Apenas transcurridos
diez años escasos desde su publicación (una de las últimas novelas de su autor,
que falleció en junio del año 2012) es esta novela ya un clásico de pleno
derecho, que aúna prestigio crítico y popularidad (más por la exitosa película
de Villaronga filmada en 2009 que por el propio libro, claro) y, junto a Los
girasoles ciegos de Alberto Méndez y los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga
queda como la más conseguida reafirmación de la posguerra española como motivo
temático desde una originalidad y una exigencia estética que supera su
conversión en un tópico del realismo social más plano. Y, es que, sin dejar de
retratar con implacable lucidez un entorno social e histórico de tal crudeza, Pan
negro se va revelando como un relato
global de iniciación al mundo y a la vida que adquiere tintes de universalidad.
Su protagonista, el niño Andrés, es un hijo de “proscritos”, su padre es un
obrero represaliado en la cárcel tras su implicación en la guerra (y finalmente
fallecido por las condiciones inhumanas de su existencia allí antes que por la
sentencia de muerte que pesaba sobre él) y su madre, obrera de una fábrica,
vive consumida en la pasión amorosa que siente por su marido, que convierte su vida en peregrinaje
angustioso en busca de influencias y favores para salvarlo que obliga a que el
niño tenga que quedar finalmente en casa de sus abuelos, guardeses de una finca
señorial en el mundo rural catalán y secretamente comprometidos con la
clandestinidad del “maqui” junto al prior de un convento de frailes cercano con
que el autor retrata a la mínima parte (que existió) de la iglesia que
permaneció fiel a unas inquietudes de cuño republicano y liberal que obviamente
tenían mucho más que ver con el mensaje primitivo de Cristo que el viraje
totalitario que tomaron los líderes de la institución. En el aprendizaje humano
de Andrés junto a sus primos, especialmente junto a la Lloramicos, la otra “recogida”
por caridad de la familia (sus padres huyeron a Francia tras el conflicto para
salvar su vida tras su decidida implicación) alcanzan un papel esencial la
naturaleza (esas escenas de los niños jugando en las ramas de los árboles….cómo
no me iban a emocionar), sobra la que se alcanza una plena sabiduría al intuir
ya su superioridad moral sobre el hombre y la necesidad de este de dejarse
aleccionar por ella y prescindir de su complejo de ser inteligente y dominador
y el sexo, temido y a la vez ansiosamente deseado mientras se le espía en las
conversaciones de los adultos o los adolescentes, unido a cierta curiosidad
morbosa por el cuerpo como enfermedad (la fascinación de Andrés por los jóvenes
tísicos que recogen los frailes en el convento) o generador de impulsos atroces
(la pederastia del maestro de la escuela, el señor Madern, en quien se retrata
también ese otro drama del hombre condenado a fingir unas convicciones ajenas a
sí mismo para sobrevivir en un mundo tan marcado ideológicamente como el de la
educación) y que se va aprendiendo en los primeros tanteos inocentes con su
prima Lloramicos, entre cuya ingenuidad parecen intuir ya el auténtico sentido
del contacto carnal: el único acto en que los desarraigados pueden tal vez
sentirse parte de la condición humana con pleno derecho. Junto a este
aprendizaje de lo “ancestral”, asoma la podredumbre de un mundo marcado por la
soberbia y la violencia física y moral que ejercen las fuerzas vivas vencedoras
sobre las clases humildes (los continuos registros de la guardia civil en la
finca y, especialmente, el momento de la comunión de Lloramicos, que el párroco
fascista del pueblo quiere convertido en una “pasada por el aro” pública y
oficial de una familia de tan plena adhesión al enemigo), incluso en actos de
caridad que solo pretenden tranquilizar su conciencia y que malamente pueden
disimular su carácter profundamente interesado (el afán de los terratenientes,
los señores de Manubens, por acoger a Andrés tras la muerte del padre y proporcionarle
unos estudios…con la manifiesta intención de presionarlo para hacerlo sacerdote
y se convierta por tanto en un juguete de su obsesión por la apariencia de la
virtud) el peso de una moral hipócrita que alcanza dimensiones directamente
dramáticas en su opresión sobre la mujer (los casos de la tía Enriqueta,
criminalizada incluso por su propia familia por aspirar a una vida sentimental
en libertad y romper su compromiso matrimonial, conflicto que consigue
solventar con la afirmación de su propia identidad que supone escapar de casa…
algo que por desgracia no hace Felisa, la tía materna de Andrés, resignada a un
matrimonio sin amor como única manera de huir del destino quizá más cruel
reservado a la “solterona” en casa ajena), ambos temas implicados en un pulso
entre la permanencia de una vida tradicional ligada al campo y las expectativas
de libertad y progreso económico que los más jóvenes fabulan en el mundo moderno
de la ciudad y la fábrica… dramáticamente frustradas por la imposición brutal
de la guerra y la posterior represión. Las páginas finales alcanzan una plena
intensidad emocional en el debate íntimo de Andrés entre la fidelidad a la
madre y con ella a sus raíces sociales e ideológicas y la fatalidad de tener
que aceptar el destino trazado por la supervisión de los gerifaltes del mundo.... no os anticipo aquí como se resuelve esta antítesis salvo que, como podréis imaginar, su dramatismo hace que tras ninguna opción consiga una redención personal sino más bien una amenaza de perturbación a perpetuidad que empaña su futuro de hombre adulto. Tanto
el estilo de la novela, que aúna los mejores logros del realismo social en la
espontaneidad que desprenden los diálogos y la descripción de escenas de la
cotidianidad, como su superación por medio de la exigencia formal de los
pasajes con más intensidad lírica o de una hondura reflexiva casi ensayística,
como los personajes (la inolvidable abuela Mercedes, enérgica y conmovedora en
su aspiración frustrada de instruirse y desarrollar una conciencia lúcida y
comprometida sobre el mundo, el vigor “viril”, a menudo fatalmente rayano en la
violencia y la crueldad, de los Quirico padre e hijo o la hosquedad, de animal
mal domesticado, del “abuelo Mozo”…) resultan impecables y afianzan la talla
literaria de una novela que queda como un hito referencial para la aproximación
a un tema que, tratado desde este grado de rigor formal y búsqueda de la
originalidad en la coherencia con la propia memoria, parece inagotable.
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