Sin duda, una de las cotas más altas que ha producido
últimamente el “relato de aprendizaje” en su rica tradición en la narrativa
anglosajona (aquí planteado como un conjunto de estampas narrativas que podrían
tener existencia por separado pero que alcanzan su coherencia en la reiteración
de personajes y motivos temáticos), con sus mismas virtudes estilísticas de
capacidad de reflejo espontáneo de la cotidianidad y un dominio de la ironía en
que el humor se convierte en la manera de afrontar las realidad más dramáticas,
mi primer contacto con un autor
ampliamente reconocido por la crítica del que me apunto inmediatamente otros
títulos como Mil otoños o El atlas de las nubes (ambas también
traducidas y editadas al castellano por el sello editorial Duomo). La novela,
al parecer de contenido autobiográfico, está ambientada en la Inglaterra de
principios de principios de los 80, unos años de honda conflictividad social
(lúcido el retrato que realiza el autor acerca del racismo hacia la etnia
gitana, un mundo marginal en que el protagonista encuentra los primeros atisbos
de comprensión y aproximación afectiva a su drama humano que le permiten ir
desarrollando el valor necesario para afirmar su identidad) y política a causa
del paro, la crisis económica o unas problemáticas relaciones internacionales que
alcanzaron su culmen en el, risible si no fuera por sus resultados trágicos,
conflicto de las Malvinas (1982), que el autor retrata con una crudeza no
exenta de cierta ambigüedad (la fascinación del protagonista por la figura de
Margaret Tatcher… si bien no debe sino interpretarse como una muestra de la
fatal predisposición de los “débiles” a quedar prendados y obsesionarse por ser
reconocidos por los “fuertes”… la misma que le lleva, por ejemplo, a enamorarse
de Madden, la típica “chica de matón” que lo desprecia sin disimulo alguno). El
personaje central, James Taylor, es un niño en tránsito a la adolescencia, intuitivo,
inteligente, cuyo espíritu creativo se muestra en una vocación literaria que
debe ocultar como una vergüenza ante un mundo que la considera un signo de
afeminamiento (con la única excepción de Mrs. Crommelynck, peculiar anciana de
secreta vida delictiva que le ofrece un buen puñado de valiosas lecciones acerca
de la vanidad del artista y la relación de la auténtica literatura con un
sentido de la honestidad que exige aceptar la confrontación con el mundo como
camino a la identidad artística y humana y la necesidad de afrontar los propios
abismos traumáticos) y, fundamentalmente, en el juego de alteridades que se
suceden en su mente, el “Gusano”, el “Gemelo Nonato” y, fundamentalmente, “El
ahorcado”, nombre que da al enemigo íntimo de su tartamudez, en cuya intensidad
dramática profundiza el autor de una manera conmovedora, que establece brutales límites de comunicación
con el mundo y le mantiene en el acecho perpetuo de convertirse en un
desclasado social. Y, por encima incluso de la ausencia de asideros afectivos en su
entorno familiar (un padre con mentalidad de snob arribista, predispuesto a la
apariencia y al espíritu “trepa” en detrimento de su más elemental dignidad (y
que pese a ello no se merece su triste final, despedido de su empresa por oscuros
manejos), que compone junto a su madre un matrimonio cuya impostura da lugar a
escenas patéticas (como la del capítulo “Rocas”) antes de hundirse definitivamente
por la infidelidad y la disparidad de intereses vitales…. además de la
imposibilidad de tomar como referentes a personajes inteligentes pero de nula
capacidad de empatía con las debilidades ajenas, como su hipócrita y enervante
primo Hugo o su hermana Julia… cuya distancia snob con el perdedor vocacional
de la familia parece irse rompiendo a medida que avanza el relato), el gran
drama de Jason es el acoso de los matones de la escuela, expresión brutal de un
mundo cruelmente jerarquizado en que la evidencia de una flaqueza se convierte
en estigma de por vida (a no ser que se esté ya tan previamente estigmatizado
que no merezca la pena expresar el desprecio, como sucede con el disminuido psíquico
“Cagón”), cuyo cerco intentará evitar resignándose al fingimiento o sometiéndose
a los ritos de virilidad más risibles (como los que se narran en “Espectros”,
su intento de pertenecer a una peculiar logia de los “fuertes” y los tipos
duros del pueblo) para acabar en un rotundo fracaso (las humillaciones que se
narran en el crudo “Gusano”) del que solo al final logrará redimirse no por la
vía del acto de redención chejoviano (el acto de piedad con su mayor verdugo
que se narra en “La verbena del ganso”… inútil ante la imposición justiciera
del karma que deja al agresor lisiado de por vida y paradójicamente convertido
en un miembro del grupo de los débiles a los que tanto disfrutaba en
martirizar) sino, en una demostración de lucidez implacable por parte del
autor, por medio del recurso más sucio a la violencia y la delación que
tristemente es su única vía al respeto de los demás…. e incluso al paraíso
inalcanzable de las chicas y el primer beso. No hay conclusión para esta
historia, con el protagonista aún entregado a la incertidumbre en que le sume
el divorcio de sus padres y con él la necesidad de trasladarse del pueblo e
iniciar otro traumático periodo de adaptación a una nueva comunidad y un nuevo
colegio… si bien se ha producido un aprendizaje humano que revela su
autenticidad en el hecho de haber sido brutal y haber garantizado la
supervivencia a partir de la más cruda amputación de la inocencia: como siempre
ha sido y la fatalidad nos sugiere que irremediablente siempre será.
LEONARDO SCIASCIA: "El caso Moro"
A caballo entre la crónica periodística objetiva
(especialmente perceptible en partes como una exacta y puntual cronología de
los hechos) y el ensayo plenamente subjetivo e intencionado, Sciascia dejó el
mejor testimono escrito sobre la gran convulsión de la vida política italiana
de finales de los años 70: el secuestro y posterior asesinato del líder del
partido conservador y religioso Democracia Cristiana a manos de las Brigadas
Rojas como consecuencia de la indignación que produjo en el grupo la hipotética
formación de un gobierno de coalición entre comunistas y democristianos que
había tenido en Moro uno de sus principales artífices, hechos en los que se
implicó directamente como parte de la comisión parlamentaria que trató de
esclarecer los hechos. El gran mérito de Sciascia es no sólo haber reivindicado
su valor sino realizar una lectura lúcida y atenta de las cartas remitidas por
Moro durante su retención, depreciadas por la clase política como testimonios
de un hombre enajenado y hasta “drogado”, con la manifiesta intención de
utilizar ese hipotético desquicie mental como excusa para no tomar las medidas
(su “canje” por una docena de miembros de las Brigadas encarcelados) que el
político, consciente desde el primer momento de su papel de “chivo expiatorio”
de comportamientos atribuibles a otros tantos, exige para salvar su vida. En
relación con este tema, el libro alcanza sus momentos más intensos y de lucidez
más incisiva: los elementos simbólicos, incluidas “pistas” para su rescate que
Sciascia cree adivinar, el planteamiento del dilema moral entre la supremacía
de la vida humana, que el político relaciona necesariamente con sus
convicciones cristianas, o unos principios ideológicos idealistas y sobre todo
el escalofriante testimonio de la evolución psíquica de Moro que, desde la
serenidad inicial resultante de la certeza de que sus peticiones serán
escuchadas va endureciendo el tono a medida que se agota el tiempo y crece la
agonía por su inminente muerte (su “pelea” con Zaccagnini, quien negó
públicamente que Moro defendiera sus tesis sobre el cambio de prisioneros antes
de ser secuestrado, es el momento central de tránsito entre una actitud y otra)
, cae en la visceralidad y no duda en apelar al sentimiento de culpa y la mala
conciencia de los demás (llega a definir su muerte como una “ejecución de pena
de muerte”, pero no de las Brigadas claro, sino del mundo político italiano).
La tesis del propio Sciascia es clara desde el principio y coincide con la de
Moro, desvelando la hipocresía que supone dejar morir a un hombre inocente por
la necesidad de preservación de una honradez estatal que en un país como Italia
ni ha existido ni existirá jamás y hay
que añadirle el mérito añadido de que, sin dejar de empatizar con Moro y
reconocerle su legítimo papel de víctima (“el menos implicado”, como también
reconociera Pasolini), el retrato que ofrezca de él, como del resto de aspectos
de la vida pública de su país que ofrece, no sea en absoluto complaciente (no
en vano mediaban entre ellos importantes diferencias ideológicas): ya al
inicio, acudiendo a unas palabras de Passolini (“…los hombres de poder democristianos cambiaron de pronto su manera de
expresarse y adoptaron un lenguaje completamente nuevo (y tan incomprensible
como el latín, por cierto) sobre todo Aldo Moro, es decir (por una misteriosa
correlación)(…) con el objeto, hasta ahora formalmente logrado, de conservar el
poder) lo convierte en encarnación de esa retórica vacía y malintencionada
típica de los políticos conservadores (o de todos en general) e ironiza sobre
el rol mitificador (muy hipócrita, en cuanto no era sino el tributo de
consolación dirigido a un hombre al que todos parecían haber decidido
sacrificar) de Moro como “gran hombre de estado”. Y este espíritu crítico de
Sciascia y su coraje para expresarlo y defenderlo deja otros tantos momentos de
inmediata brillantez: sus críticas a la cobardía, disfrazada de elogio o
reflexión humanitaria, a los grupos políticos, la Iglesia o los medios de
comunicación, a las Brigadas Rojas, lúcidamente desenmascaradas como organismo consagrado a su sensibilidad popular (no en
vano, insiste en sus muchas semejanzas con la Mafia, perceptible en detalles de
su vida criminal como el gusto por disparar a los pies de sus víctimas e
ironiza sobre el hecho de que en un país de vocación tan decididamente caótica
como Italia exista una organización capaz de actuaciones efectivas y
organizadas) y a la radical ineficacia de las fuerzas policiales, agravada por
la nueva falsedad de organizar comandos y operaciones mastodónticas que
intentaban transmitir entre la opinión pública una preocupación por el rescate
de Moro que es obvio nunca existió. Un
libro de gran exigencia y hondura (su apariencia de obra “ligera”, mera crónica
periodística, desaparece nada más pasar las primeras páginas) que reúne todos
los requisitos para convertirse en canónico dentro de su peculiar género de
negación o fusión de géneros literarios y no literarios y sigue alimentando la
expectación por conocer la obra de un autor tan prolífico como a priori
sustancioso.
GEORGES SIMENON: "Las memorias de Maigret"
Fascinante. Que fuera capaz de fulminar todos los
prejuicios, fundamentalmente estilísticos, que podría suscitar en un lector
snob (just like me) la literatura de género con una obra tan intachable como La
prometida del Sr. Hire ya lo convertía de entrada en un nombre de
referencia… pero ni siquiera entonces le creía capaz de un alarde cervantino (y
no sólo en el fondo sino en detalles aparentemente superfluos como en un título
de capítulo como este: En el que se habla
de la llamada verdad pura y dura y que no convence a nadie, y de las verdades
“apañadas”, al parecer más verdaderas que la realidad… no me digan que no
parece sacado del mismísimo Quijote) de sabiduría metaliteraria y piedad por la
condición humana como el que supone esta deliciosa y tristemente breve novela.
