Diversas razones, al
margen de la preeminencia de su faceta como guionista de cine y el velo de
niebla que inevitablemente un talento concreto y genial puede echar sobre otras
manifestaciones de un artista versátil, permiten explicar cómo hasta día de hoy
la obra narrativa de Azcona sigue siendo, si no menospreciada, al menos poco
leída y estudiada entre crítica y público y se mantiene al margen de los
cánones generacionales a los que, por cronología y calidad literaria, pertenece
de pleno derecho (la promoción de narradores realista de la promoción de los
50, a muchos de los cuales conoció y tuvo por compañeros de trabajo y tertulia,
si bien su concepto del “realismo” es sustancialmente diferente al que prima en
esta generación…, mitad testimonio social, mitad cuadro costumbrista de tintes
ligeramente esperpénticos en el que asoma el “codornocista” que fue, y no digamos ya a la concepción decimonónica
del género). Entre ellos, una difusión de sus novelas escasa y en un formato
(las colecciones populares de novela humorística, si bien se atiene al concepto
cervatino (y posteriormente “gomezserniano”) del humor “serio”, como forma de
acometer desde la distancia irónica realidades inquietantes y hasta dramáticas)
ideal para ganarse el ninguneo de cierta crítica snob y sus prejuicios sobre
los géneros menores, la dispersión de su talento creativo y, quizá
principalmente, su propia personalidad de hombre humilde, reticente a la
exposición pública y las servidumbres de la fama, que le hizo incluso no dar
continuidad a Estrafalario/1 (nunca hubo una segunda parte), el proyecto
de edición de sus obras completas a instancias de Juan Cruz que podría haber
servido para acabar de enfocar plenamente su figura antes de su fallecimiento
en 2008. Esta versión de Cátedra recupera una de sus mejores novelas (otros de
sus títulos parecen también de lectura obligatoria, como Los muertos no se
tocan, nene o Los europeos, editadas hace unos años por separado al
margen de la citada compilación) aunque no en su versión original de los años
50, con la que un perfeccionista patológico y cruelmente autocrítico como
Azcona se sentía insatisfecho, sino una reelaboración posterior que considera
la versión “definitiva” que se alimenta de muchos de los hallazgos de su
magnífica versión cinematográfica de los años sesenta junto al director Marco
Ferrari.
RAFAEL AZCONA: "El pisito. Novela de amor e inquilinato"
VASILI GROSSMAN: "Todo fluye"
Tras una carrera literaria y periodística caracterizada
desde el principio por su decidida valentía (en principio, sus posteriores
verdugos comunistas de su país lo alabaron por sus crónicas de acontecimientos
históricos como la batalla de Stalingrado o su denuncia de la existencia de
campos de exterminio nazi) y sobradamente conseguida la posteridad literaria
con la monumental Vida y destino, aun tuvo tiempo Grossman en vida (la
edición del libro fue póstuma y de inmediato prohibida en su país natal) de
asestar la última bofetada contra un régimen totalitario en cuya inhumanidad
dejó dramáticamente abolida cualquier posibilidad real de soñar con un mundo en
justicia y regido por unos ideales liberales auténticamente sentidos. Años 30
en la recién nacida URSS: la propiedad privada y cualquier intento de
iniciativa económica personal al margen de la supervisión del Estado ha quedado
suprimida por la proliferación de los “koljos”
y la criminialización de los “kulaks” o propietarios, incluso los
menores que practicaban poco menos que una economía de pura subsistencia, a los
que se arrebata su condición de ciudadanos (y seres humanos) de pleno derecho
para convertirlos en carne de presidio, circunstancia que, frente a los
paradójicos ideales de justicia social en que intenta justificarse, recrudece
la situación del campesinado hasta situaciones de miseria y hambre dignas de la
más horrenda servidumbre feudal (de la que tanto sabía la historia de Rusia…),
se impone un criterio de “pureza” étnica en todo similar a la obsesión hitleriana
por la raza aria (¿hace falta recordar el compadreo que se tuvieron la Alemania
nazi y la URSS durante un tiempo, antes de convertirse en rivales encarnizados
a causa de las ambiciones de poder) que se expresa por medio de un sangrante
antisemitismo (aterradoras las escenas en que se obliga a los médicos judíos a
autoimculparse de crímenes que no han cometido para justificar su asesinato o
su confinación en campos de concentración) y el ostracismo o directamente el
genocidio sobre otras razas en un territorio tan extenso y complejo a nivel étnico
y cultural y, sobrevolando tanta miseria moral, la presencia de un Estado
castrante, un “gran hermano” totalitario que no sólo establece unos límites
dogmáticos de pensamiento que asolan la libertad sino que hace cundir el miedo
y la suspicacia y fuerza al individuo a convertirse en su cómplice mediante la
proliferación de los “chivatazos”, guiados por el fanatismo ideológico o,
