Flavia Compnay: "Que nadie te salve la vida"

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Aparte del placer de conocer por fin a esta excelente narradora de origen argentino afincada en España, de amplio predicamento entre la crítica (Ángel Luján me ha recomendado sus Trastornos literarios, un conjunto de microrelatos que ironizan sobre las patologías literarias y a la vez ejemplifican las diferentes figuras retóricas…quién sabe, quizá me serviría para clase), es reconfortante encontrar una novela en que las referencias literarias no son un puro farol: durante el desarrollo de una trama apasionante se citan a Patricia Higsmith y su “Extraños en un tren” y al clásico “Crimen y castigo” de Dostoievski. Bingo: he aquí un libro con lo mejor del thriller intrigante con calado ético y moral a lo Higsmith y la temática ,no solo “dostoievskana” sino de la mujer literatura rusa en general, de la redención y la culpa final e insólitamente enriquecida por la intervención del azar. Enzo, el protagonista de la novela, hombre solitario, mujeriego, que ha afrontado su existencia con una evidente frivolidad (como delata el hecho de que donara su semen para que una mujer lesbiana casi desconocida, a la que conoce por asuntos de trabajo, pueda ser madre junto a su pareja) justo nada más conocer su sentencia de muerte prematura por una enfermedad deberá enfrentarse a una angustia aún mayor que la de la desaparición: la de verse abocado a un acto capaz de desbaratar toda la integridad de su existencia, a resultas de la “deuda” contraída con Víctor, emblema del hombre sin escrúpulos cuyas relaciones humanas y sentimentales (especialmente su matrimonio con Rosa, cuyo destino final queda en el aire después de que esta intuya ciertas “sombras” en el pasado de su marido) se reducen a contrato y cálculo y para los que las emociones auténticas son un incomodo pragmático, quien le salvó de una muerte absurda en su juventud. El pago no puede ser más cruel: que Enzo le quite de encima, aprovechándose de su inminente muerte y la impunidad de que ella le reviste, una vergüenza del pasado, una mujer a la que violó en su juventud que se cierne como el único ángulo de sombra capaz de perturbar una carrera de éxito económico y social; atrocidad que el agonizante comete no sin reservarse la mínima posibilidad de redención de una carta dirigida a su hija biológica, Berta ,quien, ya adulta, heredará el remordimiento paterno y la necesidad de perdón por medio del encargo de hacer llegar sus “disculpas” al hijo de la fallecida. La autora tensa magníficamente la intriga sobre el contenido de esta carta fatídica y cómo el personaje de Berta la va asumiendo progresivamente como un elemento que perturbará a perpetuidad su existencia, como delata en el aire de ceremonia (la compra de un antiguo abrecartas para abrir el sobre, tras días de debate íntimo sobre si hacerlo o no, similar al mantenido por sus “madres” durante los años en que se vieron obligadas a custodiarlo) del que rodea su lectura y que le va haciendo asumir la presencia del padre muerto e inexistente a través de un vínculo tan indestructible como la culpa. Company resuelve magistralmente una trama que ya había conseguido convertir en apasionante por medio de la introducción del elemento de azar que sirve para relativizar nuestra creencia de que la vida puede ser dirigida por medio de actos de voluntad y decisiones morales.... pero esto no os lo cuento. En fin, una excelente novela, rusa, americana y “greeniana” que no puede sino sumar a su autora a mi agenda de lectura personal. 

José Moreno Villa: "La música que llevaba"

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La Generación del 27 (pues en ella se debe incluir a este autor, por afinidades personales y poéticas con este grupo, sólo unos años mayor que el poeta senior, Pedro Salinas) sigue deparando sorpresas que animan a revisitar su canon para descubrir que sus poetas menores no lo son en absoluto, salvo en la comparación con la talla desmesurada de los clásicos de la época. Moreno Villa, más pintor y dibujante que poeta, tiene una obra estimulante y variada que atraviesa todos los hitos líricos de su momento histórico desde la poesía pura y el neopopularismo a la poesía del exilio, pasando por el talento extraordinario de sus libros vanguardistas.

Su primer libro, Garba (1913) da ya muchas pistas sobre sus próximas líneas de evolución: los poemas sobre el mar, sobre el que se vuelcan anhelos espirituales (Grandeza) anuncian al Juan Ramón Jiménez de Diario de un poeta recién casado y forman parte de una línea de observación trascendente de la naturaleza (Fuego), a menudo perturbada por la violencia y la crueldad del hombre (Hombrada, En la serranía, que debió ser fuente directa para el Romance de la guardia civil de García Lorca) e incluye ya muestras de un neopopularismo especialmente afectivo (Reconocimiento). Tras el aburrido El pasajero (1914), Luchas de penas y alegría (1915) resulta un libro sumamente original, con el planteamiento de la pena y alegría como dos sentimientos personificados en mujeres entre los que el poeta oscila, cantando a la incapacidad de liberarse de la melancolía (III,XVII), despreciándola en una peculiar canción de alba (VI), invocando a la presencia salvadora de la alegría (V, VII, X), traicionándola por el regodeo en su tristeza esencial (XV) o defendiendo la complementariedad y existencia simultánea de ambas (XIII). Colección (1924) es una obra de transición en la que destacan algunos epitafios y poemas ligados a un sentimiento elegíaco o una intensa tristeza (Extrañeza, Testigo, Congoja).