Ya jubilado, el personaje emblema de Simenon, el inspector Maigret, recuerda el
día en que conoció a un imberbe y un tanto petulante escritor, de ofensiva y
aplastante autoconfianza, que lo visita en su comisaría a fin de recabar
espacios y documentación para sus futuras obras que, con esa humildad a la que
parece que se obliga los escritores de género, designa como “semiliterarias”. Cierta antipatía inicial se convierte
directamente en estupor un tanto impotente al verse convertido ya, meses
después, en personaje central de una larga saga de novelas policíacas
inspiradas en los casos más relevantes de su carrera como inspector. Se pone en
marcha así un fascinante juego en que Simenon y Maigret se convierten el uno al
otro en materia literaria, ahondan en las costuras de la ficción y su relación
problemática con la realidad (fundamentalmente en como un hecho sometido al
efecto distorsionador de la literatura y su infinidad de imprecisiones acaba
paradójicamente convertido en más verosímil y creíble que el propio
acontecimiento real: yo le he hecho a
usted más verdadero que la realidad, puede presumir Simenon delante del
amigo-personaje) y en el que el ya maduro inspector, con cierto afán de
revancha no disimulado (y que le reprocha incluso su esposa, fan entregada de
las novelas protagonizadas por él) inicia su propio relato memorístico para
revelar el detalle concreto que nos
choca, incapaces de decir lo que “no” somos, lo que no reconocemos como propio.
En sus memorias (por más que deje claro en todo momento que dicho título es una
imposición editorial y no una elección propia), Maigret se complace en salvar
las grietas que había dejado la escritura de Simenon, convirtiéndose en un
personaje de tanto peso e identidad como él mismo en sus escritos más
autobiográficos, sobre todo reveladores detalles de sus orígenes entre los que
hay alguna historia fascinante como la de su padre, hombre caído en la
desgracia por un acto de piedad (el “perdón” a un amigo, médico con problemas
de alcoholismo, cuya incompetencia le había hecho hacer morir a una mujer en un
parto, que le hará convertirse en culpable indirecto de la muerte de su propia
esposa por ponerla en sus manos) que lo sume en la incomunicación con el mundo
pero que determina de forma inconsciente la vocación profesional de Maigret,
que ingresa en la policía tras conocer a un oficial con sorprendente parecido
físico y psíquico al padre perdido antes de la muerte. Al margen del original y
lúcido juego entre realidad y ficción, la otra gran virtud del libro (también
cervantina, como ya hemos comentado) es la exposición de la compasión del autor
por los seres más débiles y desfavorecidos que se aúna a una ironía corrosiva
contra las clases aristocráticas y del poder: ahí está el retrato de su
asistencia a las fiestas de la aristocracia más clasista y endogámica, la de
los Leonard (que se complace en formar una clase elitista de hombres dedicados
a la ingeniería y las obras públicas), en los que se comporta con una
encantadora torpeza (la divertida escena en que el nerviosismo le lleva a comer
compulsivamente galletitas de té y convertirse en objeto de burla para la toda
la reunión de snobs) que acaba enamorando a su futura mujer, único ser de su
entorno inteligente y libre de los prejuicios de clase, la defensa de la mayor
dignidad de los “crímenes” cometidos por el pueblo, guiados siempre por
instintos primarios y violentamente naturales como el afán de supervivencia o
la pasión amorosa o sexual frente a la hipocresía y las turbias conspiraciones
(que, por supuesto, no deben jamás publicitarse) de los de arriba o las
melancólicas narraciones de sus trabajos en entornos marginales con prostitutas
(pese a que estas se ríen cruelmente de él) o por hoteles persiguiendo a
emigrantes sin papeles de vida absolutamente mísera. Al final, la tesis de
Maigret es la de una innegable empatía con los delincuentes, que él intenta
disfrazar de forma conmovedora con el supuesto afán de precisión y objetividad
casi científica que rige su trabajo,
resultado de la innegable complicidad que crea compartir un espacio y
una forma de vida y principalmente, de la lucidez de saber que, en el fondo, la
vida de los hombres no es sino cuestión de roles repartidos de manera fortuita
y abiertamente fatalista, ante los que nuestra voluntad se muestra
repetidamente impotente y que rara vez admiten su redención. Y el libro termina
como empezó: con una emotiva e inteligente ternura, la de Maigret reflexionando
con cierta tristeza sobre su conciencia de fracaso y sus límites como escritor,
siempre matizada por el humor que le lleva a aceptar las citadas imprecisiones
y carencias de la escritura ( el detalle jocoso final del nombre de la botella
de licor confundido) como el hecho fundamental que la convierte en fascinante y
profundamente humana.
GERARD REVE: "Las noches"
Esta novela del neerlandés Revé, el más emblemático “enfant
terrible” de las letras de su país, (protagonista de un buen número de
polémicas a costa de su explícita homosexualidad, su controvertida conversión
al catolicismo y su manera personal de vivirlo (famosa escena de una de sus
novelas en que el protagonista tiene relaciones sexuales con Dios) y lo
exaltado de sus ideas políticas, si bien detestaba el comunismo) podría
colocarse junto al disco inicial de The Velvet Underground and Nico como una de
las obras de debut más radicales y avasalladoras de la historia del arte
moderno, si bien quizá su equivalente rockero inmediato serían los discos de
Joy Division: esta es la novela que le hubiera encantado leer a Ian Curtis, en
el que caso de que no hubiera llegado a hacerlo antes de acabar voluntariamente
su vida con los mismos veintitrés años que tiene el “héroe” de esta narración. Narración
de planteamiento simétrico (demasiado, la única pega que podría presentársele
es su tendencia a la reiteración indefinida de situaciones y motivos
temáticos), nos ofrece las diez últimas noches del año 1947 en la vida del
prematuramente alienado oficinista Frits van Etgers. Como detalle curioso, es
significativo que, estando tan próximo históricamente el final de la IIGM y
siendo Holanda uno de los países contendientes y que más daños sufrió, no haya
en toda la obra una alusión explícita al conflicto. O tal vez sí: la
deshumanización y el aplanamiento emocional de Frits y tantos otros personajes,
especialmente los de su generación de veinteañeros, es mucho más elocuente que
cualquier digresión de tipo historicista y pone de manifiesto que, en cualquier
caso, los auténticos destrozos de la crueldad son siempre más psíquicos, por
inadvertidos e imposibles de resolver, que los materialmente reconocibles. En
estos días de Navidad y llegada del nuevo año, Frits exhibe una vida que es la
sublimación de la soledad y el vacío moral ( con alguna que otra estampa
especialmente magistral como su asistencia a la tópica reunión de antiguos
alumnos del instituto, agobiante en la evocación de cómo fracasó como
estudiante por su temprana predisposición al tedio y sintomática de la
inapetencia e íntima hipocresía con que afronta las relaciones humanas
cotidianas): sus padres le aburren y le irritan, incluso en sus liturgias
domésticas más mínimas, pese a la ausencia de una confrontación directa y su
revancha perpetua es su terco afán a no darse por enterado de su infelicidad y
del fracaso de la comunicación entre ambos, sólo se dirige a su hermano para
recordarle las peleas de ambos en la infancia o su calvicie (Frits está
obsesionado por cualquier mínimo indicio de degradación física y psíquica,
especialmente este, motivo reiterado a lo largo de toda la obra, y el miedo que
ocultan apenas puede salvar el cruel cinismo de sus opiniones sobre la vejez)
y, pese a contar con un nutrido grupo de “amigos” la falta de lazos afectivos
entre ellos asoma continuamente en unas conversaciones que acaban dirigiéndose
fatalmente al absurdo o el ensañamiento en anécdotas luctuosas o desagradables.
Especialmente despiadado se muestra Frits en su comportamiento con los más
débiles y desnortados de todos ellos, como Maurits, asolado por sus problemas
físicos (es tuerto de un ojo) y un extravío existencial que le lleva a
entregarse a la delincuencia o Bep, acechada perpetuamente por la soledad y la
amenaza de la enfermedad. Este hombre, que ni siquiera es capaz de entregarse
al vicio con auténtica convicción (la escena de su borrachera en una fiesta
junto a su amigo Jaap es tan fortuita, inexpresiva y espontáneamente vacía como
las demás), por supuesto, no puede dejar de suscitar cierta compasión en sus
puntuales momentos de honestidad consigo mismo, expresión de mala conciencia
por su falta de empatía con los otros o desconsuelo naif que revela su complejo
de Peter Pan expulsado prematuramente de la infancia (sus patéticas
conversaciones con el conejo de juguete) pero, en cualquier caso, no tiene el
más mínimo resquicio de salvación y, muy sabiamente, el autor cierra la obra
sin acontecimiento final de ningún tipo, con una apremiante reiteración de lo
mismo. Por desgracia y, pese a su abundante obra y preeminencia en la
literatura centroeuropea de la segunda mitad del XX, esta novela recién salida
en Acantilado es casi la única disponible en castellano en estos momentos:
habrá que esperar si el mismo sello u otro (necesariamente independiente) se
anima a sacar El cuarto hombre (más famosa por la película de Paul
Verhoeven), El lenguaje del amor (editada por Ultramar en los años 80) o
algunos de sus volúmenes de cartas. Por el momento, nombre a no perder y
reivindicar.
JOSÉ MADRID: "Equilibrista: La vida de Cecilia".
