que fue”, que
evoca al Baudelaire de “Una carroña”, aunque carezca de esa concesión
salvadora). Igual versatilidad muestra el autor al afrontar cuestiones
habitualmente amenazadas por el tópico, como la escenografía del llamado “realismo
sucio” (que aquí no sólo se presta a la expresividad dramática en poemas como “Paseo
de los borrachos” sino también a esa ansia de evasión y fabulación sentimental
a través de los “placeres artificiales” que regala “Licores”) o ese coro
interior de voces de uno mismo que Borges llamaba “otredad”, que aquí apunta
simultáneamente al conflicto de la incomunicación íntima (“Otro yo”) pero
también a una antitética preservación de la identidad (“Atajo”)…. lo que hace
echar de menos un desarrollo más amplio de otras líneas temáticas que han
quedado sólo sutilmente esbozadas. Es el caso de lo metapoético, tras leer
textos tan lúcidos como “Dudas” y su
concepción de la poesía como un ejercicio de confusión de lo lírico, el
compromiso o la simple intrascendencia por sospecharlos hermanados en la misma
nada que significan o “Contrato” con ese desencanto vital sugerido a través de
la capacidad de parodia de la gravedad burocrática,…. aunque un libro de Paco
Moral sobre las interioridades del lenguaje podría ser potencialmente
perturbador, como parecen evidenciar los poemas que lo retratan en su desgaste,
su paradoja dramática de incomunicación (“Parodia de los amantes”)o , peor
aún, como la única herencia verificable
(y vana) que ha dejado el amor (“Palabras”). Termina el libro con
un “Acuse de recibo” integrado por uno
de sus mejores poemas, “Milagro en una esquina para un lector incierto” que,
como un resumen de ese talento para el claroscuro, para el juego antagónico
entre la tristeza y su negación que ha demostrado , integra una gran verdad (el
amor del lector es frágil, en cuanto lo condicionan el acecho del azar y la
dispersión vital) y una rotunda mentira: esa hipotética recepción de este libro como un acto fortuito bien podría
valer para un desconocido o un posible lector futuro; los demás nos acercaremos
a él no sólo voluntariamente, sino guiados por algo más que el afecto, por la certeza de encontrar ese aliento de
honradez y autenticidad vital que
pervive más allá de la propia literatura.
ALAN SILLITOE: "La soledad del corredor de fondo"
No tengo los suficientes datos sobre la formación literaria
(si es que tenían alguna… al menos Ian Curtis , cuyas letras demostraban que
era un hombre tan leído como atormentado, sí) que pudiera influir en la
generación de músicos ingleses del punk-new wave de finales de los setenta y
principios de la siguiente década para configurar su estética del desencanto y
el escupitajo pero, desde luego, aquí (y al parecer también ya en el primer
libro de Sillitoe, una novela no menos mítica que esta colección de relatos
cortos: Sábado por la noche y domingo por
la mañana, también publicada en España por Impedimenta) ya tenían
todo lo esencial, esa escritura hecha desde la rabia y la visceralidad
(¿recibiría a su vez Sillitoe la impronta de Salinger, cuyo “The catcher in the
rhy”, con quien le unen tantas afinidades temáticas y estilísticas , se había
publicado sólo ocho años antes, en 1951… tal vez no, pero es tan difícil no
cotejar con Salinger cualquier otra novela sobre el drama íntimo adolescente
que se haya escrito después que él…), en claro contraste con el tono más tópica
de cierta progresía liberal e izquierdista, cuyo retrato le dejo al autor del prólogo,
Kiko Amat (buena elección de la editorial, tanto por su talento como narrador
como por sus conocimientos sobre la música rock que ya hemos dicho podría
hermanarse en espíritu con este libro), que lo hará mucho mejor: En “La soledad…” tampoco cae la ambición
reformista de los pretéritos de clase media-alta, ni tampoco la épica
trabajadora de los primeros autores socialistas, con sus personajes proletarios
llenos de nobleza, coraje, ingenio y voluntad de mejora. Lo que distingue a
Arthur Seaton y Colin Smith de todos aquellos “probos y honrados trabajadores”
previos es su GRAN IRA”. Ya el magnífico relato titular lo tiene todo, esa
historia del joven criado en un entorno deprimido e insatisfactorio a nivel
material y emocional que recala en la delincuencia (si se le puede dar nombre
tan altisonante al robo más que inocente del cajón de una panadería junto a un “colega”
tan desnortado, aunque paradójicamente librado del reformatorio por resultar “encantador”
y “frágil”, como él) y al que el
ambiente de sobreprotección y buenismo hipócrita con el que se le pretende
redimir no hace sino confirmar su vocación no sólo de vivir al margen del
sistema sino de cuestionarlo y agradirlo a la más mínima ocasión (el final no
deja de recordarnos al de El buscón
de Quevedo… con el personaje desdiciéndose del tópico arrepentimiento para “volver