Jacinta la pelirroja (1929), ligado a su entrega apasionada al arte vanguardista en aquellos años, es su obra maestra y parte de esa tradición de libros “marcianos” del 27 que incluye Cal y canto de Alberti o La flor de Californía de Hinojosa. Escrito como cura de una dura relación sentimental con una norteamericana que acabó en fracaso, compone un peculiar cancionero petrarquista llena de referencias a la modernidad (la literatura europea, la música jazz, la política) con toques de irracionalidad y un dominio admirable de la ironía. Entre otros muchos destacan Comiendo nueces y naranjas donde  lo anecdótico de la relación (tema esencial del libro) apunta a una poesía existencial sobre la juventud y su degradación, Al pueblo sí, pero contigo o Jacinta se cree española donde parece homenajear e ironizar a la vez sobre su vena folklórica y populista, textos de un escepticismo vital a caballo entre el desenfado y una leve melancolía (Observaciones con Jacinta, Jacinta empieza no comprender… Sí…pero/debajo de los muebles, detrás de las cortinas/en el fondo del baño, sobre el lino nupcial/kilómetros, millas de aburrimiento) o Israel, Jacinta lúcida exposición del problema semita a pocos años de los totalitarismos europeos. La segunda sección del libro, de una poesía más herméticamente vanguardista que intenta llevar a la literatura técnicas de su adorado cubismo, pierde parte de su encanto, salvo excepciones como el imaginativo D. Por desgracia es esta la línea que se impone en su siguiente libro, Carambas (1931) y en Puentes que no acaban (1933), salvando la brillante exposición de conciencia cosmopolita de ¿Por qué el mundo no es mi patria?. Vuelve, sin embargo, a ser brillante el por desgracia poco representado Salón sin muros (1936), sobre todo en su poema titular, un poema donde reflexiona sobre la soledad y su desdichada vida sentimental en un tono logradísimo de coloquilismo y nuevo dominio maestro de la ironía. El inicio de la guerra supone la obligatoria contribución a la lírica comprometida con los Romances de la guerra civil (1937), una prueba del que sale airoso el poeta con textos que saben eludir lo panfletario y conseguir una enorme expresividad dramática tras la que apunta la guerra como absurdo: ahí están las descripciones espeluznantes de Madrid, frente de lucha, el retrato del miliciano, entre el desarraigo y la fe en unos ideales, de El hombre del momento, el manifiesto de literatura comprometida de Frente (Ya no valen literaturas;/este el frente duro y seco) y los tonos casi apocalípticos de Terrores y El avión nocturno (Ven y hunde, destroza y quema/salgan cunas por las ventanas/rueden ancianos impedidos/hasta la calzada).

Poemas escritos en América (1947) sintetiza la producción de sus años de exilio en México, donde llegó recogido por Genaro Estrada, con cuya mujer acabará casándose tras su muerte. Junto a poemas experimentales como ¡Porteros¡, que mezcla el alejandrino clásico para fundir el domino de la espontaneidad coloquial con la soledad, la fe en el arte o la esperanza perenne en un cambio de suerte, el tema esencial es el de la paternidad, a raíz del nacimiento de un hijo ya en edad madura que Moreno Villa relaciona con un pulso personal contra el tiempo (Coloquio paternal, A mi hijo). Surgen también el dolor del exilio (Aquí estoy), la fascinación por lo popular (Lavanderas), un impetuoso erotismo (Cuerpo), una observación de la naturaleza para volcar anhelos de totalidad (Aire) , una imaginación desbordante (Parque selvático) o su independencia y superioridad sobre la condición humana (No es por nosotros). La apasionada entrega a la escritura como forma de salvación (Para desviarte) no evita un dramatismo de tono irracional donde el autor encuentra sus mejores versos, como en En hora fea, La cara completa o posiblemente el mejor, el perturbador e insólito Las esquinas (porque la ciudad es un congreso de esquinas…). Los poemas sobre la asimilación de la cultura y la mitología del país de adopción (Canciones a Xochipili) son interesantes pero más puramente anecdóticos. Finalmente, Poemas finales es un añadido del editor Juan Cano Ballesta (excelente trabajo el suyo, con un ensayo lúcido y esclarecedor sobre su biografía y cada paso evolutivo de su producción lírica) que incluye poemas escritos entre la publicación de la antología en 1947 (a la que se nombra con un verso de San Juan de la Cruz) y la muerte del poeta en 1955, donde tienen un papel fundamental la cada vez más creciente añoranza por el país y la juventud perdidos (Carta de un desterrado, Hacia la casa dormida), la suplantación de la naturaleza por un entorno urbano opresivo (Ansia de campo) y una joya final como Ya me cansó la imagen del invierno, uno de sus “falsos sonetos” donde destroza el tópico poético de la comparación entre la vida humana y el ciclo de las estaciones (No hay paridad entre mi ser y el año./Cuando el hombre caduca se termina,/no vuelve a la niñez y  juventud./Vivir no es repetir .cuatro estaciones./Vivir es consumir las cuatro etapas/y a veces sólo tres, o dos, o una./No hay rotación posible…)

Elizabeth Barrett Browning, "Sonetos de la portuguesa"

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Con el miedo con que se metería una piel de bebé en el agua, con el terror de que se deshaga el espejismo de la pureza (perdón por la cursilería), así se lee este mítico poemario de Barrett Browning (aquí el apellido de casada es más pertinente que nunca, por cuanto tienen estos textos de voluntaria y encendida rendición al hombre amado, que quizá no guste a las feministas furibundas pero es parte esencial de cualquier amor que aspire a ser tildado de auténtico). Hay que conocer, incluso profundizar en las circunstancias personales de su autora, sus años de encierro y enfermedad, su segura certeza de que nadie la querría jamás, para comprender cómo se afronta el amor en estos poemas, con esa sensación de don no merecido (que se agradece continuamente con una emotividad que desarma),  de voluntad de enajernarse a lo místico en él,  de saberse insólitamente rescatada del dolor, una gratitud que no evita el pánico a que se deshaga el espejismo y vuelva la vida a su inercia de sombra. El libro en su conjunto es conmovedor (más aún cuando sabemos que la autora se los ocultó al propio Browning con la inestimable ayuda de la máscara ficticia, inspirada en la amada que había encendido los versos del portugués Camoens pero también guiño doméstico porque al parecer Browning llamaba cariñosamente “la portuguesa”, por su afición a estos textos, a su mujer, y que sólo se los dejó ver, y con él a la posteridad ,después de que el inglés se diera cuenta inmediata de su calidad literaria, cuando pretendía ayudarlo a superar un trance personal difícil tras la muerte de su madre) y compone uno de los más “altos” poemarios de amor de todos los tiempos (en la propia tradición inglesa, Shakespeare o Keats podrían verse en entredicho como mejores sonetistas de su lengua), parte inequívoca de una tradición petrarquista ya feminizada por autoras como Vitoria Colonna (la dedicatoria a un solo hombre, la infravaloración personal ante lo amado (el grito de mis grillos contra tu mandolina…ejemplo de que un poema en un verso cabe, como nos recordaba Bécquer), el primer y último soneto con valor de prólogo y conclusión, alusión a determinados tópicos de la tradición trovadoresca también retomados por los renacentistas como la “senhal”, falta quizá el “vario stilo” a causa del efecto uniformador de la utilización exclusiva del soneto) y a la vez innegablemente original y moderno (porque la autenticidad emocional hace que cualquier viejo sentimiento se lea como recién aparecido en la tierra), pero deja algunas piezas que, aisladamente, despuntan como joyas rotundas: la rotunda defensa del amor “per se”, por encima de los refinamientos (que Barrett sabe en el fondo superficiales) de la inteligencia y la virtud del XIV, el nuevo vuelo poético que alcanzan los citados tópicos de la tradición (el soneto sobre las cartas, el tópico para nosotros quevedesco pero antes clásico del amor que se sobrepone a la muerte (XLII)  y especialmente el de la “senhal” en forma de rizo de cabello: pensé que lo cortaran tijeras funerarias,/mas el Amor lo hará… Tómalo tú…/encuentra de aquel tiempo, indeleble e intacto,/el beso que al morir, dejó mi madre en él), el sentimiento de culpa por el agravio de no saber intuir el presagio del amor entre la obviedad del sufrimiento (mítico soneto XX), la tenacidad con que llega a negarse la condición mortal sólo porque engendra dolor para el amado (XXII), el amor como confirmación de los espectros de idealismo con que se ha conjurado la tristeza (XXVI), el reto para el amado de que su persona pueda suplantar su existencia entera, no su luz sino (he ahí lo meritorio)  su parte proporcional de sombra (XXXV)… en fin, cada uno puede elegir sus predilectos de este florilegio inacabable. Preciosa edición en la editorial Torremozas, cuya existencia preserve el destino por años e impecable traducción (o eso le parece a un profano como yo) de la filóloga madrileña afincada en Estados Unidos Marta Porpetta. 