Hay libros que, a cambio del placer de hacerse con ellos y
leerlos, te arrebatan un sueño. Me pasó con Edgar Lee Masters, cuando me privó
de manera tan brillante de aquel proyecto poético adolescente de hilvanar un
poemario en torno a las voces que monologaban obsesivamente desde su tumba en
el cementerio, y ahora con José Madrid, que pone punto y final a mi antigua
ambición de pedir una excedencia o aprovechar una baja indefinida por
enfermedad para escribir una biografía de Cecilia, una de las muchas cuentas
pendientes que tenía nuestra cultura con figuras mal o parcialmente conocidas,
de una percepción lastrada por infinidad de tópicos, pero esenciales para comprender
el mundo en que vivimos. Al menos el mío (no otros tantos que espero aparezcan
después con el estímulo de este firmado por un joven periodista granadino) ya
sobra: el de José Madrid está perfectamente documentado (incluye fotografías,
fragmentos de declaraciones y cartas personales tanto de la artista como de su
entorno laboral y personal, un buen puñado de anécdotas que se mueven entre la
conmoción (el hecho de que Luis Gómez Escolar, novio de “Eva” aparte de músico
esencial de los años de la transición, se enterara de su fallecimiento por un
comentario “moralista” de un taxista de Madrid) y lo entrañable (el origen de
la célebre “Un ramito de violetas” en los ramos de flores que Evangelina y sus
hermanos cogían animados por el diplomático José Ramón Sobredo, romántico
empedernido, para regalárselos a su madre), realiza un certero trazado
biográfico incidiendo en su infancia cosmopolita (Estados Unidos y Jordania
fueron las estancias que más la marcaron, de donde proceden constantes de su
obra como la filiación con la canción de autor femenina norteamericana (frente
a la relevancia de los modelos franceses en autores como Serrat, Aute o Mari
Trini, siempre se consideró a Cecilia en una línea más próxima a Melanie, Joni
Mitchell, Judy Collins, Janis Ian o Carole King, por citar algunos nombres representativos)
y un espíritu crítico contra el militarismo que encajaba perfectamente con su
progresivo interés por la historia y la cultura españolas) o la impronta de sus
primeros pinitos artísticos en el grupo de aires psicodélicos Expresión (aunque
todos sus integrantes renegaran de esta experiencia, temas como “Try catch the
sun” no están tan lejos de las mejores composiciones de Jefferson Airplane y
grupos similares) y los recitales y, en general, la inmersión cultural con unos
escasos veinte años de que disfrutó junto al artista y estudioso Joaquín Díaz,
una relación que se acabó a medida que ambos se veían incapaces de controlar la
implicación emocional que se abría paso entre las inquietudes compartidas e
incluso el título es más certero y afinado que el “Me quedaré soltera: Cecilia”
que yo había fabulado. “Equilibrista” no es sólo una de sus mejores canciones
(los guiños irónicos de la letra, esos arreglos deliciosamente marcianos y adelantados
a su tiempo) sino una definición precisa de la propia condición existencial de
Evangelina Sobredo, siempre jugando al funambulismo entre su apertura mental
(perceptible no sólo en sus ideas sino, por ejemplo, en lo desconcertante que
resultaba su atrevida forma de hablar o de vestirse o en su propio conflicto
interior entre su vocación juglaresca y la necesidad de cumplir las
expectativas de sus padres como “niña estudiosa de alguna carrera”, tal y como
afirma en la canción) y la persistencia atávica del conservadurismo en las
postrimerías de la dictadura o su
singularidad artística, poco sensible a las servidumbres del dinero y la popularidad, frente a los
intentos de las multinacionales discográficas por adocenarla y convertirla en
una figura más próxima a la música comercial que triunfaba en las listas de
éxitos. En el plano de la estricta crítica musical, Madrid sabe que, frente al
ruido mediático que despertaron canciones clásicas como Dama, dama, Un ramito de
violetas o Mi querida España
(estupendos temas, especialmente los dos primeras, aunque a Mi querida España hay que reivindicarla…aunque
sólo sea porque le ha pasado lo mismo que al Born in the Usa de Springsteen, una canción de claro espíritu
crítico convertido en himno patriotero (no en vano, Cecilia recibió abucheos e
incluso huevos en el escenario por atreverse a cantarla en Mondragón en una
fecha tan delicada como el año 1975) por mentes tan estúpidas como
malintencionadas) la auténtica esencia de Cecilia está en lo más desconocido,
ese disco extraordinario al que la sentencia de obra maestra por parte de
reconocidos expertos y su influencia sobre buena parte del mejor pop
independiente hecho por estas tierras a partir de los ochenta no le ha bastado
para que a día de hoy siga sin tener una edición en CD (vergüenza que no se da
ni en el caso de unas artistas tan negadas del fervor del público y de la
industria del disco como Vainica Doble): Cecilia 2. Su techo creativo, el que
mejor ejemplifica el concepto de su música como un punto equidistante entre la
canción de autor serratiana y el minimalismo pop de muchos de sus devotos
posteriores (Berlanga, Le Mans) que aún está a la espera de una continuación a
su altura, el que incluye un buen puñado de sus mejores canciones (“Andar”, “Me
quedaré soltera”, “Si no fuera porque”, “Canción de amor”, “Cuando yo era
pequeña”, “Equilibrista” o “Con los ojos en paz”) y en el que, a pesar de que
perdiera unas cuantas batallas por la insurrección ante la todopoderosa CBS
(que se cargó de un plumazo tanto el “Me quedaré soltera” como título original
como las atrevidas fotografías de Pablo Pérez Mínguez en que se sugería un
embarazo que hacía una mezcla explosiva con la denominación del disco),
consiguió crear un auténtico caramelo envenenado, melodías de falsa inocencia y
orientación naif que súbitamente dejaban transparentar un mundo interior
marcado por la insatisfacción y el existencialismo más oscuro (“poetisa del
fatalismo”, la llamaba muy acertadamente Juan Manuel Freire en el número de
Rockdelux en que se reivindicaba este trabajo, que suponía en lo particular, una confesión letal; en lo general, un ataque frontal
a una España rancia, atrapada en un statu quo no apto para mentes con las
fronteras abiertas), con la ayuda de los magníficos arreglos musicales de
José Nieto y un entorno profesional que, ya que había lastrado buena parte del
potencial transgresor del disco, permitió a Cecilia gozar de una mayor
autonomía y capacidad de decisión, especialmente en composición de textos y
tratamiento musical de los mismos, del que había disfrutado en el previo y “teledirigido”
(y aún así tan delicioso como cualquiera de sus piezas, si atendemos a que es
el disco de “Dama, dama”, “Nada de nada” , “Al son del clarín “ (así que el
Juan del Rosal, el falso aristócrata enriquecido que da un braguetazo en la
canción era en realidad un profesor suyo en la facultad de Derecho…), “Fauna” o
“Mi gata Luna”, además de la mítica portada del guante de boxeo) “Cecilia” en 1972. ¿Cómo habría evolucionado
la carrera de esta artista de no cruzarse en su camino aquella carreta de
bueyes mal iluminada una noche de verano de 1976, en el pueblo zamorano de
Colinas de Trasmonte, donde hace unos años se le homenajeó y levantó una placa
en su memoria?. Creo que es fácil de adivinar: “Un ramito de violetas” (1975)
es un buen disco, de cuidado acabado formal, tanta en la composición de Cecilia
con en la labor arreglista de Juan Carlos Calderón, con otros tantos temas
antológicos (junto al titular y el “Mi querida España”, habría que reivindicar
imperiosamente el precioso “Esta tierra”, que la madre de la artista tenía por
uno de sus predilectos) pero que es evidente que representa ese tránsito desde
la canción del autor más o menos comprometida o el pop independiente (más
indigerible para los ansiosos de negocio en el mundo del disco) hacia una
música más melódica y edulcorada que tanto ambicionaba la CBS y que se hizo
explícita en su participación, de mala gana y prácticamente obligada por
imperativos de contrato, en el festival de la OTI (pese a cantar desmotivada y
con una de sus peores canciones, una balada un tanto plana cuya letra consiguió
adecentar en compañía de Gómez Escolar y otras personas de su círculo más
próximo, quedó en segundo lugar y probablemente habría ganado de no producirse
aquel problema en la emisión vía satélite que impidió a algunos países
contemplar su actuación y por tanto votarla) o el aire chirriantemente cursi de
los videoclips sobre sus canciones que se rodaron en el programa de promoción
de la misma (por desgracia, se han convertido en imágenes tópicamente asociadas
a su figura)… sin embargo, una rebelde innata (aunque nunca explícitamente
reconocida como tal, ni ante los demás ni ante sí misma) como Eva Sobredo tenía
ya previsto su próximo asalto en su pulso perpetuo por preservar su identidad:
un disco de canciones basadas en textos poéticos de Valle-Inclán, que nunca
llegaría a ver la luz más que de forma parcial (en realidad, solo “Doña
Estefaldina” ha aparecido de forma habitual en las sucesivas compilaciones
antológicas de su obra) a causa de su prematura muerte. Optar por un autor como
Valle-Inclán no es una opción cualquiera, supone hacerlo por un espíritu
lacerante hasta lo corrosivo y una tensión formalista del lenguaje que está a
los antípodas de lo digerible por magnates y público devoto de los productos de
las multinacionales… así que suponemos que el “equilibrismo” hubiese vuelto a
su punto inicial, después de que los gerifaltes se frotaran las manos
celebrando la domesticación de una artista tan reticente a dejarse encasillar.
Por desgracia, sólo nos quedó el silencio, algún apreciable rescate de material
inédito que sabe a poco (“Canciones inéditas”, integrado por “reconstrucciones”
orquestales de Juan Carlos Calderón a partir de una serie de maquetas básicas
grabadas en un magnetofón, de 1983 es un
disco notable e incluye algunos temas, como “El testamento”, cuya eliminación
de los discos oficiales parece inexplicable a causa de su calidad pero… ¿dónde
están esos temas valleinclanescos perdidos? ¿están perdidos de verdad o, como
reza una oscura leyenda, dormitan acumulando polvo en algún sórdido despacho de
la CBS?), una recepción póstuma de su delegado que, fatalmente, tenía que
alternar entre lo sublime y lo mediocre- oportunista (bien por Berlanga,
Fangoria, Manzanita o Amaral pero… ¿quién (cojones) permitió las versiones de
Mocedades, Rocío Dúrcal, Miguel Bosé (por más que tuviera derechos
sentimentales sobre la obra de su amiga Eva) o El Canto del Loco?)… y al menos
una docena larga de las mejores canciones de pop de autor que se hayan
realizado jamás en este país. Y ahora, por fin, una biografía, y excelente: se
la recomiendo.
ALFONSO BREZMES: "La noche tatuada"
Rotundamente lo afirmo: este
libro no sólo me gusta, sino que me resulta inverosímil pensar en algún lector
que lo pudiera recibir con hostilidad o siquiera con indiferencia, si atendemos
tan sólo al detalle de que está construido a base de paradojas, que sabe pulsar
como pocos ese placer malsano de nuestra condición antitética, que constituye
quizá la única de nuestras miserias que nos resistimos a aceptar como tal y que
estamos dispuestos no solo a no rechazar sino a alimentar decididamente. Antes de
intentar analizar las referidas al sentimiento amoroso o al propio símbolo
poético de la noche, que sustentan no solo la calidad del libro sino su
evidente originalidad respecto a los modelos de la literatura previa que
resultan más obvios para el lector,
habría que constatar las que conciernen a su propia construcción formal o la referencialidad
cultural que maneja. Un ejemplo claro: las continuas alusiones a la música que
puntean todo el itinerario noctámbulo de estos versos (Brezmes sabe que la noche
es música, y que tanto da que sea un blues arrabalero de motel de
carretera como la armonía divina de las
esferas que aseguraba escuchar Fray Luis). Tom Waits, Nick Cave, Patti Smith o
Amy Winehouse evocan al instante sentimientos turbios, gargantas aguardentosas,
querencias por la visceralidad y el regodeo en el drama existencial de los
desclasados, pero, sin renunciar a ese poso de “dirty realism”, parece claro
que la estética, aun involuntariamente lograda, del libro, es “pop”, en rasgos
como el gusto por la concisión, la esencialidad del lenguaje, el rechazo de la
aparatosidad retórica y, en general, la habilidad de sugerir una evidente
hondura a través de la ironía y una carencia de ambición que regala un
encantador aire de inconsciencia a sus mejores logros, epatando, en efecto, al
pop minimalista o naif de grupos como Young Marble Giants o la brillante huella
autóctona del llamado “sonido Donosti” (un poema como “Maneras de perder el
tiempo”, parece una canción de Le Mans: un listado de trivialidades de la
cotidianidad que, súbitamente, se desdice, se hace perturbador al revelar el
subtexto de desencanto que oculta).