a las andadas”, en este caso más por decisión personal que por la
predisposición fatalista que casi se atribuía el pícaro del madrileño). Para la
antología de la literatura moderna esa escena final en que Colin, al final de
la carrera tras una dedicación al atletismo que le permite evadirse de su
opresión cotidiana y encontrar los momentos de soledad precisos para llegar a
su identidad a partir de la reflexión sobre sí mismo y el mundo, decide dejarse
ganar para frustrar las expectativas de los bienpensantes que aspiraban a
utiliza su victoria para anotarse un tanto como redentores de la juventud
problemática. Otros dos relatos completan este perfil de una juventud abocada
al desencanto: el brutal Una tarde de
sábado, sobre la “mala educación” de un niño que recibe en un solo día dos
lecciones magistrales de vida; una sobre el cerco de la decepción que se lleva
a extremos trágicos (hombre en paro y abandonado que se intenta suicidar delante
de él) y otra aún peor sobre el histerismo moral y la falta de respeto a la
libertad individual cuando el suicida sea detenido por atentar contra su vida
(en otro memorable acto de chulería típico de los “héroes” de Sillitoe, el
personaje impone su libertad para elegir muerte (I choose death… que diría Virginia Woolf) arrojándose desde la
ventana del hospital psiquiátrico a que ha sido conducido por las hordas
salvadoras) y Declive y ocaso de Frankie
Buller, pieza perturbadora sobre el hombre ya en tránsito a la edad adulta
pero anclado en una infancia-adolescencia peterpanesca, de fascinación ingenua
por lo bélico y su falso brillo de virilidad, que se deshace brutalmente en
contacto con la guerra hecha realidad y no juego y la sordidez de los
sanatorios mentales . El resto de los cuentos, de igual calidad y capacidad de
impacto emocional, compone un álbum de cromos tremebundo de perfectos “losers”,
hombres que fracasan en su intento por hacer sobrevivir su humanidad por la
imposición de la fatalidad (Mr Raynor, el
maestro de escuela, con ese profesor de secundaria intentando evadirse del
desencanto de las clases en que debe imponer su autoridad en la contemplación
de unas jóvenes dependientes, fantasía sobre la que pesa el lastre luctuoso del
recuerdo de la muerte de una de ellas, la que copaba, claro está, sus
ensoñaciones), por la oposición de la citada histeria moral (es el caso del Tío Ernest, hombre regresado de la
guerra con la peor marca posible (no la enfermedad o la muerte, sino el
sentimiento de culpa por no haber caído en garras de la una o la otra que hace
imposible sobrellevar la vida que no se cree merecer; al que las mentes
podridas privan de su última posibilidad de realización personal en su amistad
del todo inocente con unas niñas con problemas familiares) por ser víctimas del
chantaje y la manipulación emocional (la conmovedora historia de La deshonra de Jim Scarfadale, y ese
hombre asolado primero (y después, porque la historia concluye en una
inquietante circularidad que rubrica la rendición del personaje) por la
sobreprotección maternal y luego por el cinsimo de la típica niña rica (parece sacada de la
memorable “Common people” que escribió Jarvis Cocker para Pulp) que se fuerza a
sí misma a empatizar con el obrero para caer en lo “cool” de lo
intelectualmente correcto hasta que sienta la necesidad infantil de romper su
juguete) o por haberse dejado arrastrar por una degradación que convierte la
hipotética víctima en verdugo al carecerse de la inteligencia o la sensibilidad
para preservar de ella la propia dignidad personal (el protagonista de El partido, artífice de una pesadilla
doméstica de maltrato físico y psíquico que se desata por lo más trivial (como
el resultado de un partido de fútbol) hasta ganarse un merecido abandono). De
todas, quizá la que más me conmociona es El
cuadro del barco de pesca, porque revela que incluso la piedad más
conmovedora es inútil, con esa historia del hombre abandonado que se decide
años después a comprometerse en la ruina humana y personal de su esposa, y su
huella queda borrada por una impronta más poderosa como es el remordimiento
tras la cobardía (su incapacidad de apreciar los indicios de que deseaba volver
con él y el darse cuenta de que estaba dispuesto a hacerlo cuando la tragedia
se consume y sea ya demasiado tarde). Coda final para caracterizar el estilo,
el esperado en este tipo de literatura: antirretórico, coloquial, con talento
para el humor y la corrosión irónica, que desprende esa sensación de
autenticidad que a menudo es preferible a lo más lírico o la más lograda (o
mejor dicho, buscada)exquisitez formal pero que quizá no acabe de agradar a los
poco predipuestos a dejarse hechizar por
el tipo de literatura, cuyos rasgos canónicas y “de manual” cumple por lo
general, con la que puede relacionarse el libro.