CHRISTOPHER ISHERWOOD, "Adiós, Berlín"

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Isherwood es uno de esos escritores que presenta un perfil biográfico y artístico que no pueden sino atraer de inmediato: británico cosmopolita, amigo de Auden (con quien llegó a escribir obras en colaboración), de una permanente inquietud intelectual que le llevó a militar en ideologías tan dispares como el comunismo y el hinduismo espiritualista de sus últimos años (llegó a escribir una biografía de Bhagavad-gita), de obra breve pero excelente en la que despunta la Trilogía berlinesa (amén de la homoerótica Christopher y su gente) que inicia esta novela y que dio base argumental a películas tan conocidas como Cabaret. Genial desde su misma indefinición genérica (la obra se podría leer como una colección de narraciones breves interrelacionadas pero a la vez autónomas entre sí y a la vez como una novela gracias a los hilos de coherencia temática y estilística que existen entre ellas), el libro combina la mejor literatura autobiográfica con el atinado retrato de la decadencia de una cultura y un entramado histórico, el Berlín (y por extensión toda Alemania) de entreguerras, en el que se empieza a descomponer una superficie fascinante de bohemia, vida nocturna y efervescencia cultural bajo el cual se ha ido labrando, de forma casi inadvertida pero implacable, el monstruo del totalitarismo cuyas consecuencias no hace falta glosar. Este proceso concreto de corrupción social y política está perfectamente dosificado por el autor: se apunta ya en la primera parte del Diario berlinés(en la que Christopher contacta en una pensión con varios personajes del mundo nocturno, prostibulario y pseudocultural de la ciudad, por medio de personajes como la cantante Fraulein Mayr capaz ya de actos de extremo sadismo contra los judíos que aún quieren emascararse con “motivos personales”… parte en la que, por cierto, mejor se aprecian las cualidades descriptivas y poéticas del estilo de Isherwood (“maestro en la construcción de la frase y del párrafo, con un infalible sentido del ritmo y del fraseo narrativo”, lo califica acertadamente  Javier Alfaya) que luego se echan un tanto de menos y reparecen plenamente, en otro acto de coherencia estilística, en la parte final del diario), se sostiene mediante personajes aislados como el médico  de En la isla de Ruegen y el Lothar de Los Nowak, caso especialmente aterrador por ilustrador la capacidad del fascismo para seducir a personas esencialmente bondadosas, con sentido de la responsabilidad civil aunque escasa inteligencia que se convierten en verdugos a los que apenas se les puede reprochar nada por ser decididamente bientencionados, tiene su ejemplo más sangrante en el asesinato del empresario judío que se narra en Los Landauer (a mi gusto, y a pesar de su trascendencia para el conjunto de la narración, la parte menos lograda del libro) y culmina en la agobiante sensación de derrota, punteada de escenas de creciente violencia e inhumanidad,  que transmite la última parte, tras la que solo queda el abandono de la ciudad por parte del autor entre el más absoluto desencanto. Redondean el conjunto dos “novuelles” perfectas y plenas de emoción: Sally Bowles, (que reparece como “personaje de reparto” en la parte de los Landauer, en una suerte de “nudo balzaciano”), desnortada niña bien inglesa, el personaje que más justificada fascinación ha despertado entre el reparto de la novela de Isherwood, comparable (en perfil humano e impecabilidad de su retrato ) a una Holly Hunter de Truman Capote, muchacha esencialmente bondadosa, llena de espontaneidad e ingenuidad encantadora, cuya fragilidad y nulo talento artístico, pese a sus delirios de diva, la aboca a una vida no explícitamente asumida (pero finalmente efectiva) de prostitución y dependencia de los hombres (edificante episodio del millonario que la seduce, y en parte también al propio Christopher, para finalmente abandonarla), que entabla con el escritor una relación de sentimientos ambiguos y llenos de alternativas (el rencor  y hasta el afán de revancha, dejándola en manos de un timador y arribista a la caza de jóvenes con ansias de triunfar, de Christopher tras ser depreciado por ella en uno de sus momentos de envanecimiento ) hasta que desparece, disolviéndose en el aire de provisionalidad que envuelve su existencia y En la isla de Ruegen, otro inquietante retrato de joven adinerado lastrado por inseguridades y traumas personales alimentados en la familia, las instituciones educativas y el conservadurismo cultural (más complejo e interesante que los perfiles más planos de niños pijos y caprichosos que había tenido Isherwood como alumnos de inglés en la primera parte de la novela) que entabla una relación homosexual de dependencia patológica con Otto, bisexual, vividor y hedonista que se venga continuamente del acecho y el amor castrante del otro en una recaída continua en el desprecio y la infidelidad hasta el abandono definitivo, motivo que enlaza con Los Nowak, un memorable aguafuerte de histeria doméstica (alcoholismo, intensas relaciones filiales de amor y desprecio, rendición al efecto manipulador de las ideologías fascistas en el citado caso de Lothar) narrado durante la estancia del escritor en la casa del joven que va apuntalando el ritmo de agobiante desesperanza que ya no decaerá hasta la conclusión del libro. ¿Algo más que se pueda añadir para rubricar la sentencia de “obra maestra”?: sí, que la traducción la realiza Jaime Gil de Biedma. 