Y por lo que se refiere a la noche, basta decir que esa imagen (que se nos antoja tan previsible, tan extenuada ya), sustenta por sí sola una de una de las mayores cualidades del poemario: el saber afirmarse en la encrucijada entre el peso de la tradición y la reinvención subjetiva de la misma. Estos versos profundizan en la filosofía romántica de la superioridad jerárquica de lo nocturno sobre la insustancialidad de la vida diurna, que quizá sigue teniendo en el “Canto a la noche II” de Novalis su manifiesto más elocuente y emocionante: frente a la evidencia de la mediocridad y el desencanto que acechan con la llegada del sol, la noche, por más que conserve sus connotaciones tópicas de ámbito tétrico, de infierno privado donde se extingue el amor y el deseo puede revelarse como agresión (“No leíste los cuentos”, “Tres deseos”) confirma su preeminencia en ser el reino de la posibilidad, de la fabulación hipotética de otra vida en condiciones de dignidad y libertad que la convierte en más paradójicamente real que lo propiamente vivo (“Lo real es aquí”, se sentencia en “Perdidos”). Entre los “dones” que apuntalan su sublimidad esencial, podemos citar su propia naturaleza de espacio de duermevela, de densa irrealidad en que las muescas del dolor se diluyen (“Para leer con blues de fondo”), el ser una coartada para lo erótico, deslizado con una humildad que apenas si se atreve a palpar con timidez la salvación en el deseo (“Amor y mitología”) y que resulta coherente con la lucidez sobre su cualidad fantasmagórica (“Lo que pasa”) o su provisionalidad (“La luna y el lago”) que se ha alumbrado, una revancha íntima contra la opresión burocrática o institucional (“Baja productividad”) o la simple discreción amiga a la que confiar ese pudor (o tal vez deberíamos decir vergüenza) que impone reconocer que no se es feliz (“El crimen”). Pero, con todo, la clave de la singularidad del libro no radica en esta reformulación de la aristocracia de espíritu de la noche, sino en un matiz que el que aquí escribe no recuerda haber leído, o al menos desarrollado.de manera tan explícita y rica en matices, ni el citado Novalis, ni en Villaurrutia, ni en San Juan de la Cruz ni en cualquier otro maestro del arte del “nocturno”: que la noche resulte tan manifiestamente atractiva respecto a la vida que persiste tras su extinción, no puede invitarnos a una enajenación en sus paraísos o una evasión que quisiéramos extender a perpetuidad, sus virtudes exigen (por más que sea inevitable la pataleta de resistencia que expresan textos como “La vida otra vez”) el requisito imprescindible de un retorno a la realidad en que habrá de verificarse la solidez de sus estrategias de consuelo; idea que se reitera en varios momentos del libro (“La pregunta”, “Los otros”), y especialmente en su tercera sección, “La vida otra vez” y que revela además que su título no sólo resulta válido en lo estético, sino técnicamente preciso, en cuanto que la noche no nos proporciona una “segunda piel”, un tiempo alternativo que superponer al que nos aboca a la humillación, sino tan sólo unos “tatuajes”, unas marcas que nos permiten transitar la autenticidad vital y regresar a la existencia mejor pertrechados para afrontar el pulso al desencanto en que se nos ha enquistado. Esta es la mayor y más emocionante paradoja de estos versos, una afirmación, hecha de mala gana pero no por ello menos firme, de la vida, a partir de la imagen tópica de su negación (la propia noche, claro) que resulta más conmovedora después de que se haya apuntado una lucidez sobre el regreso que supone afrontar el vértigo que impone la constatación de la irrealidad de toda esperanza (“Schezerade”). También lo sentimental aparece teñido de esta ambigüedad inquietante: el amor es ante todo perturbación, dolor consumado que obliga al autor a jugar a menospreciarlo o reducirlo a sus símbolos vencidos (“El amor”), relativizar su fracaso en la ironía o en una ficción en que el idealismo se ha contaminado de afán de venganza (“La cita”) o incluso fabular con su irrealidad redentora (“Ficciones”) pero a la vez persiste la conciencia de haber triunfado, que incita tanto a exhibirlo orgullosamente como una victoria de la resistencia ante el fracaso (“El secreto”) como a preservarlo como una confidencia íntima a causa de la conciencia de su fragilidad (“Nocturnidad y alevosía”).
¿”Grietas” en este libro? Sí, pero más debidas a lo que calla que a lo que afirma, al peso abrumador de cuanto se echa de menos en él : un mayor desarrollo de líneas poéticas sólo sutilmente apuntadas, como el uso del culturalismo con un valor paródico (muy pertinente, a este respecto, que el autor del prólogo sea precisamente Luis Alberto de Cuenca), capaz de hilvanar alegorías domésticas sobre el desamor o la incomunicación (“Vidas paralelas”, “Penélope”), el tema de la “alteridad” como una distancia para plantear conflictos personales que apuntan no tanto al cansancio de existir como al fastidio de autoconvencerse de que es un acto significativo además de inevitable (“Mi vida”)o una metapoesía a lo Pizarnik, sobre la palabra y su potencialidad para hacer cundir cuanto enuncia, pero sin su propensión dramática (para la argentina, decir “pan” o “agua” nos condenaban irremediablemente al hambre y la sed), creando un debate desprejuiciado sobre el tema (“Salvo ese nombre”), en el que, sin embargo, se sugiere la sospecha de una inanidad de todo acto lingüístico (“El cómplice”) que determina fatalmente que la pose y los gestos sean la única herencia corroborable de la literatura (“Los últimos días del poeta”). El sutil tratamiento de lo onírico en este sorprendente poemario puede inicialmente llamarnos a engaño, pero ojo, no hay aquí sueños visuales, sino la presencia constante y soterrada de ese mundo de lo inaprehensible “donde todo es posible, hasta nosotros mismos”, por más que la ironía que trufa muchos de los poemas logre poner distancia del drama: las cosas importantes suceden allí, ene se territorio del que regersamos al despertar, para reencontrarnos con esta vida gris en donde el recuerdo es la única herramienta eficaz contra el desconsuelo de lo perdido. “No se achique usted tanto, señor Rodríguez, agrada la modestia, pero no el propio menosprecio”, decía el profesor Mairena-Machado para reprender a un alumno que profesaba la humildad con frenesí patológico,….. sí, el Sr. Brezmes también se nos ha achicado hasta el límite del agravio, como si de un Robert Walser redivivo se tratara,..., pero aquí hay un gran libro, uno de esos a los que se puede perdonar el que se haya recortado él solo el vuelo, porque transparenta una heterodoxia de imaginación, de lúcida singularidad y rotundo oficio, en que la buena literatura por venir ya no puede ser sólo promesa sino profecía autocumplida."
Y por lo que se refiere a la noche, basta decir que esa imagen (que se nos antoja tan previsible, tan extenuada ya), sustenta por sí sola una de una de las mayores cualidades del poemario: el saber afirmarse en la encrucijada entre el peso de la tradición y la reinvención subjetiva de la misma. Estos versos profundizan en la filosofía romántica de la superioridad jerárquica de lo nocturno sobre la insustancialidad de la vida diurna, que quizá sigue teniendo en el “Canto a la noche II” de Novalis su manifiesto más elocuente y emocionante: frente a la evidencia de la mediocridad y el desencanto que acechan con la llegada del sol, la noche, por más que conserve sus connotaciones tópicas de ámbito tétrico, de infierno privado donde se extingue el amor y el deseo puede revelarse como agresión (“No leíste los cuentos”, “Tres deseos”) confirma su preeminencia en ser el reino de la posibilidad, de la fabulación hipotética de otra vida en condiciones de dignidad y libertad que la convierte en más paradójicamente real que lo propiamente vivo (“Lo real es aquí”, se sentencia en “Perdidos”). Entre los “dones” que apuntalan su sublimidad esencial, podemos citar su propia naturaleza de espacio de duermevela, de densa irrealidad en que las muescas del dolor se diluyen (“Para leer con blues de fondo”), el ser una coartada para lo erótico, deslizado con una humildad que apenas si se atreve a palpar con timidez la salvación en el deseo (“Amor y mitología”) y que resulta coherente con la lucidez sobre su cualidad fantasmagórica (“Lo que pasa”) o su provisionalidad (“La luna y el lago”) que se ha alumbrado, una revancha íntima contra la opresión burocrática o institucional (“Baja productividad”) o la simple discreción amiga a la que confiar ese pudor (o tal vez deberíamos decir vergüenza) que impone reconocer que no se es feliz (“El crimen”). Pero, con todo, la clave de la singularidad del libro no radica en esta reformulación de la aristocracia de espíritu de la noche, sino en un matiz que el que aquí escribe no recuerda haber leído, o al menos desarrollado.de manera tan explícita y rica en matices, ni el citado Novalis, ni en Villaurrutia, ni en San Juan de la Cruz ni en cualquier otro maestro del arte del “nocturno”: que la noche resulte tan manifiestamente atractiva respecto a la vida que persiste tras su extinción, no puede invitarnos a una enajenación en sus paraísos o una evasión que quisiéramos extender a perpetuidad, sus virtudes exigen (por más que sea inevitable la pataleta de resistencia que expresan textos como “La vida otra vez”) el requisito imprescindible de un retorno a la realidad en que habrá de verificarse la solidez de sus estrategias de consuelo; idea que se reitera en varios momentos del libro (“La pregunta”, “Los otros”), y especialmente en su tercera sección, “La vida otra vez” y que revela además que su título no sólo resulta válido en lo estético, sino técnicamente preciso, en cuanto que la noche no nos proporciona una “segunda piel”, un tiempo alternativo que superponer al que nos aboca a la humillación, sino tan sólo unos “tatuajes”, unas marcas que nos permiten transitar la autenticidad vital y regresar a la existencia mejor pertrechados para afrontar el pulso al desencanto en que se nos ha enquistado. Esta es la mayor y más emocionante paradoja de estos versos, una afirmación, hecha de mala gana pero no por ello menos firme, de la vida, a partir de la imagen tópica de su negación (la propia noche, claro) que resulta más conmovedora después de que se haya apuntado una lucidez sobre el regreso que supone afrontar el vértigo que impone la constatación de la irrealidad de toda esperanza (“Schezerade”). También lo sentimental aparece teñido de esta ambigüedad inquietante: el amor es ante todo perturbación, dolor consumado que obliga al autor a jugar a menospreciarlo o reducirlo a sus símbolos vencidos (“El amor”), relativizar su fracaso en la ironía o en una ficción en que el idealismo se ha contaminado de afán de venganza (“La cita”) o incluso fabular con su irrealidad redentora (“Ficciones”) pero a la vez persiste la conciencia de haber triunfado, que incita tanto a exhibirlo orgullosamente como una victoria de la resistencia ante el fracaso (“El secreto”) como a preservarlo como una confidencia íntima a causa de la conciencia de su fragilidad (“Nocturnidad y alevosía”).
¿”Grietas” en este libro? Sí, pero más debidas a lo que calla que a lo que afirma, al peso abrumador de cuanto se echa de menos en él : un mayor desarrollo de líneas poéticas sólo sutilmente apuntadas, como el uso del culturalismo con un valor paródico (muy pertinente, a este respecto, que el autor del prólogo sea precisamente Luis Alberto de Cuenca), capaz de hilvanar alegorías domésticas sobre el desamor o la incomunicación (“Vidas paralelas”, “Penélope”), el tema de la “alteridad” como una distancia para plantear conflictos personales que apuntan no tanto al cansancio de existir como al fastidio de autoconvencerse de que es un acto significativo además de inevitable (“Mi vida”)o una metapoesía a lo Pizarnik, sobre la palabra y su potencialidad para hacer cundir cuanto enuncia, pero sin su propensión dramática (para la argentina, decir “pan” o “agua” nos condenaban irremediablemente al hambre y la sed), creando un debate desprejuiciado sobre el tema (“Salvo ese nombre”), en el que, sin embargo, se sugiere la sospecha de una inanidad de todo acto lingüístico (“El cómplice”) que determina fatalmente que la pose y los gestos sean la única herencia corroborable de la literatura (“Los últimos días del poeta”). El sutil tratamiento de lo onírico en este sorprendente poemario puede inicialmente llamarnos a engaño, pero ojo, no hay aquí sueños visuales, sino la presencia constante y soterrada de ese mundo de lo inaprehensible “donde todo es posible, hasta nosotros mismos”, por más que la ironía que trufa muchos de los poemas logre poner distancia del drama: las cosas importantes suceden allí, ene se territorio del que regersamos al despertar, para reencontrarnos con esta vida gris en donde el recuerdo es la única herramienta eficaz contra el desconsuelo de lo perdido. “No se achique usted tanto, señor Rodríguez, agrada la modestia, pero no el propio menosprecio”, decía el profesor Mairena-Machado para reprender a un alumno que profesaba la humildad con frenesí patológico,….. sí, el Sr. Brezmes también se nos ha achicado hasta el límite del agravio, como si de un Robert Walser redivivo se tratara,..., pero aquí hay un gran libro, uno de esos a los que se puede perdonar el que se haya recortado él solo el vuelo, porque transparenta una heterodoxia de imaginación, de lúcida singularidad y rotundo oficio, en que la buena literatura por venir ya no puede ser sólo promesa sino profecía autocumplida."