DOS REVISIONES MODERNAS DEL MITO HOMÉRICO: "La tejedora de sueños" de Antonio Buero Vallejo y "Último desembarco" de Fernando Savater
La tejedora de sueños es otra muesca genial más en la trayectoria de Buero y la
evidencia, por si era necesaria todavía alguna más, de su infinito talento para
convertir ambientaciones históricas y culturales (por ejemplo, Las Meninas…
y eso me recuerda que debería leer, entre otras muchas, La detonación)
en metáforas de calado universal. Sin prescindir del aura clásica, el autor se
permite ciertas libertades sobre del texto homérico para adaptarlo no sólo a la
visión del mundo que quiere transmitir sino a las obsesiones más particulares
de su mundo literario (la conversión de la nodriza Euriclea en una de esas
“ciegas con percepción” que tanto abundan en su obra, como una anciana
entregada a la premonición intuitiva de la tragedia antes de que esta se
consume), tales como la figura del pretendiente ético Anfino, ligado por lazos
afectivos a Ulises (hijo de un lugarteniente suyo)y ,desde la humildad de su
condición de desclasado social frente a la soberbia jerárquica, del resto de
aspirantes a la mano de Penélope, capaz de vivir el amor con una inocencia y
noble capacidad de entrega que le hace sobrevivir a la ficción de la fidelidad
amorosa de la reina y el abierto desprecio de Telémaco, incapaz de perdonarle
la devoción que por él siente Dione, la mujer a la que ama obsesivamente, y una
supervisión paternal que es una ofensa para su necesidad adolescente de
reafirmación viril (además de, se sabrá después, su cierta intuición sobre la
pasión correspondida que profesa a su madre). Y el uno y el otro no son sino
antesalas del extraordinario trabajo de desmitificación y adaptación a una
sensibilidad ética y social modernas que realiza con el personaje de Penélope:
antípoda de la mujer sumisa, la esposa fidelísima o de la soñadora impenitente
(de ahí el título de la obra) que da primacía a la fabulación de un amor
perdido frente a las exigencias puramente pragmáticas de su condición de
gobernante de un país progresivamente arruinado por la inmoralidad de sus
pretendientes (así la percibe Dione, única criada con cierta conciencia social,
(de la que carece Penélope, aunque se le perdone por su coraje sentimental)
capaz incluso de favorecer el matrimonio de Anfino y la reina y humillarse a la
condición de “la otra” como única manera de favorecer un orden que conjure la
amenaza de la ruina total), Penélope es una mujer consciente de sí misma,
sabedora de su legítimo papel de víctima en un mundo en que las de su género
son piezas de atrezzo que pueden arrinconarse ante cualquier mínima exigencia
de la necesidad vanidosa de confrontación de los hombres (… la odiada guerra de
Troya… culpa a la par de Helena y de los varones que la utilizan como pretexto
para expresar su mezquindad y su falta de arraigo en los auténticos valores),
que no sólo no juzga sino empatiza con Climtemnestra (astutamente, el
mendigo-Ulises, cuenta nada más llegar la historia de Agamenón para comprobar
la persistencia de la fidelidad de su mujer… trampa en la que ella, mucho más
inteligente, no cae) y cuya astucia, el mítico ardid de la mortaja tejida y
destejida a la noche, no persigue el engaño sino la realización de un ideal
amoroso (sabedora de que solo Anfino resistirá, por la autenticidad de sus
sentimientos, al tiempo de espera, se entrega a una trampa en la que está incluso
dispuesta a arruinar el reino de Ítaca para que el resto no lo asesinen cuando
se convierta en rey por considerar que ni su mano ni el lugar son ya un buen
negocio). La conclusión de la obra es totalmente redonda: descubierta su
estrategia, Penélope tiene que aceptar el concurso de arco propuesto por el
“mendigo” en colaboración secreta con Telémaco, que ha descubierto hace tiempo
la identidad de su padre, y, progresivamente eliminados los rivales, la reina