tantas ocasiones, por la simple obsesión por medrar económicamente o encontrar
la ocasión de vengar agravios personales contra el otro. De este último libro
de Grossman no podemos decir que, en rigor, sea una novela: hay un leve hilo
narrativo que dota de coherencia al conjunto y se centra en la figura de Iván
Griegorievich el cual, tras más de tres décadas prisionero en campos de
concentración por disidencia contra el régimen, es liberado una vez muerto
Stalin para corroborar su desarraigo, la desaparición del mundo que fue suyo
(conmovedora la escena de su viaje a Leningrado en busca de los amigos de la
juventud, la mujer que fue su primer amor y todo tipo de vestigios que ya no
son sino ruinas del ayer) y, finalmente, ceder a la inercia de seguir
sobreviviendo tras aceptar un miserable empleo e incluso establecer algunos
lazos afectivos con la dueña de su casa de huéspedes que quedan prematuramente
rotos por la muerte de esta a causa de un cáncer. Resulta fascinante la
habilidad de Grossman para relatar cómo, sin necesidad de recurrir a la
agresividad (al contrario, a esa dulzura indolerente de quien sabe que ya no
tiene nada que perder) ni al ejercicio de un papel de víctima más que legítimo,
la simple presencia de Iván hace cundir el remordimiento y el dolor del eco de
la cobardía nunca curada en personas de su entorno, tales como su primo
Nikolai, que ha tenido una próspera carrera como científico a costa de la
absoluta sumisión estatal (y en cuya casa la ética de Iván ya no le permite
establecerse tras saberlo implicado en la mentira contra los médicos judíos) o
Pineguin, uno de sus delatores con el que un azar cumplidor de cuentas querrá
ponerlo en contacto en Leningrado. Al
margen de la peripecia del protagonista, se van hilvanando ciertos cuadros
descriptivos y narrativos, cuya relación con el drama íntimo y el pasado de
Iván posibilitan que no se rompa la coherencia en ningún momento y la obra no
parezca “deslavazada”, aguafuertes crudos y expresivos sobre las hambrunas “post-colectivización”
del mundo rural soviético (sencillamente desgarradora la que ofrece sobre la
situación del campo en Ucrania) o sobre la inhumanidad cotidiana de los campos
de concentración, similares a las que podrían leerse en una novela como “Un día
en la vida de Iván Denisovich” pero enriquecidas con ese punto de simbolismo y
tiento lírico que Grossman sabe filtrar de forma casi inadvertida entre el
testimonio del horror (el detalle conmovedor de que sea el sonido de una música
de violín, precisamente el único rasgo de belleza que le ha sido dado disfrutar
en un día a día regido por la crueldad más extrema, sea el que revele a
Mashenka, encarcelada por ser la esposa de un supuesto delator, la inminencia
de su muerte y la necesidad de abandonar toda esperanza). Las últimas páginas
del libro, antes del leve desenlace (que en realidad no es tal porque deja su
destino final abierto a una angustiosa incertidumbre) de la historia del
protagonista, tienen una orientación más ensayística que propiamente narrativa,
con un perfil sobre Lenin en el que ataca visceralmente contra ciertas “ternezas
de su espíritu” (su supuesta afición a la música, la literatura o el trato
afable con amigos y familiares) que se han distorsionado y utilizado interesadamente
para forjar su mitología y cierta reflexión de ironía desconsolada sobre la superioridad
espiritualidad rusa (vía una supuesta asimilación más auténtica del espíritu
cristiano, justificada en la ideología de autores como Tolstoi) que la
convertía en la líder profética para guiar a la humanidad al definitivo estado
de justicia y prosperidad universal, imposible debido a una falta de
aprendizaje de la libertad tras años de sumisión feudal que no podía sino llevar
a degenerar en tintes reaccionarios incluso a los sistemas nacidos en principio
de una inspiración de igualitarismo humanitario. Acaban de conmocionar al
lector dos detalles más antes de cerrar esta “novela” implacable: el carácter
visionario de todo sabio (su augurio de que nada cambiará tras la muerte de
Stalin y que la deficiente formación en libertad de su pueblo le guiará a una
perpetuidad de las actitudes totalitarias…. ¿qué pensaría ahora al contemplar
la Rusia conservadora, homófoba y castrante de Putin?... por suerte ya está a
salvo) y la hondura de su sentido de la dignidad humana mediante la facilidad
para la empatía con las debilidades de espíritu incluso cuando se manifiestan
en forma de actos reprobables, como la necesidad de “comprender”, buscando en
los traumas biográficos o las simples carencias coyunturales de sus mentes o
sus corazones, la actitud de los delatores en el capítulo que les dedica. Lo
dicho, entre deslumbramientos y ataques al corazón en poco menos de trescientas
páginas de las que se desea su final y su prorrogación indefinida la vez… ahora
si que ya no hay pusilanimidad que alegar para meterse de lleno algún día en el
festín definitivo de Vida y destino.