LORENZO VILLALONGA: "Bearn o la sala de las muñecas"

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No decepciona en absoluto este libro de culto de las letras catalanas (que debía, si es que no lo es ya, de serlo entre las peninsulares en conjunto) que muestra una vez más la fascinante capacidad de estos escritores de poner un pie en la pura vanguardia narrativa y otro en el realismo decimonónico de factura más exquisita. Villalonga fue un personaje peculiar, amigo de Cela (autor del prólogo), médico psiquiatra de profesión (son muy frecuentes los caracteres que caen, de forma más o menos intensa, en la enfermedad mental), gran animador de tertulias literarias, articulista en prensa, conservador pero a la vez enemistado con el falangismo más rancio y autor de una amplia obra narrativa que merece ser leída casi en su totalidad (muy atrayentes títulos como Muerte de una dama o Falsas memorias de Salvador Orlán) que en su día pasó totalmente inadvertida, al margen de su entorno mallorquín, quizá porque su manera de entender la narrativa resultaba anacrónica en unos años en que los escritores españoles intentaban demostrar que eran capaces al tanto de las novedades formales de la literatura europea o norteamericana (muy significativamente, la edición del Nadal al que Villalonga presentó esta novela la ganó El Jarama de Sánchez Ferlosio).

Utilizando la vieja técnica epistolar (el relato es una carta remitida al secretario de un cardenal tras la muerte de los señores Bearn) y la perspectiva del capellán Juan Mayol, que introduce en la narración su visión del mundo pacata y conservadora pero también una espiritualidad peculiar llena de claroscuros (su origen en un oscuro episodio del pasado, la muerte de otro protegido del señor de Bearn en que tuvieron parte sus celos, la imparable fascinación erótica por Xima) y una fascinación por una figura aristocrática cuya inmoralidad y espíritu independiente le crea repulsa y admiración a partes iguales, la novela triunfa como relato excepcional del modo de ser aristocrático en el inolvidable personaje de Antonio o “Tonet” Bearn: su mezcla de posicionamientos sociales y políticos conservadores con la inmoralidad y libertinaje que se le presupone al autentico noble, muy honesto por negarse a aplicar la ley del embudo (muy significativo el pasaje en el que defiende el derecho del pueblo a celebrar el carnaval y tener momentos de disipación carnal como actos de liberación que contribuyen a redondear el orden jerárquico frente a los curas timoratos) y el único, por  preocupación intelectual, (muy significativas sus lecturas de autores liberales y su afición a los inventos y la tecnología, que le granjean su divertida reputación de hombre “satánico”) en ser consciente de pertenecer a un modo en rápido proceso de extinción, con una conciencia más aguda que la del conde protagonista de El gatopardo de Lampedusa, la novela con la que tantas veces se relacionó a esta (las semejanzas son superficiales, si profundimos en el sentido de ambas no son tantas) y que el propio Vilallonga tradujo al catalán. Durante su juventud, Don Antonio vive su peculiar momento de inmoralidad y transgresión social bajo la invocación del Fausto de Goethe (símbolo, ante todo, del inconformismo ante los límites de la vida) con su fuga a Paris, donde mantiene una relación carnal incestuosa con su sobrina Xima, aparente femme fatale cuyo arribismo económico y sexual se va revelando más fruto de la ingenuidad que de la ambición propiamente dicha. Tras conseguir el perdón de su esposa, la más plana e insugerente Maria Antonia, encarnación de la virtud y la dignidad aristocrática y evitar un nuevo intento de seducción de Xima que su conciencia de vejez ya no puede aceptar,  Tonet firma su rendición aceptando la vuelta al orden conyugal y la quema de sus libros “heréticos” para conseguir la tranquilidad de ánimo necesario para componer su última empresa intelectual: unas memorias que dejarán testimonio del mundo que está a punto de morir con él. Antes del desenlace, Villalonga nos regala múltiples muestras de su talento para la ambientación política (impecablemente captado el entorno de incertidumbres de la Europa posterior a Napoleón e inmediatamente anterior a los totalitarismos) y espacial, con las estampas de los viajes a París, donde la nunca confesada pasión de Juan Mayor por Xima alcanza extremos patológicos y Roma, donde Don Antonio conversa con uno de los pocos papas a los que realmente puede respetar por su perfil intelectual. Es la antesala del desenlace trágico... que aquí no os revelo y que sólo tiene quizá la única pega de la obra sea que el autor quizá saca juego de un elemento sugerente (todo el enigma relativo en torno a la "sala de muñecas")respecto al que el lector se había creado más expectativas. Pero ni eso es un problema: por suerte Merçé Rodoreda completó admirablemente el trabajo en su relato de homenaje a Villalonga, una pieza maestra de la literatura de misterio.

HERTA MULLER "En tierras bajas"