se traiciona intentando proponer para Anfino una prueba más asequible que le
garantice la victoria. Vengados los traidores por Ulises, Anfino confirma su
rotunda dignidad personal dejándose prácticamente inmolar una vez han fracasado
sus aspiraciones sentimentales y Penélope, aunque incapaz de acompañarle en ese
destino que es la única posibilidad de autenticidad para su vida futura, antes
de rebajarse al fingimiento del rol de esposa sumisa, encuentra el coraje para reprocharle su odio,
su cobardía por llegar al reino amparado en la protección de un disfraz que
adopta a sabiendas de que el tiempo han minado tanto su belleza como su
fortaleza física (la obra tiene una intensa vena existencialista que hace casi
las funciones de subtexto de la reelaboración del mito clásico) y haber
ejercido la venganza sobre un inocente que siquiera ha intentado defenderse… y
hasta para la fabulación de un mañana utópico en que se respete la diginidad
femenina… todo deliciosa y trágicamente entreverado (detalle genial) entre los
cantos de una rapsodia que consagrará para la posteridad la falsa mitología
sobre la perfección conyugal de Penélope.
Último desembarco es la versión teatral de “La Odisea” del filósofo y escritor vasco
que, por su capacidad para desmitificar el clásico y a la vez perpetuar su
esencialidad como historia cuyo subtexto es la misma condición humana, merece
contarse entre las mejores versiones contemporáneas de la épica homérica.
Encontramos aquí un Ulises diametralmente alejado de su condición heroica,
melancólico, desnortado por los azares trágicos y el dolor hasta el punto de
perder la conciencia de su identidad y hacerse encarnar de forma dramática el
nombre de “Nadie” que le había sugerido su astucia y su sentido de la ironía
durante la famosa aventura de los cíclopes. En una playa de Ítaca adaptada a la
escenografía de la posmodernidad (un chiringuito de playa que sirve bebidas y
tapas en el que trabaja un camarero que se revelará finalmente como una de las
metamorfosis de la diosa Atenea), va asistiendo a cómo el paso del tiempo ha
sido implacable con la memoria heroica que en principio le pertenece: le llegan
noticias de cómo Penélope (que no aparece en la obra), lejos de su rol de
esposa casta y melancólica, disfruta con el cerco erótico de sus pretendientes
y está a punto de contraer matrimonio, ve cómo Euriclea, retratada como un
divertido vejestorio beodo, no le reconoce y confunde su identidad con la de
otros personajes con los que no le había unido ese lazo en principio irrompible
de la infancia y la primera inocencia y, decepción primordial, cómo su hijo
Telémaco (que tampoco es capaz de reconocerlo), convertido en un intelectual
regido por los firmes ideales del estoicismo y el “vanitas vanitatum”, se niega
a caer en los tópicos del orgullo viril o el concepto externo de la honra
(sabio, muy sabio…), asume con pasividad indiferente su inmediata pérdida de su
derecho al poder y la riqueza a favor de una vida consagrada al descubrimiento
interior y, más aún, da como buena la ausencia de su padre, al que ya no le une
no sólo ningún afecto sino ninguna mínima posibilidad de empatía al
imaginárselo como poco más que un arribista, un bucanero que surca los mares en
guerras guiadas por la más vil ambición.
Y es precisamente este desprecio (concepto muy asociado a la revisión
moderna de los mitos homéricos si recordamos, por ejemplo, la excelente novela
de Alberto Moravia) el que actúa quizá de peculiar “electroshock” para que
Ulises recobre su energía y, tras rechazar la eternidad que le ofrecía Atenea a
cambio de la persistencia en una vida de continuo exilio (exterior e interior)
, de Odisea alargada a perpetuidad y se decida a entrar a la ciudad dispuesto a
una lucha por sus derechos conyugales, ecónomicos y políticos que no son sino
un pretexto para la restauración de la propia identidad.