JULIA CONEJO ALONSO: "Muñecas recortables"
Leyendo este primer libro de Julia Conejo, se me iba
viniendo a la mente aquellas palabras que un crítico musical (lo siento, soy
incapaz de recordarlo… )acuñó para definir las canciones de Vainica Doble, sin
duda uno de los logros más felices de la cultura popular de nuestro país en las
últimas décadas, aquello de que eran “cuentos de hadas a los que no se les veía
el ogro… pero estaba”. Muchas serían las
semejanzas que arrojaría un cotejo entre
los poemas de Julia y aquellas perlas del pop español (la esencialidad del
estilo, un humor corrosivo con un punto desconsolado, la habilidad para
encontrar insólitos significados vitales entre detalles de la más sencilla cotidianidad
y, en general, la capacidad de sugerir una hondura sentimental y reflexiva desde
una rotunda vocación de humildad que da
a sus logros un aire conmovedor de
inconsciencia) pero, sobre todo, ese “falso tono naif” ( similar al de algunos
libros de Ana Merino, por buscarle algún referente en la poesía española actual), esa apariencia
de historias concebidas desde la ingenuidad entre las que acecha un zarpazo de
dolor que revela inesperadamente su sentido y tras el que autor y lector se
resignan simultáneamente a una lucidez que duele pero que paradójicamente es su
propio consuelo .Esta cualidad está presente ya desde el primer poema, Isla de Jersey, una estampa descriptiva
aparentemente inocua que, súbitamente, en unos versos finales con efecto de “electroshock”.,
queda fijada en lo más doloroso de la memoria sentimental, antesala de un libro
perturbador en que quizá el eje temático central, y el que le otorga su lograda
coherencia, sea la sensación de la autora de haber sido expulsada, por efecto
del tiempo y la contradicción de un crecimiento que no ha sido sino un desahucio de lo
verdaderamente esencial, de cualquier
forma de acceso a la inocencia, llámese infancia o amor (¿no son lo mismo?...),
que se nos relata con una heterogeneidad de ángulos entre los que alternan la
corroboración fatalista de la derrota (impresionante el final de “Corazones de
gominola”: Pero solo tropiezo con el
hombre/que ya no se dedica/a la fabricación casera de collares,/sino a la
destrucción de objetos cotidianos./Teléfonos,/cristales,/emociones,/promesas de
futuro…) con tonos que van de una irracionalidad dramática, rotundamente
expresiva, de tono alucinatorio (“En la otra orilla”, “Libros en el suelo”), impulsos
de insurrección que se revelan estériles (“Revolutionary road”) a la sentenciosidad lapidaria (“Medallas que
perdimos”) y una decidida energía de resistencia (“Las tortugas también vuelan”)
que se impone gracias a la certeza de haber logrado, entre la evidencia de
tanta ruina, haber hecho persistir algunas “armas” de la supervivencia
emocional, como una capacidad de entrega amorosa de una inconsciencia casi
suicida (“Hay en mi piel un exceso de ternura”) o de dejarse sugestionar por la
belleza para recrearse en lo sensorial y lo imaginativo (“Una vez viví en
Sevilla”); en general, una estética de contrastes que permite la creación de
estampas que acogen a la vez el horror y la convicción para desdecirlo (“El día
que cumplí dieciocho años”). Inseparables de ese vértigo de vulnerabilidad que
domina el libro son la capacidad de empatía con los desfavorecidos, fruto de
una honestidad para reconocerse la debilidad que posibilita que se conviertan
en motivos para expresar el propio conflicto íntimo (“Como los indigentes”) o
algunas de las pocas certezas que se han dejado apresar entre la incertidumbre
de estar vivo (“ Residencia de ancianos”) y permite cargar con toda legitimidad
moral contra los que cimentan su autoestima (y con ella sus abusos de poder) en
su incapacidad de reconocerse entre los
perdedores (“Héroes modernos), un tono paródico, de mordaz agresividad, contra
