Diversas razones, al
margen de la preeminencia de su faceta como guionista de cine y el velo de
niebla que inevitablemente un talento concreto y genial puede echar sobre otras
manifestaciones de un artista versátil, permiten explicar cómo hasta día de hoy
la obra narrativa de Azcona sigue siendo, si no menospreciada, al menos poco
leída y estudiada entre crítica y público y se mantiene al margen de los
cánones generacionales a los que, por cronología y calidad literaria, pertenece
de pleno derecho (la promoción de narradores realista de la promoción de los
50, a muchos de los cuales conoció y tuvo por compañeros de trabajo y tertulia,
si bien su concepto del “realismo” es sustancialmente diferente al que prima en
esta generación…, mitad testimonio social, mitad cuadro costumbrista de tintes
ligeramente esperpénticos en el que asoma el “codornocista” que fue, y no digamos ya a la concepción decimonónica
del género). Entre ellos, una difusión de sus novelas escasa y en un formato
(las colecciones populares de novela humorística, si bien se atiene al concepto
cervatino (y posteriormente “gomezserniano”) del humor “serio”, como forma de
acometer desde la distancia irónica realidades inquietantes y hasta dramáticas)
ideal para ganarse el ninguneo de cierta crítica snob y sus prejuicios sobre
los géneros menores, la dispersión de su talento creativo y, quizá
principalmente, su propia personalidad de hombre humilde, reticente a la
exposición pública y las servidumbres de la fama, que le hizo incluso no dar
continuidad a Estrafalario/1 (nunca hubo una segunda parte), el proyecto
de edición de sus obras completas a instancias de Juan Cruz que podría haber
servido para acabar de enfocar plenamente su figura antes de su fallecimiento
en 2008. Esta versión de Cátedra recupera una de sus mejores novelas (otros de
sus títulos parecen también de lectura obligatoria, como Los muertos no se
tocan, nene o Los europeos, editadas hace unos años por separado al
margen de la citada compilación) aunque no en su versión original de los años
50, con la que un perfeccionista patológico y cruelmente autocrítico como
Azcona se sentía insatisfecho, sino una reelaboración posterior que considera
la versión “definitiva” que se alimenta de muchos de los hallazgos de su
magnífica versión cinematográfica de los años sesenta junto al director Marco
Ferrari.
El pisito es
una novela redonda, ya desde su opresiva ambientación, esa España sombría de la
posguerra, con sus solteronas cargadas de represiones y prejuicios morales, la
burocracia deshumanizada y tediosa de las oficinas, las pensiones de mala
muerte, repletas de perdedores del sueño de prosperidad urbano y de pícaros y
buscavidas (como el compañero de pensión del protagonista, Dimas, “medico”
callista, inventor,… y en general jeta predispuesto al timo y el oportunismo),
siempre al acecho del sablazo y de la oportunidad de aprovecharse del otro. Y
entre este desastre consumado, Rodolfo Gómez, un “loser” de cuerpo entero, ya entrando
en la cuarentena con una filosofía de la resignación y una incapacidad para ser
parte activa y no mero contemplador de su propia vida que lo convierte en un
anciano prematuro, hundida su autoestima entre una vida laboral asfixiante y
sin perspectiva de futuro posible (hilarante su trabajo en una oficina
comercial que publicita el “higalmendra”, una especie de fruto seco repulsivo
que nadie en su sano juicio se atreve a consumir, sometido a la tiranía de un
jefe, el grotesco señor Esparragal, que se las da de lince de los negocios y hombre a la vanguardia de la modernidad….
como cuando intenta convertirse en vendedor de “pop corn”) y un eterno noviazgo
con Petrita, mujer impulsiva y dominante, criada en un entorno social
conflictivo que alienta su ya esencial mal carácter, a la que dejó de querer
hace años y que incluso le impone un veto de sexualidad que podría su única
posibilidad de reivindicarse como hombre libre. Entre su atonía cotidiana, ha
proyectado todas sus posibilidades de redención en un plan, como poco, grotesco
al que le animan unos cuantos que se divierten íntimamente con la impotencia
vital que representa, como el inteligente (pero insoportablemente cínico)
Honorio: casarse con la dueña del piso en el que vive, en principio la típica
ancianita sentimental, encantadora y frágil, cuya única obsesión es dejar a su
gato, único afecto que le ha regalado una vida de soltería y aridez
sentimental, en manos de una “ buena familia” cuando falte pero que se irá
revelando progresivamente posesiva y con notable talento para la manipulación
cuando Petrita, una mujer profundamente interesada pese a la moralidad
intachable que está obsesionada por aparentar, decida finalmente aceptar el
trato tras fingir una indignación inicial… más falsa que la de una Melibea en
el huerto disimulando sus furores uterinos .La novela transcurre hacia su final
sin sobresaltos ni ningún giro argumental insólito: Rodolfo y la anciana se
casan y, tras un tiempo en que el protagonista cree enloquecer entre la presión
y la competencia celosa de sus dos “mujeres”, doña Martina muere, heredan el
piso y el dinero de su cartilla en el banco para financiar su boda… y, como en
tantos narradores auténticamente sabios, el dramatismo de la conclusión no está
tanto en lo que se explicita como en lo que se deja entrever, una vida conyugal
como una mordaza ya sin escapatoria posible, que nuestro antihéroe, indolente y
pasivo pero en absoluto estúpido, sabe que es el último clavo sobre su ataúd,
en cuya aceptación acaba de enterrar el poco aliento vital que podría quedarle.
Lo dicho, una pequeña joya, tan reivindicable e indefinidamente vigente como
sus mejores guiones de cine (incluidas sus piezas maestras berlanguianas
(“Plácido”, “El verdugo”) o no (“El bosque animado”, “La lengua de las mariposas”)
que hace imprescindible la recuperación de su autor para la historiografía
literaria y la reescritura del “canon”… ese del que uno siempre tiene la
sensación de que se elimina por sistema cuanto se atreve a ser auténtico.
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