Tras una carrera literaria y periodística caracterizada
desde el principio por su decidida valentía (en principio, sus posteriores
verdugos comunistas de su país lo alabaron por sus crónicas de acontecimientos
históricos como la batalla de Stalingrado o su denuncia de la existencia de
campos de exterminio nazi) y sobradamente conseguida la posteridad literaria
con la monumental Vida y destino, aun tuvo tiempo Grossman en vida (la
edición del libro fue póstuma y de inmediato prohibida en su país natal) de
asestar la última bofetada contra un régimen totalitario en cuya inhumanidad
dejó dramáticamente abolida cualquier posibilidad real de soñar con un mundo en
justicia y regido por unos ideales liberales auténticamente sentidos. Años 30
en la recién nacida URSS: la propiedad privada y cualquier intento de
iniciativa económica personal al margen de la supervisión del Estado ha quedado
suprimida por la proliferación de los “koljos”
y la criminialización de los “kulaks” o propietarios, incluso los
menores que practicaban poco menos que una economía de pura subsistencia, a los
que se arrebata su condición de ciudadanos (y seres humanos) de pleno derecho
para convertirlos en carne de presidio, circunstancia que, frente a los
paradójicos ideales de justicia social en que intenta justificarse, recrudece
la situación del campesinado hasta situaciones de miseria y hambre dignas de la
más horrenda servidumbre feudal (de la que tanto sabía la historia de Rusia…),
se impone un criterio de “pureza” étnica en todo similar a la obsesión hitleriana
por la raza aria (¿hace falta recordar el compadreo que se tuvieron la Alemania
nazi y la URSS durante un tiempo, antes de convertirse en rivales encarnizados
a causa de las ambiciones de poder) que se expresa por medio de un sangrante
antisemitismo (aterradoras las escenas en que se obliga a los médicos judíos a
autoimculparse de crímenes que no han cometido para justificar su asesinato o
su confinación en campos de concentración) y el ostracismo o directamente el
genocidio sobre otras razas en un territorio tan extenso y complejo a nivel étnico
y cultural y, sobrevolando tanta miseria moral, la presencia de un Estado
castrante, un “gran hermano” totalitario que no sólo establece unos límites
dogmáticos de pensamiento que asolan la libertad sino que hace cundir el miedo
y la suspicacia y fuerza al individuo a convertirse en su cómplice mediante la
proliferación de los “chivatazos”, guiados por el fanatismo ideológico o,
tantas ocasiones, por la simple obsesión por medrar económicamente o encontrar
la ocasión de vengar agravios personales contra el otro. De este último libro
de Grossman no podemos decir que, en rigor, sea una novela: hay un leve hilo
narrativo que dota de coherencia al conjunto y se centra en la figura de Iván
Griegorievich el cual, tras más de tres décadas prisionero en campos de
concentración por disidencia contra el régimen, es liberado una vez muerto
Stalin para corroborar su desarraigo, la desaparición del mundo que fue suyo
(conmovedora la escena de su viaje a Leningrado en busca de los amigos de la
juventud, la mujer que fue su primer amor y todo tipo de vestigios que ya no
son sino ruinas del ayer) y, finalmente, ceder a la inercia de seguir
sobreviviendo tras aceptar un miserable empleo e incluso establecer algunos
lazos afectivos con la dueña de su casa de huéspedes que quedan prematuramente
rotos por la muerte de esta a causa de un cáncer. Resulta fascinante la
habilidad de Grossman para relatar cómo, sin necesidad de recurrir a la
agresividad (al contrario, a esa dulzura indolerente de quien sabe que ya no
tiene nada que perder) ni al ejercicio de un papel de víctima más que legítimo,
la simple presencia de Iván hace cundir el remordimiento y el dolor del eco de
la cobardía nunca curada en personas de su entorno, tales como su primo
Nikolai, que ha tenido una próspera carrera como científico a costa de la
absoluta sumisión estatal (y en cuya casa la ética de Iván ya no le permite
establecerse tras saberlo implicado en la mentira contra los médicos judíos) o
Pineguin, uno de sus delatores con el que un azar cumplidor de cuentas querrá
ponerlo en contacto en Leningrado. Al
margen de la peripecia del protagonista, se van hilvanando ciertos cuadros
descriptivos y narrativos, cuya relación con el drama íntimo y el pasado de
Iván posibilitan que no se rompa la coherencia en ningún momento y la obra no
parezca “deslavazada”, aguafuertes crudos y expresivos sobre las hambrunas “post-colectivización”
del mundo rural soviético (sencillamente desgarradora la que ofrece sobre la
situación del campo en Ucrania) o sobre la inhumanidad cotidiana de los campos
de concentración, similares a las que podrían leerse en una novela como “Un día
en la vida de Iván Denisovich” pero enriquecidas con ese punto de simbolismo y
tiento lírico que Grossman sabe filtrar de forma casi inadvertida entre el
testimonio del horror (el detalle conmovedor de que sea el sonido de una música
de violín, precisamente el único rasgo de belleza que le ha sido dado disfrutar
en un día a día regido por la crueldad más extrema, sea el que revele a
Mashenka, encarcelada por ser la esposa de un supuesto delator, la inminencia
de su muerte y la necesidad de abandonar toda esperanza). Las últimas páginas
del libro, antes del leve desenlace (que en realidad no es tal porque deja su
destino final abierto a una angustiosa incertidumbre) de la historia del
protagonista, tienen una orientación más ensayística que propiamente narrativa,
con un perfil sobre Lenin en el que ataca visceralmente contra ciertas “ternezas
de su espíritu” (su supuesta afición a la música, la literatura o el trato
afable con amigos y familiares) que se han distorsionado y utilizado interesadamente
para forjar su mitología y cierta reflexión de ironía desconsolada sobre la superioridad
espiritualidad rusa (vía una supuesta asimilación más auténtica del espíritu
cristiano, justificada en la ideología de autores como Tolstoi) que la
convertía en la líder profética para guiar a la humanidad al definitivo estado
de justicia y prosperidad universal, imposible debido a una falta de
aprendizaje de la libertad tras años de sumisión feudal que no podía sino llevar
a degenerar en tintes reaccionarios incluso a los sistemas nacidos en principio
de una inspiración de igualitarismo humanitario. Acaban de conmocionar al
lector dos detalles más antes de cerrar esta “novela” implacable: el carácter
visionario de todo sabio (su augurio de que nada cambiará tras la muerte de
Stalin y que la deficiente formación en libertad de su pueblo le guiará a una
perpetuidad de las actitudes totalitarias…. ¿qué pensaría ahora al contemplar
la Rusia conservadora, homófoba y castrante de Putin?... por suerte ya está a
salvo) y la hondura de su sentido de la dignidad humana mediante la facilidad
para la empatía con las debilidades de espíritu incluso cuando se manifiestan
en forma de actos reprobables, como la necesidad de “comprender”, buscando en
los traumas biográficos o las simples carencias coyunturales de sus mentes o
sus corazones, la actitud de los delatores en el capítulo que les dedica. Lo
dicho, entre deslumbramientos y ataques al corazón en poco menos de trescientas
páginas de las que se desea su final y su prorrogación indefinida la vez… ahora
si que ya no hay pusilanimidad que alegar para meterse de lleno algún día en el
festín definitivo de Vida y destino.
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