la artificiosidad de la cultura de los “mass media” (“Ikea”, “Telenovela”), que
crea paraísos artificiales y encajona a los hombres en patrones de felicidad
estándar con la intencionalidad hipócrita de salvarlos, la posibilidad de “proyectarse”
y convertir cada percepción del mundo en símbolo hipotético de uno mismo (“El
dolor de los barcos”… tal vez la pieza más hermosa y emocionante de todo el
conjunto) o la relevancia de los afectos filiales como única posibilidad de
redención (el emocionado recuerdo a la madre de “Semejanzas” que permite
culminar el libro manteniendo intacta su intensidad climática), especialmente
los hijos, los únicos ante los que se acepta someterse a la ficción de
felicidad que se ha convertido en dogma de la vida social (“Vosotros y yo”). En
fin, un libro tras el que no se puede regresar intacto….. pero al menos sí reconfortado en la
certeza tanto de la infinidad de flancos
vulnerables por los que puede atacarnos el dolor y, a su vez, de las no menos infinitas formas de piedad
para conjurarlo, es decir, poesía que se merece tal nombre.
EMILI TEIXIDOR: "Pan negro"
Apenas transcurridos
diez años escasos desde su publicación (una de las últimas novelas de su autor,
que falleció en junio del año 2012) es esta novela ya un clásico de pleno
derecho, que aúna prestigio crítico y popularidad (más por la exitosa película
de Villaronga filmada en 2009 que por el propio libro, claro) y, junto a Los
girasoles ciegos de Alberto Méndez y los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga
queda como la más conseguida reafirmación de la posguerra española como motivo
temático desde una originalidad y una exigencia estética que supera su
conversión en un tópico del realismo social más plano. Y, es que, sin dejar de
retratar con implacable lucidez un entorno social e histórico de tal crudeza, Pan
negro se va revelando como un relato
global de iniciación al mundo y a la vida que adquiere tintes de universalidad.
Su protagonista, el niño Andrés, es un hijo de “proscritos”, su padre es un
obrero represaliado en la cárcel tras su implicación en la guerra (y finalmente
fallecido por las condiciones inhumanas de su existencia allí antes que por la
sentencia de muerte que pesaba sobre él) y su madre, obrera de una fábrica,
vive consumida en la pasión amorosa que siente por su marido, que convierte su vida en peregrinaje
angustioso en busca de influencias y favores para salvarlo que obliga a que el
niño tenga que quedar finalmente en casa de sus abuelos, guardeses de una finca
señorial en el mundo rural catalán y secretamente comprometidos con la
clandestinidad del “maqui” junto al prior de un convento de frailes cercano con
que el autor retrata a la mínima parte (que existió) de la iglesia que
permaneció fiel a unas inquietudes de cuño republicano y liberal que obviamente
tenían mucho más que ver con el mensaje primitivo de Cristo que el viraje
totalitario que tomaron los líderes de la institución. En el aprendizaje humano
de Andrés junto a sus primos, especialmente junto a la Lloramicos, la otra “recogida”
por caridad de la familia (sus padres huyeron a Francia tras el conflicto para
salvar su vida tras su decidida implicación) alcanzan un papel esencial la
naturaleza (esas escenas de los niños jugando en las ramas de los árboles….cómo
no me iban a emocionar), sobra la que se alcanza una plena sabiduría al intuir
ya su superioridad moral sobre el hombre y la necesidad de este de dejarse
aleccionar por ella y prescindir de su complejo de ser inteligente y dominador
y el sexo, temido y a la vez ansiosamente deseado mientras se le espía en las
conversaciones de los adultos o los adolescentes, unido a cierta curiosidad
morbosa por el cuerpo como enfermedad (la fascinación de Andrés por los jóvenes
