Leyendo este primer libro de Julia Conejo, se me iba
viniendo a la mente aquellas palabras que un crítico musical (lo siento, soy
incapaz de recordarlo… )acuñó para definir las canciones de Vainica Doble, sin
duda uno de los logros más felices de la cultura popular de nuestro país en las
últimas décadas, aquello de que eran “cuentos de hadas a los que no se les veía
el ogro… pero estaba”. Muchas serían las
semejanzas que arrojaría un cotejo entre
los poemas de Julia y aquellas perlas del pop español (la esencialidad del
estilo, un humor corrosivo con un punto desconsolado, la habilidad para
encontrar insólitos significados vitales entre detalles de la más sencilla cotidianidad
y, en general, la capacidad de sugerir una hondura sentimental y reflexiva desde
una rotunda vocación de humildad que da
a sus logros un aire conmovedor de
inconsciencia) pero, sobre todo, ese “falso tono naif” ( similar al de algunos
libros de Ana Merino, por buscarle algún referente en la poesía española actual), esa apariencia
de historias concebidas desde la ingenuidad entre las que acecha un zarpazo de
dolor que revela inesperadamente su sentido y tras el que autor y lector se
resignan simultáneamente a una lucidez que duele pero que paradójicamente es su
propio consuelo .Esta cualidad está presente ya desde el primer poema, Isla de Jersey, una estampa descriptiva
aparentemente inocua que, súbitamente, en unos versos finales con efecto de “electroshock”.,
queda fijada en lo más doloroso de la memoria sentimental, antesala de un libro
perturbador en que quizá el eje temático central, y el que le otorga su lograda
coherencia, sea la sensación de la autora de haber sido expulsada, por efecto
del tiempo y la contradicción de un crecimiento que no ha sido sino un desahucio de lo
verdaderamente esencial, de cualquier
forma de acceso a la inocencia, llámese infancia o amor (¿no son lo mismo?...),
que se nos relata con una heterogeneidad de ángulos entre los que alternan la
corroboración fatalista de la derrota (impresionante el final de “Corazones de
gominola”: Pero solo tropiezo con el
hombre/que ya no se dedica/a la fabricación casera de collares,/sino a la
destrucción de objetos cotidianos./Teléfonos,/cristales,/emociones,/promesas de
futuro…) con tonos que van de una irracionalidad dramática, rotundamente
expresiva, de tono alucinatorio (“En la otra orilla”, “Libros en el suelo”), impulsos
de insurrección que se revelan estériles (“Revolutionary road”) a la sentenciosidad lapidaria (“Medallas que
perdimos”) y una decidida energía de resistencia (“Las tortugas también vuelan”)
que se impone gracias a la certeza de haber logrado, entre la evidencia de
tanta ruina, haber hecho persistir algunas “armas” de la supervivencia
emocional, como una capacidad de entrega amorosa de una inconsciencia casi
suicida (“Hay en mi piel un exceso de ternura”) o de dejarse sugestionar por la
belleza para recrearse en lo sensorial y lo imaginativo (“Una vez viví en
Sevilla”); en general, una estética de contrastes que permite la creación de
estampas que acogen a la vez el horror y la convicción para desdecirlo (“El día
que cumplí dieciocho años”). Inseparables de ese vértigo de vulnerabilidad que
domina el libro son la capacidad de empatía con los desfavorecidos, fruto de
una honestidad para reconocerse la debilidad que posibilita que se conviertan
en motivos para expresar el propio conflicto íntimo (“Como los indigentes”) o
algunas de las pocas certezas que se han dejado apresar entre la incertidumbre
de estar vivo (“ Residencia de ancianos”) y permite cargar con toda legitimidad
moral contra los que cimentan su autoestima (y con ella sus abusos de poder) en
su incapacidad de reconocerse entre los
perdedores (“Héroes modernos), un tono paródico, de mordaz agresividad, contra
la artificiosidad de la cultura de los “mass media” (“Ikea”, “Telenovela”), que
crea paraísos artificiales y encajona a los hombres en patrones de felicidad
estándar con la intencionalidad hipócrita de salvarlos, la posibilidad de “proyectarse”
y convertir cada percepción del mundo en símbolo hipotético de uno mismo (“El
dolor de los barcos”… tal vez la pieza más hermosa y emocionante de todo el
conjunto) o la relevancia de los afectos filiales como única posibilidad de
redención (el emocionado recuerdo a la madre de “Semejanzas” que permite
culminar el libro manteniendo intacta su intensidad climática), especialmente
los hijos, los únicos ante los que se acepta someterse a la ficción de
felicidad que se ha convertido en dogma de la vida social (“Vosotros y yo”). En
fin, un libro tras el que no se puede regresar intacto….. pero al menos sí reconfortado en la
certeza tanto de la infinidad de flancos
vulnerables por los que puede atacarnos el dolor y, a su vez, de las no menos infinitas formas de piedad
para conjurarlo, es decir, poesía que se merece tal nombre.
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