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Este libro de la última premio Nobel, el primero publicado en España por la editorial Siruela (y convenientemente reeditado, claro está), compone un estremecedor cuadro de estampas sobre las duras condiciones de vida de los suabos, alemanes emigrados a Rumanía tras la II Guerra Mundial sometidos a la precariedad económica y el desprecio social por pertenecer al país de los verdugos europeos por excelencia. El centro del libro lo compone el titular En tierras bajas, una larga (quizá demasiado) evocación de sus años de infancia en la crudeza de su entorno rural. No es un relato, más bien una yuxtaposición de escenas de intenso lirismo, a la manera de las Historias naturales de Renard, pero volcadas a la perturbación y el desgarro. Entre la capacidad de fabulación y la mirada “creadora” del niño sobre la naturaleza, van asomando las lacras de una vida en la que preside la más absoluta sordidez. Ahí están las terribles escenas de atrocidad con  los animales, que van creando en la niña desprecio por sus mayores y un aprendizaje inevitable de la violencia y unas relaciones humanas necesariamente ásperas (la educación basada en la represión ,la superstición absurda y la violencia gratuita) a causa de la intensa infelicidad (atención al drama humano de la madre de la autora, amargada por su marido alcohólico) de todos. Elementos similares repuntan en los otros textos más breves: El baño suabo no puede ser más elocuente en la representación de la miseria de esta clase social a partir de una escena cotidiana muy reveladora (la familia que se ve obligada a asearse en una misma bañera), Mi familia refleja el peso de la maledicencia y los prejuicios morales, La oración fúnebre retoma el drama de la madre y, a partir del funeral de su padre (también magníficamente descrito en Tango opresivo), el sentimiento de culpa por tener un progenitor que ha participado de la violencia nazi (el padre de Muller fue oficial de las SS), Papá, mamá y el pequeño afrontan la sórdidez doméstica y la inconsistencia de los lazos afectivos entre la familia, La crencha alemana y el bigote alemán tienen un aire fantasmagórico a lo Rulfo, con ese protagonista que vuelve a una aldea natal donde nadie, ni su propio padre, lo reconoce ya y un denso aire de irrealidad lo inunda todo. Por su parte, Crónica de un pueblo, es el correlato del relato titular, como reflejo del mundo rural pero esta vez desde una perspectiva de objetivismo descriptivo en el que se han abolido los desgarros
biográficos. La indefinición genérica, característica de toda la obra, se agudiza en Barrenderos o El parque negro, que directamente se podrían considerar poemas en prosa. Tras lo tibia que, al menos apariencia, parece la obra de Le Clezio, un Nobel para una autora intensa, expresiva y valiente y un libro que es imprescindible complementar con sus novelas sobre la opresión del régimen comunista de Ceacescu. 

CECILIA QUÍLEZ: "Vísteme de largo"

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La cuarta y más reciente entrega de la poeta gaditana Cecilia Quílez se convierte, casi desde su inicio, en un libro memorable por ser uno de los pocos en la última poesía española en que la imaginería, el uso decidido de la irracionalidad con un punto voluntaria o involuntariamente críptico no consigue crear sólo un efecto de originalidad sino no ir en detrimento de una emoción que se impone con auténtica convicción dramática. Como hacían Alejandra Pizarnik, Anne Sexton o Sylvia Plath, autoras a las que el libro (y no es exageración) epata no sólo en uno o varios momentos puntuales sino en muchos. El poema inicial, Lo que hay detrás de una mujer… sirve de perfecta introducción al tono del libro con su advertencia sobre la incapacidad de huir de la vulnerabilidad con el referente simbólico del “vestido” como todas las “armas” humanas y afectivas con que intenta afrontarse un dolor que al final no puede reconocerse sino como la esencialidad de uno mismo (Lo que hay detrás de mí/es una mujer./Escribe sobre la inercia de la piel/Y sí, está desnuda). A partir de aquí, Silencio sostenido afronta el tema de la identidad personal y poética con una capacidad de perturbación lograda dando un giro dramático una imaginería poética tradicionalmente idealista (la mariposa, el ángel), con ciertos matices apocalípticos (Si digo la verdad/se acabará el mundo/alguien me dijo que estaba en lo cierto./Alguien dijo adiós) y la honestidad en reconocer la indefinición y el desnortamiento personal (Ni dama, ni niña, ni poeta/ni rara aleación de lo correcto/al fondo, en el fondo de mis fuerzas/me dejo ir arrastrada por el frío). Dilación del desnudo reserva el éxtasis erótico  (además de seguir girando obsesivamente sobre la necesidad de “nombrarse” en poemas brillantes como “Sí, soy pañuelo de seda…”), retratado como una visceralidad que, aun naciendo de la indefensión y la carencia de afecto (Necesito  que me veles cada noche/en mi blanco ataúd de hábitos y zarzas./Cada mañana para honrarme/con guirnaldas sencillas de tu huerto), acaba paradójicamente convertida en violencia en la que acecha no sólo la propia destrucción de los amantes sino la misma desmembración del lenguaje (Te amo como a las palabras que no se dicen/las que tampoco hacen falta./Soldadito de plomo que un día soñó/dar patadas al silencio), violencia que no evita cierta ingenuidad (maravillosa) sobre el amor como fuerza regeneradora de todo la realidad que se ha definido como sufrimiento (Sujeto tu cráneo./Quiero volverte a nacer/desde la contracción/donde se obra el deseo). La sección final, Vísteme de largo, aun teniendo quizá una visión de lo erótico más “hímnica”, de tono más vitalista y celebrativo (en poemas estupendos como “Estoy aquí a medias…”, “La noche que tiene que ver con lo bendito…”) que en los textos anteriores, redondea la sensación de incertidumbre que sugiere todo el libro con la irrupción de lo elegíaco y lo existencial, en tonos más sobrios pero que no evitan cierta angustia que afrontan el amor y el tiempo como pérdidas simultáneas y decididamente sangrantes aunque se dejen escapar de forma opaca e inadvertida (ahí está el “sufrimiento amortiguado” de “Mientras llegue diciembre…” y especialmente  de“La edad que aún no tengo…”), preludios perfectos para un poema final en que,  tras el largo itinerario de búsqueda de consuelos e identidad personal que ha ido trazando el libro, finalmente parece asumirse (Aleixandre dixit) que no hay efusión amorosa que no implique recavar en la nada: anónimo hombre,/vengo a morir de pie contigo/en el alud incomensurable de la madrugada.  