tísicos que recogen los frailes en el convento) o generador de impulsos atroces
(la pederastia del maestro de la escuela, el señor Madern, en quien se retrata
también ese otro drama del hombre condenado a fingir unas convicciones ajenas a
sí mismo para sobrevivir en un mundo tan marcado ideológicamente como el de la
educación) y que se va aprendiendo en los primeros tanteos inocentes con su
prima Lloramicos, entre cuya ingenuidad parecen intuir ya el auténtico sentido
del contacto carnal: el único acto en que los desarraigados pueden tal vez
sentirse parte de la condición humana con pleno derecho. Junto a este
aprendizaje de lo “ancestral”, asoma la podredumbre de un mundo marcado por la
soberbia y la violencia física y moral que ejercen las fuerzas vivas vencedoras
sobre las clases humildes (los continuos registros de la guardia civil en la
finca y, especialmente, el momento de la comunión de Lloramicos, que el párroco
fascista del pueblo quiere convertido en una “pasada por el aro” pública y
oficial de una familia de tan plena adhesión al enemigo), incluso en actos de
caridad que solo pretenden tranquilizar su conciencia y que malamente pueden
disimular su carácter profundamente interesado (el afán de los terratenientes,
los señores de Manubens, por acoger a Andrés tras la muerte del padre y proporcionarle
unos estudios…con la manifiesta intención de presionarlo para hacerlo sacerdote
y se convierta por tanto en un juguete de su obsesión por la apariencia de la
virtud) el peso de una moral hipócrita que alcanza dimensiones directamente
dramáticas en su opresión sobre la mujer (los casos de la tía Enriqueta,
criminalizada incluso por su propia familia por aspirar a una vida sentimental
en libertad y romper su compromiso matrimonial, conflicto que consigue
solventar con la afirmación de su propia identidad que supone escapar de casa…
algo que por desgracia no hace Felisa, la tía materna de Andrés, resignada a un
matrimonio sin amor como única manera de huir del destino quizá más cruel
reservado a la “solterona” en casa ajena), ambos temas implicados en un pulso
entre la permanencia de una vida tradicional ligada al campo y las expectativas
de libertad y progreso económico que los más jóvenes fabulan en el mundo moderno
de la ciudad y la fábrica… dramáticamente frustradas por la imposición brutal
de la guerra y la posterior represión. Las páginas finales alcanzan una plena
intensidad emocional en el debate íntimo de Andrés entre la fidelidad a la
madre y con ella a sus raíces sociales e ideológicas y la fatalidad de tener
que aceptar el destino trazado por la supervisión de los gerifaltes del mundo.... no os anticipo aquí como se resuelve esta antítesis salvo que, como podréis imaginar, su dramatismo hace que tras ninguna opción consiga una redención personal sino más bien una amenaza de perturbación a perpetuidad que empaña su futuro de hombre adulto. Tanto
el estilo de la novela, que aúna los mejores logros del realismo social en la
espontaneidad que desprenden los diálogos y la descripción de escenas de la
cotidianidad, como su superación por medio de la exigencia formal de los
pasajes con más intensidad lírica o de una hondura reflexiva casi ensayística,
como los personajes (la inolvidable abuela Mercedes, enérgica y conmovedora en
su aspiración frustrada de instruirse y desarrollar una conciencia lúcida y
comprometida sobre el mundo, el vigor “viril”, a menudo fatalmente rayano en la
violencia y la crueldad, de los Quirico padre e hijo o la hosquedad, de animal
mal domesticado, del “abuelo Mozo”…) resultan impecables y afianzan la talla
literaria de una novela que queda como un hito referencial para la aproximación
a un tema que, tratado desde este grado de rigor formal y búsqueda de la
originalidad en la coherencia con la propia memoria, parece inagotable.