MARK TWAIN: "Las aventuras de Huckleberry Finn"
Nunca es tarde para cancelar una deuda pendiente, ni menos
para darle la razón (otra vez) a Faulkner y corroborar que, en efecto, en Mark
Twain ya está contenido todo lo que haría grande a la narrativa norteamericana
en el siglo por venir, la misma cuyos efluvios ya intuías en la infancia con
ese Las aventuras de Tom Sawyer convertido en el libro de horas de tu
niñez provinciana. La historia continúa por donde quedó aquella, con Huck en la
“cumbre de su buena fortuna”, con una confortable posición económica que parece
sacarle de la mendicidad… pero que atrae sobre él el acecho de su más íntimo
terror: la amenaza de que lo integren a la civilización. Entre la sobreprotección
maternal de la viuda y la moral castrante de su hermana solterona cuyas
contradicciones Huck, casi analfabeto, sabe desmontar con inteligencia
endiablada con los dos únicos sentidos necesarios para vivir (el del humor y el
llamado “común”), la vida junto al padre alcohólico y vagabundo, desarrollada
en la anarquía y la repulsa a la norma a la que aspira, parece casi atractiva
de no ser porque pasa por el abuso físico y moral… así que solo queda una de
sus clásicas huidas, en este caso junto a Jim, negro que escapa de la casa con
la esperanza de recalar en un estado norteño tolerante con la esclavitud al que
pueda llevar a su familia. Desde luego que Jim no es Tom Sawyer, no es el compañero
audaz e ideal de la aventura: ingenuo, con un perfil timorato continuamente
alimentado por la tendencia a la superstición de la incultura; Huck se debate
entre la tentación perpetua de vacilarle y la de quedar conmovido por su
nobleza que va alternando sin que deje de resultar emocionante que, educado en
una moral reaccionaria que le hace sentirse encubridor de un delito al permitir
y facilitar su huida, rechace todas y cada una de las muchas oportunidades que
tiene de entregarlo a la justicia y hacerse simultáneamente con una recompensa
de dinero y afecto en el corazón podrido de los hipócritas. Está en Jim, desde
luego, la única mácula que no puede dejar de encontrarle un lector moderno al
libro la misma, por más que la calidad literaria de Twain esté a años luz, que
lastró las novelas de Beecher Stowe: la perpetuación del mito del negro como “buen
salvaje”, noble pero de manifiesta inferioridad intelectual, al que hay no solo
que agredir sino querer más por su indefensión que por su consustancial derecho
a la dignidad como hombre. Por lo demás, es una rotunda obra maestra, tanto en
el retrato implacable de las miserias coyunturales del sur americano (sobre
todo durante la estancia en la casa de los Grangreford, idílica estampa
familiar redondeada con el punto de decadentismo estimulante de la memoria de
una hija adolescente artista fallecida, única tentación sincera de Huck de
rendirse a la convencionalidad, que se deshace brutalmente en la imposición de
la violencia irracional de las luchas de clanes a lo Puerto Urraco) como en su
sabor picaresco, plenamente emparentado con la propia vida vagabunda,
pluriempleada y andariega de Twain, que deja momentos hilarantes como todos en
los que Huck se ve obligado a mentir y enredar ficciones en que su esencial
ingenuidad queda delatada entre la sonrisa de ternura del lector y, sobre todo,
dos personajes legendarios como “El Duque” y “El rey”, finísimos retratos de
toda esa casta de timadores, charlatanes y embacaudores asociados a la sordidez
rural americana con los que Twain toca techo como creador de situaciones
precursoras de la comicidad del absurdo, humorista plenamente capacitado para
la parodia, especialmente de los registros de la “alta literatura” (esos
pastiches de Shakespeare que arman los dos sinvergüenzas en sus “representaciones”)
y ferviente devoto de la auténtica caridad, como relatan los escrúpulos morales
de Huck que finalmente le llevan a posicionarse con los más débiles cuando sus
compañeros de correrías logren suplantar la identidad de un fallecido y engañar
a unas jóvenes indefensas para apropiarse de su herencia. El final, aunque de
desarrollo un tanto previsible y retardado en exceso, no deja de resultar
igualmente delicioso, con ese juego de las identidades falsas entre Huck y el
súbitamente reaparecido, como “deus ex machina” del delta del Mississippi, Tom
y sobre todo, con el cómico repudio de
este a la facilidad y cómo su mente privilegiada, encendida por la literatura
de aventuras y su necesidad innata de que cualquier vivencia suponga en reto
para poner a prueba sus evidentes aptitudes, consigue armar una sofisticada
estrategia para conseguir la emancipación definitiva de Jim… que para entonces
ya había conseguido su libertad por una disposición testamentaria de la viuda. ¿Final
feliz? No, en un escritor de la talla de Twain tenía que ser necesariamente “abierto”
y ambiguo: rota la confortable coartada de que todo el mundo lo diera por
muerto, Huck vuelve al punto de partida, a un reto que se prevee ya será su
dinámica vital perpetua, la huida de la convencionalidad (ahora lo que acecha
es el cariño dulcificador de la tía Sally…) para preservar una espontaneidad
que lo convierte, bienaventurado él, en un animal sublime más que en un hombre.