(La presente reseña no hubiese sido posible sin la colaboración del autor del poemario, Alfonso Brezmes, que aportó precisiones y comentarios que permiten ahondar en sus costuras más íntimas. Gracias a él y al afecto que convierte la crítica en el género dialogal que nunca debería dejar de ser).
FERMÍN LÓPEZ COSTERO: "Memorial de las piedras"
Mi antecesor en
el premio Joaquín Benito de Lucas pone el listón muy por encima de mí y se
revela como otro nombre a seguir en la cantera, al parecer inagotable, de la
literatura leonesa (en buena medida, y aun siendo más joven, se le puede considerar
compañero de generación de Llamazares o Juan Carlos Mestre y no exclusivamente
por motivos cronológicos, sino por rasgos temáticos y estilísticos , como la
utilización del versículo con un innato dominio de las cláusulas rítmicas que
se sobrepone a la “música dispersa” a que parece prestarse fatalmente en manos
poco hábiles, que conformaron una estética inconfundible y tantas veces mal
imitada en la reciente poesía española). Parece increíble que este sea el libro
de un autor “primerizo” en la poesía (aunque bien experimentado ya en el
relato, el ensayo o la labor divulgativa sobre figuras de su entorno como Antonio
Pereira), supongo que es lo que tiene debutar ya en plena madurez humana y
creativa: el ahorrarse los poemas de juventud, que sólo sirven para pedir
perdón por ellos, y empezar con lo realmente sustancioso. Con su centro
inspirador en un entorno real, el monasterio de Carracedo (también escenografía
de algunos pasajes de “El señor de Bembibre” de Gil y Carrasco, quizá la mejor
novela histórica que produjo el Romanticismo español), antigua abadía primero
benedictina y posteriormente cisterciense del S.X, construido inicialmente para
dar a silo a monjes huidos de las incursiones militares de Almanzor y
posteriormente primer panteón real en España, de gran relevancia durante todo
el Medievo hasta su progresivo abandono y decadencia a partir del S.XIX tras
las desamortizaciones, López Costero utiliza la piedra, y por extensión la
ruina, símbolo romántico por excelencia, como referente poético central de
estos versos, con una multitud de enfoques que lo convierten en un motivo
ambivalente, que puede asociarse tanto a la vitalidad de la naturaleza y el
afán de comunicación humana (“Claustro regular”, “No están solas”, “Una piedra”)
como a la desolación , a veces una muerte “absoluta” que incita al regodeo
existencialista (“Solo las piedras”, Claustro de la hospedería”, “Melancolía”, “Sobrecogimiento”)
y otras veces una nada “amortiguada” que permite acceder a a alguna resonancia
o un eco persistente de la vida que fue (“Sarcófagos”, “Psicofonías”), creando
una atmósfera de “duermevela”, un ámbito fronterizo entre la realidad y el
sueño que posibilita la proliferación de formas de la irrealidad que pueblan
estos versos (espectros, como en “De nuevo el fantasma”, sobre el tema
recurrente en el libro del fantasma que sigue ligado a los espacios donde se
desarrolló su existencia, o los ángeles, retratados con una estética de
irracionalidad dramática que parece remitir a Rafael Alberti o Xavier
Villaurrutia). Y, a medida que va avanzando el libro, el efecto de monotonía a
que podría prestarse la reiteración de espacios y motivos simbólicos, se va
desdiciendo en una palabra capaz de percibir una infinidad de matices en las
imágenes básicas que ha elegido para expresarse: cierto sensorialismo y
capacidad de creación de atmósferas con poder perturbador (“El frío”, “Niebla”, “La
sagrada humedad”, “Calma pétrea”), , sugerentes mezclas de
erotismo y literatura (“Dulce verbo”),
fusiones cuasi místicas entre el poeta y la naturaleza (“Sueño vegetal”)o apuntes sobre la persistencia de los
traumas de la dictadura (“Arcadas de
poniente”).Resultan memorables también el poema inicial, “Respuesta”, acongojante definición
de la condición humana, lúcida en su paradoja entre la miseria y la
desorientación existencial junto a su capacidad de sublimarla creativamente,
con brillantes toques de delirio surreal , textos de gran originalidad como “Ofrenda”, donde las hojas de los
libros del autor se usan para compensar la ausencia de los códices perdidos del
monasterio menospreciado por la ignorancia de un mundo que no merece sus dones ,
así como fantasías de alcance trágico(“Ángel
suicida”) o falsas escenas pueriles (“Postal infantil”). “El desconsuelo” ejerce
como brillante coda final, con este contundente repudio de la actividad
poética: Al estrellar mi [l]ira contra esos muros reivindico mi condición de ser humano./Ya sólo me resta pegar fuego a los edulcorados alambiques de la
inspiración./Y ver pasar la vida, mientras me desangro. Un autor excelente
que, gracias a mis “topos” en la zona del Bierzo, espero poder seguir leyendo.
RAFAEL AZCONA: "El pisito. Novela de amor e inquilinato"
Diversas razones, al
margen de la preeminencia de su faceta como guionista de cine y el velo de
niebla que inevitablemente un talento concreto y genial puede echar sobre otras
manifestaciones de un artista versátil, permiten explicar cómo hasta día de hoy
la obra narrativa de Azcona sigue siendo, si no menospreciada, al menos poco
leída y estudiada entre crítica y público y se mantiene al margen de los
cánones generacionales a los que, por cronología y calidad literaria, pertenece
de pleno derecho (la promoción de narradores realista de la promoción de los
50, a muchos de los cuales conoció y tuvo por compañeros de trabajo y tertulia,
si bien su concepto del “realismo” es sustancialmente diferente al que prima en
esta generación…, mitad testimonio social, mitad cuadro costumbrista de tintes
ligeramente esperpénticos en el que asoma el “codornocista” que fue, y no digamos ya a la concepción decimonónica
del género). Entre ellos, una difusión de sus novelas escasa y en un formato
(las colecciones populares de novela humorística, si bien se atiene al concepto
cervatino (y posteriormente “gomezserniano”) del humor “serio”, como forma de
acometer desde la distancia irónica realidades inquietantes y hasta dramáticas)
ideal para ganarse el ninguneo de cierta crítica snob y sus prejuicios sobre
los géneros menores, la dispersión de su talento creativo y, quizá
principalmente, su propia personalidad de hombre humilde, reticente a la
exposición pública y las servidumbres de la fama, que le hizo incluso no dar
continuidad a Estrafalario/1 (nunca hubo una segunda parte), el proyecto
de edición de sus obras completas a instancias de Juan Cruz que podría haber
servido para acabar de enfocar plenamente su figura antes de su fallecimiento
en 2008. Esta versión de Cátedra recupera una de sus mejores novelas (otros de
sus títulos parecen también de lectura obligatoria, como Los muertos no se
tocan, nene o Los europeos, editadas hace unos años por separado al
margen de la citada compilación) aunque no en su versión original de los años
50, con la que un perfeccionista patológico y cruelmente autocrítico como
Azcona se sentía insatisfecho, sino una reelaboración posterior que considera
la versión “definitiva” que se alimenta de muchos de los hallazgos de su
magnífica versión cinematográfica de los años sesenta junto al director Marco
Ferrari.
VASILI GROSSMAN: "Todo fluye"
Tras una carrera literaria y periodística caracterizada
desde el principio por su decidida valentía (en principio, sus posteriores
verdugos comunistas de su país lo alabaron por sus crónicas de acontecimientos
históricos como la batalla de Stalingrado o su denuncia de la existencia de
campos de exterminio nazi) y sobradamente conseguida la posteridad literaria
con la monumental Vida y destino, aun tuvo tiempo Grossman en vida (la
edición del libro fue póstuma y de inmediato prohibida en su país natal) de
asestar la última bofetada contra un régimen totalitario en cuya inhumanidad
dejó dramáticamente abolida cualquier posibilidad real de soñar con un mundo en
justicia y regido por unos ideales liberales auténticamente sentidos. Años 30
en la recién nacida URSS: la propiedad privada y cualquier intento de
iniciativa económica personal al margen de la supervisión del Estado ha quedado
suprimida por la proliferación de los “koljos”
y la criminialización de los “kulaks” o propietarios, incluso los
menores que practicaban poco menos que una economía de pura subsistencia, a los
que se arrebata su condición de ciudadanos (y seres humanos) de pleno derecho
para convertirlos en carne de presidio, circunstancia que, frente a los
paradójicos ideales de justicia social en que intenta justificarse, recrudece
la situación del campesinado hasta situaciones de miseria y hambre dignas de la
más horrenda servidumbre feudal (de la que tanto sabía la historia de Rusia…),
se impone un criterio de “pureza” étnica en todo similar a la obsesión hitleriana
por la raza aria (¿hace falta recordar el compadreo que se tuvieron la Alemania
nazi y la URSS durante un tiempo, antes de convertirse en rivales encarnizados
a causa de las ambiciones de poder) que se expresa por medio de un sangrante
antisemitismo (aterradoras las escenas en que se obliga a los médicos judíos a
autoimculparse de crímenes que no han cometido para justificar su asesinato o
su confinación en campos de concentración) y el ostracismo o directamente el
genocidio sobre otras razas en un territorio tan extenso y complejo a nivel étnico
y cultural y, sobrevolando tanta miseria moral, la presencia de un Estado
castrante, un “gran hermano” totalitario que no sólo establece unos límites
dogmáticos de pensamiento que asolan la libertad sino que hace cundir el miedo
y la suspicacia y fuerza al individuo a convertirse en su cómplice mediante la
proliferación de los “chivatazos”, guiados por el fanatismo ideológico o,
tantas ocasiones, por la simple obsesión por medrar económicamente o encontrar
la ocasión de vengar agravios personales contra el otro. De este último libro
de Grossman no podemos decir que, en rigor, sea una novela: hay un leve hilo
narrativo que dota de coherencia al conjunto y se centra en la figura de Iván
Griegorievich el cual, tras más de tres décadas prisionero en campos de
concentración por disidencia contra el régimen, es liberado una vez muerto
Stalin para corroborar su desarraigo, la desaparición del mundo que fue suyo
(conmovedora la escena de su viaje a Leningrado en busca de los amigos de la
juventud, la mujer que fue su primer amor y todo tipo de vestigios que ya no
son sino ruinas del ayer) y, finalmente, ceder a la inercia de seguir
sobreviviendo tras aceptar un miserable empleo e incluso establecer algunos
lazos afectivos con la dueña de su casa de huéspedes que quedan prematuramente
rotos por la muerte de esta a causa de un cáncer. Resulta fascinante la
habilidad de Grossman para relatar cómo, sin necesidad de recurrir a la
agresividad (al contrario, a esa dulzura indolerente de quien sabe que ya no
tiene nada que perder) ni al ejercicio de un papel de víctima más que legítimo,
la simple presencia de Iván hace cundir el remordimiento y el dolor del eco de
la cobardía nunca curada en personas de su entorno, tales como su primo
Nikolai, que ha tenido una próspera carrera como científico a costa de la
absoluta sumisión estatal (y en cuya casa la ética de Iván ya no le permite
establecerse tras saberlo implicado en la mentira contra los médicos judíos) o
Pineguin, uno de sus delatores con el que un azar cumplidor de cuentas querrá
ponerlo en contacto en Leningrado. Al
margen de la peripecia del protagonista, se van hilvanando ciertos cuadros
descriptivos y narrativos, cuya relación con el drama íntimo y el pasado de
Iván posibilitan que no se rompa la coherencia en ningún momento y la obra no
parezca “deslavazada”, aguafuertes crudos y expresivos sobre las hambrunas “post-colectivización”
del mundo rural soviético (sencillamente desgarradora la que ofrece sobre la
situación del campo en Ucrania) o sobre la inhumanidad cotidiana de los campos
de concentración, similares a las que podrían leerse en una novela como “Un día
en la vida de Iván Denisovich” pero enriquecidas con ese punto de simbolismo y
tiento lírico que Grossman sabe filtrar de forma casi inadvertida entre el
testimonio del horror (el detalle conmovedor de que sea el sonido de una música
de violín, precisamente el único rasgo de belleza que le ha sido dado disfrutar
en un día a día regido por la crueldad más extrema, sea el que revele a
Mashenka, encarcelada por ser la esposa de un supuesto delator, la inminencia
de su muerte y la necesidad de abandonar toda esperanza). Las últimas páginas
del libro, antes del leve desenlace (que en realidad no es tal porque deja su
destino final abierto a una angustiosa incertidumbre) de la historia del
protagonista, tienen una orientación más ensayística que propiamente narrativa,
con un perfil sobre Lenin en el que ataca visceralmente contra ciertas “ternezas
de su espíritu” (su supuesta afición a la música, la literatura o el trato
afable con amigos y familiares) que se han distorsionado y utilizado interesadamente
para forjar su mitología y cierta reflexión de ironía desconsolada sobre la superioridad
espiritualidad rusa (vía una supuesta asimilación más auténtica del espíritu
cristiano, justificada en la ideología de autores como Tolstoi) que la
convertía en la líder profética para guiar a la humanidad al definitivo estado
de justicia y prosperidad universal, imposible debido a una falta de
aprendizaje de la libertad tras años de sumisión feudal que no podía sino llevar
a degenerar en tintes reaccionarios incluso a los sistemas nacidos en principio
de una inspiración de igualitarismo humanitario. Acaban de conmocionar al
lector dos detalles más antes de cerrar esta “novela” implacable: el carácter
visionario de todo sabio (su augurio de que nada cambiará tras la muerte de
Stalin y que la deficiente formación en libertad de su pueblo le guiará a una
perpetuidad de las actitudes totalitarias…. ¿qué pensaría ahora al contemplar
la Rusia conservadora, homófoba y castrante de Putin?... por suerte ya está a
salvo) y la hondura de su sentido de la dignidad humana mediante la facilidad
para la empatía con las debilidades de espíritu incluso cuando se manifiestan
en forma de actos reprobables, como la necesidad de “comprender”, buscando en
los traumas biográficos o las simples carencias coyunturales de sus mentes o
sus corazones, la actitud de los delatores en el capítulo que les dedica. Lo
dicho, entre deslumbramientos y ataques al corazón en poco menos de trescientas
páginas de las que se desea su final y su prorrogación indefinida la vez… ahora
si que ya no hay pusilanimidad que alegar para meterse de lleno algún día en el
festín definitivo de Vida y destino.