CARSON McCULLERS, "Reloj sin manecillas"

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Pocos motivos objetivos puede haber para justificar el desapego que recibió esta novela por parte de la crítica (la única “maltratada” de su autora, hecho que quizá tuvo el efecto aún más negativo de que, junto a los graves problemas de salud que sufrió en aquellos años, Carson no volviera a publicar otra entrega narrativa hasta su prematura muerte en 1967) y aun de su propia autora (no sabemos si autónomo o incitado por la opinión de los demás), que apenas sí se refiere a ella en su autobiografía Iluminación y fulgor. Quizá McCullers cometió el error “táctico” de utilizar un planteamiento muy similar al de la ya canonizada como clásico El corazón es un cazador solitario para una obra que tenía obviamente una calidad inferior, predisponiéndose a juicios de “autoplagio” y agotamiento de su propia originalidad,  si bien son reconocibles en ella todas y cada una de las virtudes, tanto para el análisis psicológico como social y político, que la convirtieron en nombre de referencia para su generación. Ambientada nuevamente en el Sur estadounidense, el centro emocional de la novela es uno de los mejores personajes jamás trazados por McCullers: el anciano juez Fox Clane, encarnación de los principios más reaccionarios del viejo sur clasista y jerárquico que sigue teniendo en la marginación racial su seña de identidad y alimentándose de un resentimiento histórico por la derrota ante los compatriotas norteños que le lleva a todo tipo de proyectos absurdos y descabellados, como los intentos de restauración de la antigua moneda sureña anterior al conflicto o su reivindicación de que su tierra reciba compensaciones económicas por los destrozos de la guerra y la abolición de la esclavitud. Es parte esencial de la genialidad de la escritora el que sea un carácter que incita tanto a la repulsa como a la empatía emocional gracias a su ahondamiento en un drama sentimental cimentado en el desgarro por su temprana viudedad y sobre todo por la muerte de su hijo Johnny que se le había enfrentado defendiendo los derechos de un negro falsamente acusado de asesinato en un juicio y cuyo fracaso le lleva a un suicidio que el viejo Clane no puede sino interpretar casi como un acto de revancha hacia él.  La oposición liberal a este Sur desgraciadamente no tan caduco y declinante en tiempos de McCullers la representa su nieto Jester, joven cuya ambigüedad  irá orientándose hacia una no reconocida y traumática homosexualidad (que deja algunas de esas escenas maravillosamente excéntricas y provocadoras de McCullers, como aquella en que, tras ser humillado por Sherman, desahoga su frustración perdiendo la virginidad en un burdel) tras conocer a Sherman Pew y que poco a poco irá ganando coraje para enfrentarse al conservadurismo del abuelo que lo crió como a un padre e ir implicándose en la causa social contra el racismo (sobre todo tras el sentimiento de culpa tras una vivencia en que se inculpa de la muerte por brutalidad policial de un negro  al que perseguía por la calle por haberle robado) hasta que el conocimiento de la historia de su padre le incite definitivamente a convertirse en abogado e intentar triunfar donde aquel firmó la rendición. Sherman Pew es otro magnífico carácter, adolescente negro de ojos azules, hijo de negro y de mujer blanca y quizá por ello con una compleja relación con la raza negra en la que alternan la indignación por las injusticias con cierta sensación de superioridad no reconocida, capaz de toda la dureza emocional de los criados en la calle y entregados a la supervivencia (sobre todo en su manera vejatoria de tratar a Jester, una vez que intuya sus sentimientos y la posición de superioridad que le otorgan respecto a él) pero también de una conmovedora ingenuidad, perceptible en la inocencia con que se entrega a la ensoñación de que su madre pueda haber sido una gran dama de la música negra a causa de su voz privilegiada. Junto al complejo entramado emocional que componen estos personajes (el juez contrata a Sherman como criado personal y le tributa un trato significativamente más humano que al resto de sus sirvientes por motivos de mala conciencia que se revelarán al final), McCullers añade el personaje del farmaceútico J.T. Malone, sentenciado a muerte por una leucemia, hecho que le llevará a la corroboración de una certeza mucho más atroz que la propia muerte, como es la revelación de la inanidad de su existencia, vencida en el fracaso de sus aspiraciones como médico, la rutina laboral, el sometimiento a unos ideales que ha asumido sin pensar y un matrimonio lleno de desamor y vacío emocional. El final de la obra (que por delicadeza no os cuento, por si a alguien le da por leerla novela), como corresponde oportunamente a una novela de “cierre” de una producción literaria, vale como síntesis de toda la obra de McCullers, fusión del desgarro trágico de El corazón es un cazador solitario o Reflejos en un ojo dorado con la, siempre tímida y llena de incertidumbres, apertura a la esperanza de Frankie y la boda.  En fin, tal vez no sea la mejor obra de McCullers, la de planteamiento y desarrollo más tópico y previsible y hasta una versión más descafeinada de lo mejor de sí misma pero el hecho de que esta sea la única novela que me quedaba de leer de ella y que nunca habrá más para seguir disfrutándola a mí no me suscita sino ganas de llorar. 

Luis Pimentel "Barco sin luces"

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La del lucense Luis Pimentel (1895-1958) es otra de tantas tristes historias de poetas de la literatura española: la de los expulsados del “canon” y las etiquetas oficiales por elección idiomática (parte de su obra escrita en una lengua periférica como el gallego), vida provinciana (apacible existencia como médico y padre de familia en su ciudad natal, al margen de los grandes cenáculos literarios) o finalmente por los malentendidos a que se prestan sus peculiaridades artísticas (como señala González Garcés “emoción contenida, depuración, musicalidad, virtuosismo poético. Poesía dolorida y sencilla. Quizás pueda parecer, a los simples, que faltan en ella recursos estilísticos.) Nunca encontró acomodo en la Generación del 27, a la que pertenecía por edad y formación literaria (la impronta de poetas como los simbolistas franceses, con Laforgue a la cabeza) ,pese a  la admiración que le tributó Dámaso Alonso y un breve libro en gallego publicado (Triscos) y dos (los más sustanciosos), uno en gallego y otro en castellano (Sombra do aire na herba y Barco sin luces) justifican un rescate que, más allá de las reivindicaciones regionalistas, nos tememos nunca será completo. Si algún día se le pusiera finalmente en su sitio, sus fans aún tendríamos mucho por descubrir: un buen número de poemas inéditos, como los de temática civil de “Cuentas” y otros tantos que quedaron fuera de la versión póstuma de este título, que equivale casi a uno de esos libros “totales” típicos de la Generación del 27. Como ya señalaba Dámaso en su famoso prólogo, su grandeza sigue estando en su emocionante sensación de vulnerabilidad, desde las impresionantes estampas descriptivas del biográfico Diario de un médico de guardia (En el patio, Sala de cirugía y especialmente En el depósito de cadáveres hay un niño), a esas Oraciones que encaran a Dios desde la conciencia de la vaciedad de ambos, que lo convierte en mero interlocutor para compartir incertidumbres y carencias (Señor: si sacudo tu manto/me llenas de sombras se lee en Oración de los trabajos del día) o peticiones de conmiseración inútiles (Oración del comisionista, Oración al poeta muerto). Nada más que añadir sobre Oración para que no se muera un pájaro, es un poema que simplemente estremece. Interior, amén del poema a Rosalía de Castro, que bordea los tópicos sobre su figura pero los supera con la autenticidad y la contenida emoción de su imaginería, deja otros textos memorables en El amigo, Palabras (una de las mejores muestras de su aproximación afectiva a la infancia) y los dos poemas innominados “No hacer nada…”, maestros en su capacidad de sugerir una sensación de ataraxia en la que persisten restos y latidos que confirman la persistencia de la vida. Como todo no puede ser perfecto, diría que no me acaba de convencer el Pimental amoroso y erótico, me suena lo que no ha sido nunca: convencional. Pero cierra el libro otra breve sección impecable que recoge la fascinación por una condición humana débil pero que alumbra la naturaleza y la creación poética (Paisaje sin historia, A este hombre), el latido elegíaco (Descubrimiento) y un impresionante poema final (El viaje) que supone un modesto triunfo de la vida y de sí mismo ante el sufrimiento por su condición efímera.
 