ELENA QUIROGA: "Viento del Norte"
Partiendo de la base de que el “canon” de toda promoción
literaria necesita una revisión, una reescritura que deje de lado los
condicionantes puramente externos que determinan la ubicación de un escritor
para dar preeminencia a la palabra, la única realidad no erosionable por el
tiempo, está claro que la Generación de los 50 o Realismo social español es una
de la que los precisan de forma más acuciante. Dejando de lado casos
directamente sangrantes como el de Ramiro Pinillla y el menor medida el de
García Pavón, poco o nada tiene que envidiar, al menos en este título que en su
momento se hizo con el premio Nadal, la santanderina pero de adopción gallega a
nombres más influyentes y citados en las promociones siguientes como los
Laforet, Matute o Martín Gaite. Aunque quizá de factura demasiado “clásica”
para los gustos de unos años en que se empezaba a buscar una superación del
realismo tradicional, demuestra Quiroga poseer una prosa plástica,
exquisita, de equilibrada belleza que,
entre algunos excesos que se antojan la única pega que se le puede poner a la
novela (el arcaísmo lingüístico se hace puntualmente cargante en la
caracterización de personajes como Ermitas, la anciana criada), brilla en su capacidad
de sugerencia en la descripción de la naturaleza , en la recreación de
dialectalismos y giros populares de la Galicia rural que todavía conoció en su
infancia y juventud y sobre todo en el reflejo de ese entorno marcado por las
lacras de la incultura, la miseria y la superstición, en una mirada aprendida
del realismo gallego clásico de una Pardo Bazán, pero lejos de su expresividad dramática y sus
caídas en cierto “tremendismo” por el innato sentido estético de su autora.
Pero sin duda su mejor tanto está en la caracterización de los personajes y en
la coherente línea de evolución psicológica a que los va llevando hasta un
final realmente “climático”: de un lado Álvaro, que de inmediato pide ser
cotejado con el aristócrata de, por ejemplo, La ilustre casa de los Ramires
de Eça de Queiroz, hombre bondadoso y apacible que no se rebela contra los roles
marcados por su posición jerárquica pero los cumple de forma pasiva, como
cuestiones ajenas por completo a su corazón, dominado por una fascinación por
lo intelectual y lo libresco que, salvo en excepciones como su prima Tula
(triste muchacha tísica que, antes de su prematura muerte, se apunta entre el
clan como única posibilidad de realizar un matrimonio entre iguales respetado
por los de arriba…y hasta por otros tantos de abajo tan inexplicablemente
necesitados de jerarquías) no puede sino suscitar incomprensión en su entorno.