JULIA CONEJO ALONSO: "Muñecas recortables"
Leyendo este primer libro de Julia Conejo, se me iba
viniendo a la mente aquellas palabras que un crítico musical (lo siento, soy
incapaz de recordarlo… )acuñó para definir las canciones de Vainica Doble, sin
duda uno de los logros más felices de la cultura popular de nuestro país en las
últimas décadas, aquello de que eran “cuentos de hadas a los que no se les veía
el ogro… pero estaba”. Muchas serían las
semejanzas que arrojaría un cotejo entre
los poemas de Julia y aquellas perlas del pop español (la esencialidad del
estilo, un humor corrosivo con un punto desconsolado, la habilidad para
encontrar insólitos significados vitales entre detalles de la más sencilla cotidianidad
y, en general, la capacidad de sugerir una hondura sentimental y reflexiva desde
una rotunda vocación de humildad que da
a sus logros un aire conmovedor de
inconsciencia) pero, sobre todo, ese “falso tono naif” ( similar al de algunos
libros de Ana Merino, por buscarle algún referente en la poesía española actual), esa apariencia
de historias concebidas desde la ingenuidad entre las que acecha un zarpazo de
dolor que revela inesperadamente su sentido y tras el que autor y lector se
resignan simultáneamente a una lucidez que duele pero que paradójicamente es su
propio consuelo .Esta cualidad está presente ya desde el primer poema, Isla de Jersey, una estampa descriptiva
aparentemente inocua que, súbitamente, en unos versos finales con efecto de “electroshock”.,
queda fijada en lo más doloroso de la memoria sentimental, antesala de un libro
perturbador en que quizá el eje temático central, y el que le otorga su lograda
coherencia, sea la sensación de la autora de haber sido expulsada, por efecto
del tiempo y la contradicción de un crecimiento que no ha sido sino un desahucio de lo
verdaderamente esencial, de cualquier
forma de acceso a la inocencia, llámese infancia o amor (¿no son lo mismo?...),
que se nos relata con una heterogeneidad de ángulos entre los que alternan la
corroboración fatalista de la derrota (impresionante el final de “Corazones de
gominola”: Pero solo tropiezo con el
hombre/que ya no se dedica/a la fabricación casera de collares,/sino a la
destrucción de objetos cotidianos./Teléfonos,/cristales,/emociones,/promesas de
futuro…) con tonos que van de una irracionalidad dramática, rotundamente
expresiva, de tono alucinatorio (“En la otra orilla”, “Libros en el suelo”), impulsos
de insurrección que se revelan estériles (“Revolutionary road”) a la sentenciosidad lapidaria (“Medallas que
perdimos”) y una decidida energía de resistencia (“Las tortugas también vuelan”)
que se impone gracias a la certeza de haber logrado, entre la evidencia de
tanta ruina, haber hecho persistir algunas “armas” de la supervivencia
emocional, como una capacidad de entrega amorosa de una inconsciencia casi
suicida (“Hay en mi piel un exceso de ternura”) o de dejarse sugestionar por la
belleza para recrearse en lo sensorial y lo imaginativo (“Una vez viví en
Sevilla”); en general, una estética de contrastes que permite la creación de
estampas que acogen a la vez el horror y la convicción para desdecirlo (“El día
que cumplí dieciocho años”). Inseparables de ese vértigo de vulnerabilidad que
domina el libro son la capacidad de empatía con los desfavorecidos, fruto de
una honestidad para reconocerse la debilidad que posibilita que se conviertan
en motivos para expresar el propio conflicto íntimo (“Como los indigentes”) o
algunas de las pocas certezas que se han dejado apresar entre la incertidumbre
de estar vivo (“ Residencia de ancianos”) y permite cargar con toda legitimidad
moral contra los que cimentan su autoestima (y con ella sus abusos de poder) en
su incapacidad de reconocerse entre los
perdedores (“Héroes modernos), un tono paródico, de mordaz agresividad, contra
la artificiosidad de la cultura de los “mass media” (“Ikea”, “Telenovela”), que
crea paraísos artificiales y encajona a los hombres en patrones de felicidad
estándar con la intencionalidad hipócrita de salvarlos, la posibilidad de “proyectarse”
y convertir cada percepción del mundo en símbolo hipotético de uno mismo (“El
dolor de los barcos”… tal vez la pieza más hermosa y emocionante de todo el
conjunto) o la relevancia de los afectos filiales como única posibilidad de
redención (el emocionado recuerdo a la madre de “Semejanzas” que permite
culminar el libro manteniendo intacta su intensidad climática), especialmente
los hijos, los únicos ante los que se acepta someterse a la ficción de
felicidad que se ha convertido en dogma de la vida social (“Vosotros y yo”). En
fin, un libro tras el que no se puede regresar intacto….. pero al menos sí reconfortado en la
certeza tanto de la infinidad de flancos
vulnerables por los que puede atacarnos el dolor y, a su vez, de las no menos infinitas formas de piedad
para conjurarlo, es decir, poesía que se merece tal nombre.
EMILI TEIXIDOR: "Pan negro"
Apenas transcurridos
diez años escasos desde su publicación (una de las últimas novelas de su autor,
que falleció en junio del año 2012) es esta novela ya un clásico de pleno
derecho, que aúna prestigio crítico y popularidad (más por la exitosa película
de Villaronga filmada en 2009 que por el propio libro, claro) y, junto a Los
girasoles ciegos de Alberto Méndez y los cuentos de Juan Eduardo Zúñiga
queda como la más conseguida reafirmación de la posguerra española como motivo
temático desde una originalidad y una exigencia estética que supera su
conversión en un tópico del realismo social más plano. Y, es que, sin dejar de
retratar con implacable lucidez un entorno social e histórico de tal crudeza, Pan
negro se va revelando como un relato
global de iniciación al mundo y a la vida que adquiere tintes de universalidad.
Su protagonista, el niño Andrés, es un hijo de “proscritos”, su padre es un
obrero represaliado en la cárcel tras su implicación en la guerra (y finalmente
fallecido por las condiciones inhumanas de su existencia allí antes que por la
sentencia de muerte que pesaba sobre él) y su madre, obrera de una fábrica,
vive consumida en la pasión amorosa que siente por su marido, que convierte su vida en peregrinaje
angustioso en busca de influencias y favores para salvarlo que obliga a que el
niño tenga que quedar finalmente en casa de sus abuelos, guardeses de una finca
señorial en el mundo rural catalán y secretamente comprometidos con la
clandestinidad del “maqui” junto al prior de un convento de frailes cercano con
que el autor retrata a la mínima parte (que existió) de la iglesia que
permaneció fiel a unas inquietudes de cuño republicano y liberal que obviamente
tenían mucho más que ver con el mensaje primitivo de Cristo que el viraje
totalitario que tomaron los líderes de la institución. En el aprendizaje humano
de Andrés junto a sus primos, especialmente junto a la Lloramicos, la otra “recogida”
por caridad de la familia (sus padres huyeron a Francia tras el conflicto para
salvar su vida tras su decidida implicación) alcanzan un papel esencial la
naturaleza (esas escenas de los niños jugando en las ramas de los árboles….cómo
no me iban a emocionar), sobra la que se alcanza una plena sabiduría al intuir
ya su superioridad moral sobre el hombre y la necesidad de este de dejarse
aleccionar por ella y prescindir de su complejo de ser inteligente y dominador
y el sexo, temido y a la vez ansiosamente deseado mientras se le espía en las
conversaciones de los adultos o los adolescentes, unido a cierta curiosidad
morbosa por el cuerpo como enfermedad (la fascinación de Andrés por los jóvenes
tísicos que recogen los frailes en el convento) o generador de impulsos atroces
(la pederastia del maestro de la escuela, el señor Madern, en quien se retrata
también ese otro drama del hombre condenado a fingir unas convicciones ajenas a
sí mismo para sobrevivir en un mundo tan marcado ideológicamente como el de la
educación) y que se va aprendiendo en los primeros tanteos inocentes con su
prima Lloramicos, entre cuya ingenuidad parecen intuir ya el auténtico sentido
del contacto carnal: el único acto en que los desarraigados pueden tal vez
sentirse parte de la condición humana con pleno derecho. Junto a este
aprendizaje de lo “ancestral”, asoma la podredumbre de un mundo marcado por la
soberbia y la violencia física y moral que ejercen las fuerzas vivas vencedoras
sobre las clases humildes (los continuos registros de la guardia civil en la
finca y, especialmente, el momento de la comunión de Lloramicos, que el párroco
fascista del pueblo quiere convertido en una “pasada por el aro” pública y
oficial de una familia de tan plena adhesión al enemigo), incluso en actos de
caridad que solo pretenden tranquilizar su conciencia y que malamente pueden
disimular su carácter profundamente interesado (el afán de los terratenientes,
los señores de Manubens, por acoger a Andrés tras la muerte del padre y proporcionarle
unos estudios…con la manifiesta intención de presionarlo para hacerlo sacerdote
y se convierta por tanto en un juguete de su obsesión por la apariencia de la
virtud) el peso de una moral hipócrita que alcanza dimensiones directamente
dramáticas en su opresión sobre la mujer (los casos de la tía Enriqueta,
criminalizada incluso por su propia familia por aspirar a una vida sentimental
en libertad y romper su compromiso matrimonial, conflicto que consigue
solventar con la afirmación de su propia identidad que supone escapar de casa…
algo que por desgracia no hace Felisa, la tía materna de Andrés, resignada a un
matrimonio sin amor como única manera de huir del destino quizá más cruel
reservado a la “solterona” en casa ajena), ambos temas implicados en un pulso
entre la permanencia de una vida tradicional ligada al campo y las expectativas
de libertad y progreso económico que los más jóvenes fabulan en el mundo moderno
de la ciudad y la fábrica… dramáticamente frustradas por la imposición brutal
de la guerra y la posterior represión. Las páginas finales alcanzan una plena
intensidad emocional en el debate íntimo de Andrés entre la fidelidad a la
madre y con ella a sus raíces sociales e ideológicas y la fatalidad de tener
que aceptar el destino trazado por la supervisión de los gerifaltes del mundo.... no os anticipo aquí como se resuelve esta antítesis salvo que, como podréis imaginar, su dramatismo hace que tras ninguna opción consiga una redención personal sino más bien una amenaza de perturbación a perpetuidad que empaña su futuro de hombre adulto. Tanto
el estilo de la novela, que aúna los mejores logros del realismo social en la
espontaneidad que desprenden los diálogos y la descripción de escenas de la
cotidianidad, como su superación por medio de la exigencia formal de los
pasajes con más intensidad lírica o de una hondura reflexiva casi ensayística,
como los personajes (la inolvidable abuela Mercedes, enérgica y conmovedora en
su aspiración frustrada de instruirse y desarrollar una conciencia lúcida y
comprometida sobre el mundo, el vigor “viril”, a menudo fatalmente rayano en la
violencia y la crueldad, de los Quirico padre e hijo o la hosquedad, de animal
mal domesticado, del “abuelo Mozo”…) resultan impecables y afianzan la talla
literaria de una novela que queda como un hito referencial para la aproximación
a un tema que, tratado desde este grado de rigor formal y búsqueda de la
originalidad en la coherencia con la propia memoria, parece inagotable.