VIJAY PRASHAD: Las naciones oscuras: una historia del Tercer Mundo
Valiente y necesario (amén de impecablemente documentado)
este ensayo histórico del profesor indio afincado en Estados Unidos que desvela
las causas del hundimiento progresivo de
la más legítima utopía que haya afrontado la humanidad en los últimos decenios:
la consecución de la estabilidad económica y social y el restablecimiento de su
identidad cultural para todas las naciones, en su mayoría situadas entre América
del Sur, África y Asia, que fueron surgiendo del desmoronamiento progresivo de
los antiguos imperios coloniales de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial
(proceso, en muchos casos, tardío además de sangriento, como ilustra el caso de
los antiguos territorios portugueses, “emancipados” a golpe de fusil ya en los
años setenta). Con infinidad de ejemplos
que abarcan todo tipo de entornos geográficos e históricos, la lucidez de Prashad
va relatando como, tras ser planteadas en términos de idealismo triunfalista y
contar en principio con la implicación de algunos de los dirigentes políticos “míticos”
de los orígenes de las nuevas naciones (Nehru, Nasser, Sukarn...)la huida de la
pobreza y la creación de un frente de poder común va arruinándose por infinidad
de factores entre los que destacan la perpetuación del colonialismo a nivel
económico, el enzarzamiento de los nuevos países en guerras de frontera que no
son sino la herencia de la arbitrariedad ejercida por las antiguas naciones
dirigentes (como los que mantiene la India con Pakistán y posteriormente con
China en los años 60) y el establecimiento de gobiernos en las nuevas naciones
que se fundamentan sobre las bases de las antiguas jerarquías occidentales (a
menudo en forma de dictaduras convenientemente legitimadas por los antiguos
dueños o por la ambición capitalista de Estados Unidos, como ilustran casos
como los de Argelia o Chile o contribuyendo decisivamente a frustar la
actuación de los pocos gobiernos que parecían auténticamente comprometidos a
crear estados donde primara la igualación de los derechos sociales y el poder
adquisitivo, como el de René Barrientos
en Bolivia al frente del Movimiento Nacionalista Revolucionario) y olvidan sus
compromisos éticos con la población después de haberlos instrumentalizado para
alzarse con el poder, amén de sugestionarles para buscar un “tercer enemigo” en
el que desahogar su ira legítima tras el desencanto (para eso siempre fueron
muy útiles los comunistas… sobre los que a menudo se ejerció el crimen
organizado de forma sangrante, como en
los inicios de la dictadura militar de Suharto en Indonesia en los años 60,
desarrollado entre la indiferencia de toda la escena internacional… incluida la
URSS): es decir, las líneas maestras de la penosa historia del género humano.
En su primera parte, Búsqueda, el
autor hace una detallada cronología de los primeros intentos de establecer una
conexión entre países alejados geográfica y culturalmente pero llamados a la
empatía por su condición de territorios dominados por los grandes poderes
políticos y económicos, tales como una primera Liga contra el Imperialismo
celebrada en Bruselas en 1928 (… irónicamente en el país que estaba perpetrando
uno de los más sangrantes genocidios imperialistas en el Congo Belga a partir
de la sangrienta ambición del gobierno de Leopoldo II cuestión que, por
supuesto, no pudo ponerse sobre la mesa y restó por tanto a la reunión buena
parte de su hipotético alcance humanitario), la Conferencia Afro-Asiática de Bandug (1955),
que tuvo el valor de plantear cuestiones como la necesidad de un desarme a
escala global en el contexto de un mundo aterrado por la reciente revelación de
los horrores del armamento nuclear y la amenaza de un apocalipsis inminente…. aunque
con poca legitimidad moral por la existencia de gobiernos tercermundistas que
compraban efectivos militares de forma subterránea a los países pudientes, la
aparición de todo tipo de movimientos cívicos y culturales que se consideraban el
necesario complemento de la lucha política por la emancipación (el impulso dado
al feminismo p or la Conferencia Afro Asiática de Mujeres de 1961 en El Cairo o
las asociaciones de escritores e intelectuales relacionadas con el mito de la “negritud”,
valioso a la hora de dar por una vez difusión a las manifestaciones artísticas
de estos territorios marginados pero
quizá a la postre convertido más en una “moda” que en un esfuerzo sincero de
integración o nivelación cultural) y finalmente la creación del NOAL