Andrés Sánchez Robayna "Cuaderno de las islas"

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Sin duda una de las más agradables sorpresas en la cosecha lírica del pasado año que, para mí, además de remitir a un mito poético cuya fascinación sin embargo nunca me he atrevido a afrontar líricamente (por culpa de Sánchez Robayna, ahora ya estoy “zarpas a la obra”) tiene el valor añadido de suponer la rehabilitación en el interés por un autor por el que nunca he sentido demasiado  pese a su merecida fama de excelente poeta: sin duda, se trata de mi progresivo acercamiento, intelectual y afectivo, a los “hombres del silencio”. Más allá de las filiaciones biográficas y subjetivas (el autor es natural de Las Palmas), este cuaderno es un diario “nombeliano” (que bien merece mi amigo que se le consagre un género) en el que el motivo central de la isla da pie a un conjunto de fragmentos caleidoscópicos cuyas costuras ya se han anticipado sabiamente en la cita inicial: Imaginé un día algo semejante a un saber insular. Era un saber hecho no de contenidos positivos, de datos o inferencias lógicas, sino de intuiciones, de percepciones, de olores, de sabores, de epifanías. Un saber de los sentidos. No era una sabiduría, sino una misteriosofía. En efecto, ya se ha apuntado lo esencial: la isla suscita la reflexión abstracta e intelectual (La experiencia del límite- el límite que las aguas representan- es consustancial a la experiencia de la isla. Todo está circuido o cercado. De ahí una peculiar experiencia del espacio. ¿Cuál?. El espacio como límite, el espacio como frontera) pero sobre todo la imaginación, la celebración sensorial y a menudo intensamente carnal (la isla-cuerpo), su imposición como entidad enigmática que se transmite por medio de mitos que no conocía y que me han despertado una enorme fascinación (todo lo relativo a la isla inexistente (o no) de San Borondón a la que, curiosamente, aludía el Sr Chinarro en su último disco) y, principalmente, todo un diálogo con la tradición (cultural, en sentido amplio, ya que muchas de las referencias no son estrictamente literarias ni poéticas) en el que por medio de un símbolo de índole universal se salta por encima de épocas y orientaciones estéticas para fundirlas en el enganche de las imágenes esenciales que además, en este caso, apuntan a la esencial heterodoxia del arte verdadero (la isla es anomalía, excentricidad, apertura a lo exótico y aventurero) y a los cimientos de la reflexión metapoética (la isla-palabra). Por lo que respecta a la breve antología poética con la que Sánchez Robayna acompaña su cuaderno, regalo infinitamente delicado con el lector de buena parte de los autores y obras citadas, decir simplemente que bien se le podría quitar el calificativo de “insular” para convertirse en simple  y llana antología: apunta lo mejor de los más grandes: Andrew Marvell y su delirio de locus amonenus barroquizado (“Visión de las Islas Bermudas”), W.B Yeats demostrando como se puede revitalizar y modernizar ciertos tópicos literarios sin traicionar su esencia (el “beatus ille” de “La isla en el lago de Innisfree”), la cualidad enigmática y el maridaje entre isla y drama sentimental del excelente  “Las islas” de Hilda Doolittle, la filiación a un sensorialismo irracional en “El muro” de Saint John Perse, la revelación de la esencia del aventurero en “Islas” de Blaise Cendrars, una capacidad de imaginación  y creación de imagen que (ahora sí) puede emocionar en Breton (“Me han dicho que son negras las playas”), un curioso híbrido entre orientalismo exótico y cierto todo moderno de protesta civil en “Domingo en la isla de Elefanta” de Octavio Paz y un epigrama de cualidad atmosférica estremecedora (“Esto es Sicilia”) de un autor al que hay que conocer pero ya: Adam Zagajewski. Pero por encima de todos, “Las islas” y Cernuda: vale por sí mismo para evidenciar como llegó al hueso de la poesía de Kavafis y la hizo más grande si cabe: un tono narrativo como lírica esencializada y en sordina, la experiencia sensorial y erótica, la orla de trascendencia que el sexo da al canto elegíaco y alguno de esos versos, que en efecto, son isla: ¿No es el recuerdo la impotencia del deseo?. Además, esta breve selección me permite apuntar el nombre de algunos poetas prácticamente desconocidos para mí que conviene investigar: Alonso de Quesada, plástico, intenso y sugerente en Tierras de Gran Canaria, Pedro García Cabrera con un logrado maridaje entre lo insular y lo utópico en Un día habrá una isla o Bartomeú Rosselló Porcel en su superposición del anhelo del sueño y el ideal en A Mallorca, durante la Guerra Civil. Un libro en realidad inagotable (cómo lamento no habérmelo comprado, por una vez la biblioteca pública de Cuenca, que tan pocas alegrías me da, me da una que realmente no quería) que me regaló, él solito, un fin de semana de felicidad intensa hasta extremos de culpabilidad. 