De otro Marcela, hija de una réproba, una adúltera, solo acogida por el amo y
por la vieja Ermitas, encarnación quizá demasiado obvia de la ética
consustancial al “pueblo” auténtico, que, despreciada por un mundo marcado por
la hipocresía moral y las tentaciones supersticiosas de la incultura, se
convierte en un ser primitivo en su más noble acepción, capaz de establecer una
comunicación interior, casi mística, con la naturaleza que recuerda a los
personajes hipersensibles de Gabriel Miró (de hecho, después de ser confinada
en un “convento” para evitar el escándalo de las malas lenguas, la decisión de
Marcela de contraer matrimonio finalmente con el señor no la marca el amor sino
el hondo sentimiento de fidelidad a la tierra). El amor le llega a Álvaro como
una de esas revelaciones fortuitas, como chispazos entre la más gris
cotidianidad, y la originalidad de Quiroga consigue convertirlo en una línea
argumental muy diferente al clásico deseo obstaculizado por desniveles sociales
y económicos (que sí sufren otros personajes, como su primo Miguel, enamorado
de una campesina, Saruca, cuyo matrimonio queda prohibido por la imposición de
Don Enrique, monstrenco machista que la autora parece presentarse con cierta
simpatía, como el odioso prototipo del “jerarca campechano” , que directamente
no comprendo) en tanto que para Álvaro, íntimamente ajeno a los prejuicios de
clase, entiende lúcidamente que la única jerarquía posible entre ellos la marca
el tiempo, un acecho de su vejez que el amor hace más torturante y gravoso que
lo convierte paradójicamente en el “inferior”, que trastorna su carácter y le
hace caer hasta en la irritabilidad y que, lleno de efusión erótica, le lleva
incluso a contraer matrimonio incluso desde la lúcida certeza de que sus
sentimientos no son correspondidos y Marcela solo pretende huir de un entorno
opresivo, la rutina y la disciplina del convento, que para un ser “animal” como
ella es directamente la pura negación de la vida. Incapaz de asimilar el “cambio
de roles”, una súbita posición de preeminencia a la que se le eleva no desde su
condición de persona humilde sino de objeto de desprecio de todos los de su
misma clase, Marcela es incapaz de amar y, con la mínima tregua de las
esperanzas de acercamiento afectivo que se abren con la maternidad, se instala
con su marido una permanente atmósfera de incomunicación, de silencio en que cada uno de los dos vive
alineado en su propia insatisfacción que no puede sino rubricarse de forma
trágica: una tarde, una disputa trivial (el que Marcela, como símbolo de su
incapacidad para asumir su nueva posición, acuda vestida como una campesina más
a la misa de funeral por el tío Enrique) hace que de la boca de la joven salga
la única palabra (“un viejo”, pronunciado con rotundidad y resentimiento
contenido) capaz de destruir a Álvaro que, enloquecido de dolor, monta con
furia suicida a su caballo hasta tener un accidente que desde entonces lo
dejará paralítico y hará cargar a Marcela con el múltiple peso de su sentimiento
de culpa , el odio de Ermitas, hasta entonces de trato con ella indistinguible
al de una madre por su amorosa capacidad de entrega y el de otros tantos de su
casta que han encontrado finalmente la coartada para expresar su antiguo odio
ahora intensificado por la envidia tras su ascenso social. Pero aún se reserva Quiroga para el final un
nuevo giro argumental que lleva la historia a límites aún de mayor intensidad climática... que debéis descubrir por vosotros mismos.:. En fin, una excelente novela pese a los citados
excesos de forma (usos arcaizantes, lirismo un tanto retórico en las descripciones, si bien son momentos parciales, puras muescas en una prosa de evidente calidad formal) que abre a partir de ahora una línea de investigación de estos
narradores (me interesan, como no, especialmente las mujeres) a menudo no incluidos
en las nóminas y recuentos oficiales: de la propia Quiroga, me intrigan novelas
como “La sangre” o “Tristura” (lástima que la mejor editada, en la colección
femenina de Castalia y con estudio de Amorós, trate sobre el tema de la
tauromaquia y en principio no me interese lo más mínimo) y habría que retomar “Nosotros,
los Rivero” y alguna otra de Dolores Medio para corroborar si las intuiciones
(que algún instinto para la buena literatura confío en que tuviera ya por aquel
entonces) de aquel lector adolescente que fui se ven refrendadas en este tránsito
a la madurez-decrepitud.
P.D: La ilustración no pertenece a la portada del libro, que me resultaba un tanto anodina, sino al cartel de la versión cinematográfica realizada en los años 50 por el director andaluz, que realizó buena parte de su obra cinematográfica en el exilio, Antonio Momplet.