VIJAY PRASHAD: Las naciones oscuras: una historia del Tercer Mundo
Valiente y necesario (amén de impecablemente documentado)
este ensayo histórico del profesor indio afincado en Estados Unidos que desvela
las causas del hundimiento progresivo de
la más legítima utopía que haya afrontado la humanidad en los últimos decenios:
la consecución de la estabilidad económica y social y el restablecimiento de su
identidad cultural para todas las naciones, en su mayoría situadas entre América
del Sur, África y Asia, que fueron surgiendo del desmoronamiento progresivo de
los antiguos imperios coloniales de Occidente tras la Segunda Guerra Mundial
(proceso, en muchos casos, tardío además de sangriento, como ilustra el caso de
los antiguos territorios portugueses, “emancipados” a golpe de fusil ya en los
años setenta). Con infinidad de ejemplos
que abarcan todo tipo de entornos geográficos e históricos, la lucidez de Prashad
va relatando como, tras ser planteadas en términos de idealismo triunfalista y
contar en principio con la implicación de algunos de los dirigentes políticos “míticos”
de los orígenes de las nuevas naciones (Nehru, Nasser, Sukarn...)la huida de la
pobreza y la creación de un frente de poder común va arruinándose por infinidad
de factores entre los que destacan la perpetuación del colonialismo a nivel
económico, el enzarzamiento de los nuevos países en guerras de frontera que no
son sino la herencia de la arbitrariedad ejercida por las antiguas naciones
dirigentes (como los que mantiene la India con Pakistán y posteriormente con
China en los años 60) y el establecimiento de gobiernos en las nuevas naciones
que se fundamentan sobre las bases de las antiguas jerarquías occidentales (a
menudo en forma de dictaduras convenientemente legitimadas por los antiguos
dueños o por la ambición capitalista de Estados Unidos, como ilustran casos
como los de Argelia o Chile o contribuyendo decisivamente a frustar la
actuación de los pocos gobiernos que parecían auténticamente comprometidos a
crear estados donde primara la igualación de los derechos sociales y el poder
adquisitivo, como el de René Barrientos
en Bolivia al frente del Movimiento Nacionalista Revolucionario) y olvidan sus
compromisos éticos con la población después de haberlos instrumentalizado para
alzarse con el poder, amén de sugestionarles para buscar un “tercer enemigo” en
el que desahogar su ira legítima tras el desencanto (para eso siempre fueron
muy útiles los comunistas… sobre los que a menudo se ejerció el crimen
organizado de forma sangrante, como en
los inicios de la dictadura militar de Suharto en Indonesia en los años 60,
desarrollado entre la indiferencia de toda la escena internacional… incluida la
URSS): es decir, las líneas maestras de la penosa historia del género humano.
En su primera parte, Búsqueda, el
autor hace una detallada cronología de los primeros intentos de establecer una
conexión entre países alejados geográfica y culturalmente pero llamados a la
empatía por su condición de territorios dominados por los grandes poderes
políticos y económicos, tales como una primera Liga contra el Imperialismo
celebrada en Bruselas en 1928 (… irónicamente en el país que estaba perpetrando
uno de los más sangrantes genocidios imperialistas en el Congo Belga a partir
de la sangrienta ambición del gobierno de Leopoldo II cuestión que, por
supuesto, no pudo ponerse sobre la mesa y restó por tanto a la reunión buena
parte de su hipotético alcance humanitario), la Conferencia Afro-Asiática de Bandug (1955),
que tuvo el valor de plantear cuestiones como la necesidad de un desarme a
escala global en el contexto de un mundo aterrado por la reciente revelación de
los horrores del armamento nuclear y la amenaza de un apocalipsis inminente…. aunque
con poca legitimidad moral por la existencia de gobiernos tercermundistas que
compraban efectivos militares de forma subterránea a los países pudientes, la
aparición de todo tipo de movimientos cívicos y culturales que se consideraban el
necesario complemento de la lucha política por la emancipación (el impulso dado
al feminismo p or la Conferencia Afro Asiática de Mujeres de 1961 en El Cairo o
las asociaciones de escritores e intelectuales relacionadas con el mito de la “negritud”,
valioso a la hora de dar por una vez difusión a las manifestaciones artísticas
de estos territorios marginados pero
quizá a la postre convertido más en una “moda” que en un esfuerzo sincero de
integración o nivelación cultural) y finalmente la creación del NOAL
(Movimiento de Países no Alineados, en 1961) durante un encuentro de líderes
internacionales en Belgrado a menudo denominado con no poca ironía dramática “La
Yalta del Tercer Mundo” (terminología de uso común a partir de los ensayos del
francés Sauvy en los años cincuenta, para
designar al complejo bloque de países
que formaban una frontera indefinida en el mundo dividido entre el
capitalismo occidental y yanqui y el comunismo soviético y su esfera de
influencia), la más explícita reivindicación de estos países a definir su
futuro y su propia identidad frente a la fatalidad de convertirse en satélites
de las facciones enfrentadas durante los años de la Guerra Fría, preludio de
una década en que, tras plantearse en términos pacíficos y de un idealismo poco
efectivo a nivel pragmático, la cuestión tercermundista va adquiriendo tintes
más revolucionarios y violentos por estímulos como el triunfo de movimientos
liberales armados en países como Cuba o la intervención militar de países
occidentales que tendrá su ilustración más bochornosa en la Guerra de Vietnam
de finales de los sesenta, cuyo desenlace alienta la ilusión de una
vulnerabilidad de los grandes estados a la que nunca se le sabría sacar
auténtico partido. Especialmente revelador resulta el análisis de los
condicionantes que justifican la imposibilidad de un despegue económico al margen de la explotación de las grandes empresas
internacionales que reduce la independencia de los nuevos territorios casi a un
concepto retórico: pese a la nacionalización de las principales materias primas
sustento de las exportaciones que debían afianzar la economía, la falta de
capital monetario para convertirlas en productos vendibles (especialmente
exigente en el caso del petróleo, que exige complejas infraestructuras para
generar sus productos derivados) y la corrupción de los gobiernos amancebados
con dólares las deja a merced de la actuación de las empresas internacionales,
situación que impulsa valiosas iniciativas como la OPEP, el más valiente pulso
contra la opresión de los grandes cárteres petrolíferos (sobre todo con el
holding conocido como “Las Siete Hermanas”) que inspira otro sinfín de
asociaciones que intentan fomentar la autonomía de los países pobres para sacar
partido de sus recursos naturales. Y ya en los años 80 se acaba de dirimir la
incertidumbre de los países tercermundistas entre atreverse a sobrevivir con
modelos económicos y sociales alternativos a la imposición occidental (el caso
de Cuba es único y, al menos en ese sentido, meritorio si obviamos las
múltiples violaciones contra los derechos humanos con que sea consolidado el
poder castrista, claro) o caer en la retórica maliciosa de la “globalización”….
hecho que supone finalmente el fin, nos tememos que a perpetuidad, de las
aspiraciones enunciadas hace décadas: a la sucesión de sociedades
progresivamente empobrecidas por la falta de libertad de mercado y el
progresivo abaratamiento de las materias primeras que suministran (especialmente
sangrante en casos como el de Jamaica… y a este propósito sabe el autor
retratar perfectamente cuanto tuvo el movimiento “reggae” de insurrección
social al margen de sus aportaciones culturales) se le sumará poco después el
drama del endeudamiento , la necesidad, inútilmente paliada por iniciativas
meritorias pero ineficaces como las plataformas del 0,7 %, de devolver las
aportaciones de capital entregadas por el Fondo Monetario Internacional con un
férreo sistema de plazos, intereses abusivos y medidas abiertamente punitivas
contra su incumplimiento, que consume los ya limitados réditos de estos países
y hace inoperante cualquier tipo de inversión en calidad de vida para sus
habitantes, un entramado opresivo del que en principio solo parecen librarse
los llamados Tigres Asiáticos (Hong Kong, Singapur, Corea del Sur, Taiwan), que
viven una efímera prosperidad económica conseguida a costa de la expansión del
urbanismo más irracionalmente consumista y la violación sistemática de los más
elementales derechos del trabajador, que a partir de finales de los años
ochenta comenzará a revelarse tan ficticia y obviamente manipulada por los
intereses foráneos como la de cualquier otra parte del mundo. Y así termina el
libro, con un desasosiego y una imposición de un rotundo pesimismo en cuanto a
las expectativas de futuro de estas “naciones oscuras”, la única conclusión a
que puede llegar un intelectual (y, en general, un ser humano) auténticamente
honesto: siempre la lucidez por encima de la ingenuidad o el triunfalismo
idealistas… aunque duela tanto.