Santiago Roncagliolo "Abril rojo"

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En 2006, el peruano Santiago Roncagliolo se ganó merecidamente el honor de ser el ganador más joven del Premio Alfagura con una novela rotunda que sintetiza lo mejor de la literatura sociopolítica hispanoamericana sabiamente aderezado con elementos de thriller, literatura policíaca y hasta terror. El “héroe” de Roncagliolo, el fiscal Félix Chacaltana, recién vuelto a su provincia natal, Ayacucho, tras traumáticas experiencias personales en Lima, en busca de un reposo espiritual que no hallará  es un personaje fascinante por muchas razones. Sin necesidad de recurrir a sus rasgos de “antihéroe” o a su anclamiento edípico en el dolor de la muerte de una madre que domina su vida cotidiana, fascina en él su enfrentamiento con un sistema cuya corrupción todos parecen dar por hecho menos él, viciado por oscuros mecanismos de manipulación social y política y por una profunda misantropía que es la excusa perfecta para justificar su falta de compromiso. Tanto en sus rasgos de pacato cumplidor del deber como en los momentos en que se muestra más valiente y resolutivo, su inocencia parece intacta y su antagonismo parece del todo espontáneo, sin sombra de premeditación. La novela quizá toca techo en el episodio en que Chacaltana, para que no “estorbe”, es mandado como inspector de elecciones (¿democráticas?) a Yawarmayo, pobrísima y sórdida provincia donde la opresión del poder estatal se suma a los residuos del terrorismo de Sendero Luminoso y sus múltiples tácticas intimidatorios (memorable la escena de los perros decapitados), escenario donde incluso Félix habrá de traicionar su ética privada y mostrarse cobarde ante los periodistas que podría haber utilizado para denunciar la auténtica situación del lugar. En su exposición de las interioridades desgarradas de la Latinoamérica más dura, Rocangliolo raya a la altura de los colombianos Fernando Vallejo o Evelio Rosero. Junto a estos elementos de tono social (muy notable también la visión lúcida y crítica sobre Hispanoamérica que se deriva de las conversaciones del protagonista con el preso por terrorismo Durango), la novela se redondea con un thriller sangriento perfectamente tramado hasta en sus mínimas piezas: Chacaltana investiga la aparición de un cadáver quemado y horriblemente mutilado en un granero, al que seguirán toda una serie de asesinatos similares de las personas cercanas a su entorno. 

Penélope Fitzgerald "La librería"

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Es de celebrar que la editorial Impedimenta haya convertido en costumbre sacar a la luz grandes damas “no canónicas” de la literatura del S.XX y que lo haga especialmente con escritoras británicas caracterizadas por un magistral dominio de la ironía y el sentido del humor aplicados a una lacerante crítica social (antes fueron Muriel Spark o Stella Gibbons) que en esta novela en concreto alcanza tintes de verdadera obra maestra. El planteamiento moral-argumental del libro no puede dejar de recordarme a la igualmente maravillosa El arpa en la hierba de Truman Capote: un hecho totalmente inocente (aquí además habría que añadir digno y valioso) que, por efecto de un entorno opresivo de conservadurismo, hipocresía moral y luchas por el poder, acaba convirtiéndose en un fenómeno completamente transgresor que sirve de “termómetro ético” de la comunidad en que se desarrolla. La protagonista, Florence Green, una mujer de mediana edad que ha llevado hasta el momento una vida un tanto opaca y convencional de viuda respetable, decide poner una librería en su pequeña ciudad inglesa guiada no sólo por inquietudes intelectuales sino por cierto afán de hacerse “valer” como persona tras años de autopostergación (¿cuánto tiene el personaje de reflejo biográfico de la propia Fitzgerald, que no empezó su carrera literaria, concretamente con esta novela (1978), hasta los cincuenta y ocho años y aún alcanzó reconocimientos como el Booker Price (con esta obra quedó en puertas) y su posicionamiento como una de las voces referenciales de su generación hasta su muerte en el año 2000?). Pronto su proyecto entrará en colisión con las “fuerzas vivas” de la comunidad, especialmente la Señora Gamart, prototipo de esa pequeña aristocracia local obsesionada con las apariencias y la proyección de una falsa imagen de respetabilidad y refinamiento, que desea convertir el local de la librería (una antiguo edficio, Old House, con su propio poltergeist, elemento cómico que quizá se convierte en una “motivación narrativa imperfecta” de la obra y resulta un tanto innecesario) en un almibarado “centro de las artes” bajo su supervisión o Milo North, el petimetre hueco local que, tras su reiterados fracasos de establecerse como periodista de éxito en la BBC, se integra en el proyecto de Gamart pero jugando un repulsivo juego “a dos bandas” con la ingenuidad de la aprendiza de librera. De parte de Florence, el encantador “jefe” de los boy scouts locales, Wally, la pequeña Constance, preadolescente de incisiva energía y carácter que trabajará como ayudante en el negocio y desde su espontaneidad todavía infantil será la única capaz de “castigar” a Mrs. Gamart (la risible escena en que le golpea los nudillos como reprimenda por haberse saltado una cola en una de las maliciosas visitas que realiza a la librería) y fundamentalmente Mr. Brundish, aristócrata cuya vida de soledad y aislamiento se convierte en una afrenta para sus “compañeros de clase” y su afán de exhibición y social y que jugará un papel decisivo en hechos como el desarrollo de un proyecto paralelo de biblioteca pública por parte de Florence o su venta de los ejemplares de la “Lolita” de Nabokov que empezarán a labrar su derrota final, cebo puesto con malévola inteligencia por Mrs Gamart y Milo en el que la protagonista actúa no sólo por reacción contra la hipocresía moral (la fama de indecencia de la polémica novela y las insinuaciones de sus enemigos de que no se atrevería a venderla) sino por defensa de la dignidad intelectual (sus lecturas y consultas a personas cualificadas como Bundrish hasta asegurarse de que es un libro de calidad aunque, como ya le advierte el aristócrata, no “será entendido”). (...). Quedan automáticamente apuntadas otras novelas de Fitzgerald como deberes de lectura, como A la deriva o La flor azul, biografía novelada de Novalis.

Bienvenida

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Hola a todos:

Aquí está el blog para el club de lectura que os comenté. Os iré colgando entradas sobre las lecturas que elijamos o sobre cualquier libro que creo merezca la pena y caiga en mis manos. Igualmente, os invito a todos a que os registréis como seguidores y podáis escribir comentarios sobre las obras que elijamos o sobre cualquier cuestión relacionada con la lectura que os interese comentar. Esta tarde os pondré unas reseñas sobre los libros que os mandé en la votación para que os ayuden a elegir: no están completas porque omito, claro está, el final del argumento de la obra para no destrozaros la emoción de la lectura. Gracias a todos.