JESÚS F.ARELLANO: "Las pequeñas"
Desde su misma, y posiblemente involuntaria ambigüedad
genérica, mitad cuento, mitad tebeo, mitad “novela de iniciación” (ojo, no
valen como referentes, por la espontaneidad y la falta de pretensiones con que
escribe Jesús F.Arellano, ni los modelos hispánicos de la narrativa de
personaje “alter ego” de Azorín o Baroja, ni menos aún el más rimbombante de
las ínfulas intelectuales del “bildungsroman” de la tradición germánica pero sí
ese tono de confidencia, de confidencia de un desconocido en la barra de un bar
de JD. Salinger y otros clásicos de la narrativa norteamericana del S.XX) pero
ante todo álbum de cromos sentimental (quizá esta es la definición más precisa,
no sólo por la voluntad de su autor de desmarcarse de esa ansiedad de tantos
por ser considerado artista sino por el papel central que ocupa la temática
femenina en el imaginario de la cultura pop (Pérez Andújar cita muy
acertadamente a The Beatles y se podría añadir a Bob Dylan y, en el mundo,
hispánico a Fernando Márquez “El Zurdo”, que recogió todas estas esencias para
dar forma a un disco tan inolvidable como “El eterno femenino”), esa
“sensibilidad camp”, reformulación de los principios del futurismo en torno a
las nuevas formas de ocio difundidas por los medios de comunicación de masas
que, si no fuera porque carece de esa vena experimental decididamente hermética
y en consecuencia elitista, podría ponerle en contacto con generaciones artísticas
en las que, por edad, podría perfectamente integrarse, como la de los
“Novísimos” poetas españoles) es este ya un libro del todo memorable. Con todo,
hay mucho más que reseñar y que admirar entre sus páginas: lo logrado de ese
tono falsamente “naif” (lección para tanto arte moderno que ha querido
apropiarse de ese sentido de la esencialidad obviando el pequeño detalle de que
la sencillez no puede entrar en contradicción con la hondura (si es que
pretendemos hacer arte mínimamente auténtico…) ni ser una coartada para
carencias técnicas o formativas) capaz de apuntar a temas esenciales desde la
humildad de solo transmitir la incertidumbre que suscitan y no querer aparentar
que se tiene vigor sentimental e intelectual para desvelarlos o el retrato de
lo femenino como vía de acceso a una serie de valores (por ejemplo, la
fascinación de lo enigmático y lo exótico en el protagonismo que alcanzan las
chicas de origen extranjero o el afán transgresor contra el orden y el
esnobismo cultural que representan chicas como Pili o la propia fascinación por
lo prohibido del protagonista en episodios como “Cinco internas”) que le
permitirán afirmar su identidad como disidente en un mundo que ya puede intuir
frustrará buena parte de sus expectativas. Pero entre todas las evidentes
virtudes del libro, yo me quedo sin duda alguna con el humor, que aporta no
solo sus típicas atribuciones de espontaneidad, ironía, y, mejor aún,
autoparodia, que lo convierten, como todos sabemos, en el “antioxidante” de la
literatura (este libro no se ha hecho prematuramente viejo desde la época en
que fue escrito y las cualidades citadas auguran su conservación en óptimas
condiciones por otras tantas décadas) sino que además se convierte aquí en una
insólita mecánica de redención: así, consigue deslizar una sonrisa compasiva
sobre los “defectos coyunturales” de cada uno de los sexos (en los hombres, esa
puerilidad permanente de aparentar fortaleza u ocultar la vulnerabilidad que
supuestamente fascina a las mujeres y que da lugar a impulsos hilarantes como
el de querer arrojarse como “espontáneo” a un ruedo taurino o convertirse en el
líder de una camorra de misivas intimidatorias; en las mujeres esos arrebatos
de ternura y protección maternal que pueden llevarse a un extremo de
irracionalidad que los convierte directamente en irritantes, como le sucede al
protagonista en “Cinco internas”) y, sin hacer crítica social ni política
explícita, un mundo, el de la posguerra española y la dictadura, cerrado,
opresivo, lleno de ojos acechantes de moral hipócrita en el que no es fácil o directamente imposible crecer pero que queda
difuminado por la convicción, llena de una inocencia que no se deja tentar por
el desencanto, de quien en está buscando
en el arte, los afectos (los amigos, el amor) o la simple euforia de sentirse
vivir y crearse a sí mismo, los propios cimientos de su supervivencia. Hace
poco, hablando precisamente con Rubén de esta obra, definía a su padre como un
“talento desaprovechado”. Me desdigo: frente a los aleccionamientos, (tan
superficiales y, sobre todo, tan malintencionados…) que recibimos desde
pequeños para rentabilizar nuestras virtudes, es evidente ningún talento tiene por qué
“aprovecharse”, basta con que reconforte al que lo tiene como una posesión
íntima que lo consuela y lo protege de la perpetua agresión del mundo; si Jesús
F.Arellano, insensible a las necesidades de sus potenciales lectores, no
escribió más libros como el presente es, con total seguridad, porque, además de
no necesitarlo, sabía (y aquí demuestra a cada paso lucidez de sobra para
alcanzar certezas de esa hondura) que el arte es una presencia que pervive
más allá de cualquiera de sus supuestos
actos de afirmación.