SUE KAUFMAN: "Diario de un ama de casa desquiciada"
La literatura como manera de sondear las raíces de la
infelicidad, de establecer una distancia de objetividad con el propio dolor
que, además del beneficio colateral del consuelo, alumbre las causas del
desbocamiento de la vida, sobre todo la desarrollada en condiciones
aparentemente perfectas, hacia su desustanciación. A este presupuesto se aplica
Tina Balser por medio de sus diarios o “informes” en una novela que más allá de
las mitificaciones tópicas (Kaufman es otra de las novelistas americanas
muertas prematuramente y con premio literario instituido a su memoria, con los
mismos cincuenta años de Carson McCullers, y una obra desgraciadamente breve) y
una filiación al ideario feminista que el contexto histórico (los social y
políticamente “movidos” años sesenta) en que apareció hacen más inevitable si
cabe (no hacía falta matizar, como se apresuró a hacer la crítica de la época,
que Kaufman era una “versión femenina” de Richard Yates o John Cheever… baste
decir que tiene sus mismas cualidades), la pone en primera línea de una
gloriosa nómina de escritores americanos (el listado, además de prólijo, es
evidente) que, aunque no sean brillantes desde un punto de vista técnico, se
hacen memorables al aplicar una despiadada lucidez y un humorismo mordaz a la
hora de señalar las contradicciones y los múltiples razones para la debacle
personal en unos tiempos modernos en que la felicidad se ha convertido en una
asignatura tan obligatoria como hipócritamente dada por sentada por todos. Y
así, entre las páginas que Tina escribe como refugio clandestino en su
cotidianidad doméstica, va pasando revista los traumas de una infancia sin
afecto (una madre con problemas de ludopatía que la ignoró por completo), la
mentira de la maternidad como única manera de realización personal para una
mujer (de sus dos hijas, es la mayor, Sylvie, la que parece más maleducada e
irritante, perfecto prototipo del niño convertido en “tirano” de sus padres),
la terapia psicológica (tema sobre el que se ironiza de forma implacable
durante toda la novela) como otra falacia en que con la excusa de dirigir a las
personas a su definición personal se les encajona en roles estándar y se
achatan sus perspectivas vitales (claro, a una chica como Tina, talentosa pero
insegura, había que decirle que lo que realmente quería era ser una esposa y
madre modelo y no una artista…) y, sobre todo, el peso de un matrimonio
convertido en su mayor lastre vital después de que Jonathan, siempre ambicioso
pero al menos cercano y afectivo, a causa de una herencia y un par de golpes de
fortuna en la bolsa, se haya convertido en un snob rampante, colérico y
obsesionado por aparentar en sociedad y círculos de la “intelligtensia” y la
bohemia artística sin duda para desahogar su complejo de inferioridad cultural,
una vida inauténtica a la que debe plegarse Tina como otra de tantas féminas
que pululan en este mundo (elegante, sofisticada… y sin cerebro alguno… para lo cual se ocupa
puntualmente de ridiculizar las pocas ganas de leer o de ser creativa que hayan
podido sobrevivir a su asfixia doméstica). Impactantes, a medio camino entre la
ironía despiadada de los cronistas de sociedad ingleses y el más sangrante
patetismo, esas escenas de “party” entre la farándula (incluida una aparatosa
mascarada en la propia casa que será un rotundo fracaso), en las que Tina,
incapaz de integrarse, deambula abochornada por la soledad y el desarrollo de
todo tipo de patologías obsesivas (agorafobia, claustrofobia… y otras tantas
inventadas por ella misma) con que expresa su perturbación, una falsedad que
solo parece tener un mínimo contrapunto en el personaje de Lottie, la criada,
cuya querencia, aunque sugestionada por la conciencia de inferioridad social y
la adhesión ciega del pobre a la mano que le da de comer, se antoja el único
punto de autenticidad de su entorno humano. Y así, entre crisis mal atajadas
con ansiolíticos y somníferos, un buen día se decide a jugar a Madame Bovary
(Madame “Ovary” la llamará pérfidamente en una ocasión su amante…) con George
Gaylord, un snob cínico que escribe obras teatrales, prototipo perfecto de ese “intelectual”
que se obligado a demostrar continuamente su teórica superioridad sobre los demás
con un ejercicio constante de la ironía cruel que raya el sadismo y que somete
a la protagonista a un continuo debate interior en el que se van alternando la
repulsa a causa de la conciencia puntual de su propia dignidad, su avocación
fatalista, como “chica frágil”, a enamorarse del típico cabrón de instituto y
el pulso entre dejarse llevar por la aproximación afectiva que parece
inevitable tras echar más de tres veces un polvo con la misma persona y
someterse a su frialdad del “sex is just sex” que convierte a los demás en poco
menos que un dildo, un consolador o cualquier juguete erótico. La obra, tras la
intensidad dramática que gana con el tema del supuesto embarazo extraconyugal
de Tina (que la sume en el vértigo de acabar con una rutina que la hacía
infeliz pero que era tan consoladora como cualquier credo que nos libera de la
responsabilidad de ser libres) acaba en uno de esos finales (que voy a tener la delicadeza de no contaros...) desoladores pero
indefinidos, que crean más angustia en el lector que cualquier culminación
trágica previsible (¿el suicidio, culminación predilecta del adulterio
decimonónico femenino, con el que llega
a fantasear? ¿el tópico del abandono del esposo y la familia en busca de la
propia identidad a lo “Casa de muñecas” de Ibsen?) .
ROSARIO CASTELLANOS: "Juegos de inteligencia"
Por fin conozco a esta
extraordinaria mujer de las letras hispanoamericanas que, además de con una
obra poética directamente conmovedora, fascina con su perfil humano de renovada
y mejorada versión de otros nombres femeninos del cono sur como Clorinda Matto
de Turner: hija díscola de una familia adinerada burguesa que se reveló contra
el papel estándar y plano reservado a la mujer con una honda formación
intelectual (fue una celebridad como profesora universitaria, conferenciante,
directora de instituciones culturales, una de las pioneras del feminismo
hispanoamericano sobre todo en su obra ensayística y finalmente embajadora en
Israel, donde encontró la muerte de forma prematura y absurda en un accidente
doméstico) y una vena reivindicativa que le llevó a practicar la novela social
y hasta a despojarse de su herencia y sus tierras para devolvérselas a sus
legítimos dueños indígenas, amén de superviviente de todo tipo de naufragios
personales (un matrimonio de desamor y anulación que, a diferencia del de Ajmátova,
al menos no consiguió vaciarla como poeta sino todo lo contrario o la muerte
del hermano varón y predilecto de sus padres que le llevó incluso al
sentimiento de culpa por haberle sobrevivido). Quien no fuera capaz de
emocionarse (básicamente porque tenga corazón de perro) con el contenido de una
poesía “desgarrada”, “impúdica”, como la califica acertadamente Amalia Bautista
(la única pega que se le puede plantear a esta antología de Renacimiento
prologada y seleccionada por ella es quizá el título, extraído de uno de sus
poemas: “juegos de inteligencia” quizá no es la expresión más apropiada para
sintetizar a una poeta que, sin negar las virtudes de su intelecto, está claro
que se hizo grande más por razones de vísceras que de cerebro) tendría necesariamente
que rendirse a su lenguaje, expresivo, rotundo, lleno de una impetuosidad
lírica que puntualmente no puede sino resultar excesiva pero de una enorme
calidad y, además, con la capacidad de renovarse y hacerse progresivamente
novedosa y original desarrollando nuevos tonos y registros apuntados de forma
más embrionaria en sus primeros libros. El juvenil Apuntes para una
declaración de fé (1948) sorprende ya por su impresionante texto titular, extenso poema en
el que expresa la nostalgia por un estado primitivo y natural de la existencia
que, tras el simbólico pecado edénico, se convierte en degradación y angustia
vital (impresionantes los versos dedicados al suicidio) fácilmente conectable
con la inanidad de la vida moderna y las atrocidades de cuño social y político
hasta una inesperada restauración de lo paradisíaco original al que se llega
por la fascinación de la naturaleza de la selva que como nacida en Chiapas
conocía tan bien. Trayectoria del polvo (1948) conduce su consumada
intensidad verbal tanta a la desesperación como a tonos más eufóricos (el poema
sobre la adolescencia) y en De la vigilia estéril (1950) podemos
encontrar esa habilidad para el rotundo y desolador epitafio existencial (Origen será el primero de tantos
posteriores como Retorno) o para una
melancolía amorosa más tenue (Distancia
del amigo). Dentro de lo poco que deja entrever una antología tan escasa
como la presente, su producción de los años 50 (libros como El rescate del
mundo o Poemas 1953-1955) resulta un tanto apagada, pero a partir de
Al pie de la letra (1959) recobra su mejor tono en poemas de cierto
aliento metafísico: Diálogo del sabio y
su discípulo, que previene sobre los peligros del “yo” (al contrario de lo
que parece transmitir en Piedra,
donde la mirada individual se convierte en elemento redentor) para cantar el
encuentro con los demás pese una conversión del mismo en sufrimiento que se
corrobora en El otro. En Lívida
luz (1960) manda el desgarro narrado con la citada concisión epigramática (El día inútil) o una entrega
desconsolada a la imposibilidad de amar (El
despojo, el impresionante Jornada de
la soltera) que aspira a desdecirse con rabia en poemas como Presencia. Materia memorable
(1969),se puede considerar en buena medida un libro de transición hacia una renovación
de su lírica que no era necesaria puesto que no daba síntomas de agotamiento
pero que no deja de antojarse valiosa y sugestiva: poemas sorprendentes
inspirados en elementos de la cotidianidad (Sobremesa,
Nota roja o El recital, que funde
la ironía sobre el mundo poético con versos más perturbadores sobre la
incapacidad de comunicarse a causa de la alienación) abren el camino a lo que
confirma En la tierra de en medio (1969): un acercamiento de la palabra
a registros más coloquiales, a un prosaísmo sabio y elaborado y un dominio de
la ironía y el sentido del humor que, por no prescindir de la calidad formal
anteriormente mostrada, la pone a la altura de los mejores logros de la
generación prodigiosa de Sabines, Pacheco o Lizalde. Junto a algunas de las
mejores muescas de su drama amoroso (Elegía,
Desamor), Autorretrato, por
inteligencia incisiva y talento para la desmitificación personal pasa a
formar parte de los mejores logros de este peculiar género (o subgénero, si así
quiere) poético y aún tiene tiempo de “escandalizar” a las mentes pacatas
desvirtuando los tópicos de la maternidad como consumación femenina (Se habla de Gabriel, que bien podría ser
el “anti-poema” dedicado al hijo) o los tópicos de una educación basada en una
mitificación del orden y racionalidad que desbaratan los traumas íntimos (Economía doméstica) o una bondad mal
entendida que crea remordimiento por degenerar en falta de identidad propia y
coraje para enfrentarse a la injusticia que no puede sino devenir en un
estoicismo derrotado como única salida (los
buenos no son inquisitivos… nos recuerda en el extraordinario Lecciones de cosas), amén de
desengañarse del poder redentor de la escritura (Entrevista de prensa) porque la
palabra tiene una virtud:/si es exacta es letal/como lo es un guante envenenado.
Una senda similar, en tono y logros, siguen los últimos poemas de la autora,
integrantes no ya de títulos individuales sino de compilaciones como Poesía
no eres tú (1972) en textos como Mutilaciones, Pasaporte (otro logro pleno de su capacidad
para la autoironía) Meditación en el
umbral, deliciosa reflexión sobre la necesidad de realizarse al margen de
las actitudes marcadas por los grandes referentes, ficticios o reales, de la
literatura femenina o Kinsey report
que alude al potencial transgresor de las encuestas del famoso experto en
sexualidad aportando brutales testimonios de mujeres tan dispares como
adolescentes idealistas, lesbianas, casadas insatisfechas o solteras entregadas
al desenfreno o el encierro virginal. En fin, de cabeza al Olimpo de mis diosas
poéticas, bien cerquita de Emily Dickinson o Wislawa Szymborska (con la que la
unen tantas cosas, especialmente en sus últimos poemas) y en marcha una
recogida de firmas acuciante para exigir unas obras completas, otra de las
renuncias que nos ha impuesto el enanismo cultural patrio.