(Movimiento de Países no Alineados, en 1961) durante un encuentro de líderes
internacionales en Belgrado a menudo denominado con no poca ironía dramática “La
Yalta del Tercer Mundo” (terminología de uso común a partir de los ensayos del
francés Sauvy en los años cincuenta, para
designar al complejo bloque de países
que formaban una frontera indefinida en el mundo dividido entre el
capitalismo occidental y yanqui y el comunismo soviético y su esfera de
influencia), la más explícita reivindicación de estos países a definir su
futuro y su propia identidad frente a la fatalidad de convertirse en satélites
de las facciones enfrentadas durante los años de la Guerra Fría, preludio de
una década en que, tras plantearse en términos pacíficos y de un idealismo poco
efectivo a nivel pragmático, la cuestión tercermundista va adquiriendo tintes
más revolucionarios y violentos por estímulos como el triunfo de movimientos
liberales armados en países como Cuba o la intervención militar de países
occidentales que tendrá su ilustración más bochornosa en la Guerra de Vietnam
de finales de los sesenta, cuyo desenlace alienta la ilusión de una
vulnerabilidad de los grandes estados a la que nunca se le sabría sacar
auténtico partido. Especialmente revelador resulta el análisis de los
condicionantes que justifican la imposibilidad de un despegue económico al margen de la explotación de las grandes empresas
internacionales que reduce la independencia de los nuevos territorios casi a un
concepto retórico: pese a la nacionalización de las principales materias primas
sustento de las exportaciones que debían afianzar la economía, la falta de
capital monetario para convertirlas en productos vendibles (especialmente
exigente en el caso del petróleo, que exige complejas infraestructuras para
generar sus productos derivados) y la corrupción de los gobiernos amancebados
con dólares las deja a merced de la actuación de las empresas internacionales,
situación que impulsa valiosas iniciativas como la OPEP, el más valiente pulso
contra la opresión de los grandes cárteres petrolíferos (sobre todo con el
holding conocido como “Las Siete Hermanas”) que inspira otro sinfín de
asociaciones que intentan fomentar la autonomía de los países pobres para sacar
partido de sus recursos naturales. Y ya en los años 80 se acaba de dirimir la
incertidumbre de los países tercermundistas entre atreverse a sobrevivir con
modelos económicos y sociales alternativos a la imposición occidental (el caso
de Cuba es único y, al menos en ese sentido, meritorio si obviamos las
múltiples violaciones contra los derechos humanos con que sea consolidado el
poder castrista, claro) o caer en la retórica maliciosa de la “globalización”….
hecho que supone finalmente el fin, nos tememos que a perpetuidad, de las
aspiraciones enunciadas hace décadas: a la sucesión de sociedades
progresivamente empobrecidas por la falta de libertad de mercado y el
progresivo abaratamiento de las materias primeras que suministran (especialmente
sangrante en casos como el de Jamaica… y a este propósito sabe el autor
retratar perfectamente cuanto tuvo el movimiento “reggae” de insurrección
social al margen de sus aportaciones culturales) se le sumará poco después el
drama del endeudamiento , la necesidad, inútilmente paliada por iniciativas
meritorias pero ineficaces como las plataformas del 0,7 %, de devolver las
aportaciones de capital entregadas por el Fondo Monetario Internacional con un
férreo sistema de plazos, intereses abusivos y medidas abiertamente punitivas
contra su incumplimiento, que consume los ya limitados réditos de estos países
y hace inoperante cualquier tipo de inversión en calidad de vida para sus
habitantes, un entramado opresivo del que en principio solo parecen librarse
los llamados Tigres Asiáticos (Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwan), que
viven una efímera prosperidad económica conseguida a costa de la expansión del
urbanismo más irracionalmente consumista y la violación sistemática de los más
elementales derechos del trabajador, que a partir de finales de los años
ochenta comenzará a revelarse tan ficticia y obviamente manipulada por los
intereses foráneos como la de cualquier otra parte del mundo. Y así termina el
libro, con un desasosiego y una imposición de un rotundo pesimismo en cuanto a
las expectativas de futuro de estas “naciones oscuras”, la única conclusión a
que puede llegar un intelectual (y, en general, un ser humano) auténticamente
honesto: siempre la lucidez por encima de la ingenuidad o el triunfalismo
idealistas… aunque duela tanto.